Julio Rafael Silva Sánchez
Conocimos a José Joaquín Burgos a mediados dé la década del sesenta, cuando, continuando nuestro periplo académico iniciado en Tinaquillo, recalamos en el liceo Pedro Gual de Valencia, en donde continuaríamos cursando el bachillerato, orientados por insignes profesores como Jesús Berbín López, Pedro José Mujica, José Joaquín Estrada, Stefan Pestyk, René Falcón, José Luis Zerpa, Luis Gómez Guillén, Mercedes Quero de Dezio, Daniel Táriba y tantos otros excelentes ductores que hacían de la docencia un modo de vida y una pasión existencial.
El profesor Burgos, con su facundia intelectual y su aplomada y proverbial sencillez, saltándose el programa oficial, seducía a aquella banda de ávidos adolescentes con la lectura de autores ignorados (¿censurados?) por el Ministerio de Educación, como Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Ida Gramcko, José Antonio Ramos Sucre, Miguel Ramón Utrera, Adriano González León, Alí Lameda, Cruz Salmerón Acosta... cuyas obras eran literalmente devoradas por nuestra inquieta cofradía integrada por recordados compañeros de entonces: Roger Capella, Claudio Romano, José Botello Wilson, quienes compartíamos regocijados los textos de aquellos autores, al lado, por supuesto, de las obras de los clásicos (Homero, Horacio, Sófocles, Garcilaso, Cervantes, Neruda, Gallegos) profundamente amados por el poeta Burgos.
Algunas veces, al salir de clases (la última hora culminaba hacia las cinco y la tertulia continuaría en las calles), bajábamos por Camoruco Viejo para contemplar los deslumbrantes atardeceres valencianos en ameno coloquio de camaradas.
Una venteada noche de marzo, con el poeta Burgos a la vanguardia, entraríamos al Teatro Imperio (porque el cine, junto a la música, es otra de sus pasiones) para disfrutar el film Tirez sur le pianiste, de François Truffaut, basada en la novela de David Goodis.
Al salir, las deliciosas sodas con granadina, compradas al ladito, en el bar de Pablo, refrescaban nuestras gargantas fatigadas y sedientas.
Al final de esa correría nocturna, al pie del Monolito, en el centro de la Plaza Bolívar (con el fondo melodioso de aquel cuarteto de cuerdas - dos violines, viola y cello - que inventara Paúl McCartney en Yesterday, deslizándose por las ventanas del restaurante Madrid), el poeta Burgos nos sorprendería con estos versos, cuyo tono de serenidad tejía a nuestro alrededor sus visiones de sutil nostalgia y el esbozo de esa intimidad luminiscente que perennemente será su compañera: ... Escucho el piano de la lluvia, / o una guitarra, / o alguna simple flauta de bambú / y palabras que dicen / las mismas cosas / que se escuchaban hace cuatro siglos.
Juego de colores
Así ha sido siempre José Joaquín Burgos: modesto, sencillo pero profundo, aliado fraterno de todas las causas justas, infaliblemente dispuesto a alegrarnos la vida con la palabra acertada y el gesto solidario.
Humilde en el recuerdo de paisajes lejanos, de ciudades distantes, de personajes que hirieron su infancia y cuya silueta gusta recrear con cierto aire luminoso: ... Yo, amigo, / tengo un pedazo de noche / que compré hace dos mil quinientos años./
Desde entonces / ¿Cuántos sueños se han roto? / ¿Cuántos espejos han nacido? / Tus hijos / y mis hijos / los hijos de todos los hijos / siguen mirando los luceros. / Y aquel viejo marino / que me vendió un pedazo de su noche / sigue soñando / un sueño interminable...
En toda su extensa (e intensa) obra (no solamente en poesía, sino en su narrativa, sus ensayos, sus artículos de prensa, sus conferencias, sus editoriales) el poeta mantiene un tono de sobria dignidad idiomática, un dominio sublime del lenguaje, una mesura siempre proveniente de la autenticidad interior. El poeta, en un alarde de estilo que dice mucho de su formación académica o prusiana, como él acostumbra decir (bajo la tutela de Pedro Grases, Edoardo Crema, Luis Beltrán Guerrero, Mariano Picón Salas y otras luminarias en el viejo Pedagógico de Caracas), toma la imagen por el centro, le agarra las vértebras y la sacude hasta que expide toda su riqueza modular: ... Definitivamente / me encerraré yo mismo / en mí mismo. / Trazaré mis propios límites. / Decidiré mis oficios. / Por ejemplo, / haré un par de zapatos / con tanta perfección / como si escribiera un poema. / Le pondré suela de endecasílabos. / Haré rimar sus tacones / para que retumben / cuando deba cuadrarme militarmente. / Agarraré todo el arte cinético / para que las trenzas generen lecturas / insospechadas / y enrevesadas fórmulas semióticas, / si es que algún crítico llega a ponérselos.
Lo trascendente es lo que parte del hombre. Va el poeta a su encuentro y confiere a sus textos la plenitud que manifiesta un impulso desligado de toda deshumanización. Por momentos el ritmo apresa las palabras, pero luego el verso recobra un camino más amplio, desatado de moldes elegidos y gira entonces sobre un eje que alcanza perennidad y trascendencia:... Para amarrar con artes mágicas / la eternidad / de la cayena/ será preciso / suspender/ el peso de la piedra / en el canto de un pájaro // y tatuarlo / después / como un poema / sobre la piel del sueño. // Pero es mudo el poema // y el secreto del canto /jamás se escapa de la piedra. // A veces / es inútil la magia.
Estos versos no instauran una figuración estática de las cosas, ni del paisaje, ni de su voz más íntima, sino más bien entonan y celebran el devenir: vemos los textos desfilar ante nuestra mirada, vibrar en nuestra mano, sonar en nuestra piel, guarnecidos por una belleza que nos sorprende y captura: Entonces / por qué tanto misterio, / tanto escándalo / para decir que el tiempo / ya se tragó las visceras / de los siglos que han muerto, // sí mañana / los gallos seguirán cantando, / la voz de mi mujer seguirá / como siempre, / abriendo rosas y cayenas, // si volaran / como siempre / los pájaros / y los crepúsculos seguirán escondiendo / a los enamorados.
Este texto fue publicado originalmente en el periódico El Carabobeño, el 5 de diciembre de 2010.
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Actualizada el 24/02/2024
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