viernes, 29 de enero de 2016

Cuando he tratado de dar consejo a millares de personas,lo hice siempre como compañero de sufrimientos, por Hermann Hesse




Hermann Hesse. Ilustración tomada de aqui

Estimados Amigos

Hoy tenemos el gusto de compartir con ustedes esta carta del escritor alemán más querido en Valencia, la de Venezuela. Hermann Hesse perteneció a esa camada de escritores que tenían un gran contacto epistolar tanto con sus lectores fieles como los ocasionales.

Este es un hermoso gesto que hoy nuestros escritores, en una época que facilita la comunicación, deberían imitar.

Deseamos disfruten de la entrada.


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“De manera alguna me arrogo la pretensión de tener razón. Pero, en nuestro instante universal, considero que no es perjudicial, sino bueno y correcto, sacudir al hombre común de hoy en día por la fe fanática que le merecen el nivel del progreso alcanzado, sus máquinas, su modernismo ávido de placeres y su aversión a las obligaciones. Sufro bajo la miseria de nuestra época, pero no me considero llamado a guiar a los demás para escapar de ella; estoy dispuesto a recorrerla, como a través de un infierno, con la esperanza de hallar en el más allá una nueva inocencia y una vida más digna. Pero no estoy en condiciones de entregar ese más allá por un ahora y un aquí. Necesita y exige un conductor quien es incapaz de responsabilizarse y de pensar por sí mismo. Mi papel no puede ser el de sacerdote, pues detrás de mí no hay iglesia alguna, y aun cuando he tratado de dar consejo a millares de personas en cartas e indicaciones, nunca lo hice como conductor, sino siempre como compañero de sufrimientos, como hermano algo mayor.”

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Distinguido doctor Jordan:

Ha llegado a mi poder su carta abierta, encabezada con el epígrafe “La misión del poeta”, y halló eco en mí, pues es cordial y bien intencionada, y aun cuando supongo que es usted un católico militante, de manera alguna la siento como una manifestación partidista. Creo que no lograremos entendernos sobre algunos puntos, pues nuestros orígenes son harto diferentes; pero, en cambio, creo responder a otros que juzgo importantes y, aun cuando las respuestas no le satisfagan, reconocerá usted su sinceridad.

EXHORTO CONTRA EL OPTIMISMO ENGAÑOSO, Y CONTRA LA AVERSIÓN DE LOS PUEBLOS Y DE LOS INDIVIDUOS A ASUMIR SU RESPONSABILIDAD

Aun cuando lo hago a disgusto, debo recordarle, ante todo, que su conocimiento acerca de mi trabajo literario es muy fragmentario y su carta abierta se refiere a una parte aislada, no medular de mi labor: a mis ocasionales artículos periodísticos. En algunos de esos artículos descubre usted expresado un pesimismo que en última instancia encuentra irresponsable, y lo comprendo.


Desde mi punto de vista, estos artículos ocasionales que se sirven a sabiendas y deliberadamente de esa forma que se llama “folletín”, representan en primer lugar una parte intrascendente de mi trabajo y, en segundo lugar, esas manifestaciones ocasionales, algo triviales, a menudo coloreadas de ironía, tienen para mí un significado común: a saber, la lucha contra aquello que en nuestra publicidad llamo optimismo engañoso.

Cuando recuerdo, de tanto en tanto, que el hombre es un producto muy amenazado y peligroso, cuando por momentos destaco lo deficiente y trágico de la humanidad, precisamente allí donde estamos acostumbrados a tomar las cosas a la ligera y a la vanidad (en el periódico), ésta es una parte pequeña en magnitud e importancia, pero a pesar de todo consciente y responsable, de mi actividad: la lucha contra la religión europea-americana adoptada por el hombre moderno y soberano que ha logrado llegar hasta este nivel.

Si recuerdo con especial énfasis el carácter dudoso de la Humanidad, es como un grito de guerra contra la pueril, pero muy peligrosa vanidad del hombre de la masa, carente de fe y de discernimiento en su ligereza, su arrogancia, su falta de humildad, de duda, de responsabilidad. Las palabras de este tipo, que he pronunciado, no van dirigidas a la Humanidad, sino a la época, a los lectores de periódicos, a una masa cuyo peligro, según mi convicción, no consiste en falta de fe en sí misma y en la propia grandeza.

A menudo, también he ligado a esta advertencia general respecto a la futilidad de este híbrido humano, la exhortación inmediata respecto a los acontecimientos de nuestra historia reciente, a la ignorancia y la insensatez grandilocuente con la que marchamos a la guerra, a la aversión de los pueblos como de los individuos de buscar en sí mismos la responsabilidad compartida.

Comprendo que estas manifestaciones, a las que precisamente un sentido de la propia impotencia les da por momentos una particular rudeza desesperada en la formulación, no resulte agradable a muchos. De manera alguna me arrogo tampoco la pretensión de tener razón. Me sé cautivo en el tiempo y en mi propio yo, pero no obstante responsabilizo en forma absoluta a esta parte de mi actividad (como ya he dicho intrascendente) y, en nuestro instante universal, considero que no es perjudicial, sino bueno y correcto, sacudir al hombre común de hoy en día por la fe fanática que le merecen el nivel del progreso alcanzado, sus máquinas, su modernismo ávido de placeres y su aversión a las obligaciones.

NO OCULTAMOS QUE EL ALMA DE LA HUMANIDAD ESTÁ EN PELIGRO Y DESFIGURADA, PERO CREEMOS QUE PUEDE SER CURADA Y PURIFICADA

Por otra parte, a estas exteriorizaciones vinculadas al tiempo y, más que nada, ocasionales, se oponen otros trabajos míos, sobre todo mis novelas, y en ellas se le ha brindado mucho margen a la problemática y a la tragedia de la esencia humana, pero en todas ellas también se encuentra expresada la fe, no en un significado de nuestra vida y nuestras necesidades, formulado de manera singular y dogmática, pero sí en la posibilidad que tiene cada alma de comprender intuitivamente tal significado, y de elevarse y redimirse al servirlo. Y en un ensayo al que puse un título muy parecido al de la carta abierta que usted me dirigió, escribí sobre la misión del poeta, en nuestra época, lo siguiente:

“Nos asfixiamos en la atmósfera irrespirable ya para nosotros, del mundo de las máquinas y de las bárbaras necesidades que nos rodea, pero no nos separamos del todo, lo aceptamos como nuestra participación en el destino del mundo, como nuestra misión, como nuestro examen. No creemos en ninguno de los ideales de esta época, pero creemos que el hombre es inmortal y que su imagen puede curarse de toda desfiguración, puede salir purificada de todo infierno. No ocultamos que el alma de la Humanidad está en peligro y se encuentra al borde del abismo, pero tampoco debemos ocultar que creemos en su inmortalidad”.

En verdad, sucede que precisamente eso que exige del poeta en su carta abierta, ya para la cual invoca como testigo al “olímpico Goethe”, ese olímpico estar por encima no es mi cometido. Tal vez sea cometido del poeta clásico, pero no es el mío. De ningún modo siento el deber de disimular los abismos de la vida humana en general, ni de la mía propia, o de hacerla aparecer como inofensiva, sino reconocer, expresar y compartir el sufrimiento y el ser atormentado hasta el límite de los inhumano, precisamente en las formas que hoy presenta.


Esto no es posible sin contradicciones y, sin duda, en mis libros se encuentran algunas frases que están en contradicción con otras frases de estos libros… Debo rendirme ante este hecho. La totalidad de mi vida y de mi obra no se presentaría a quien intentara abarcarlas como algo armonioso, sino como una lucha permanente en torno de un sufrir permanente, pero no descreído.




Postula que un escritor, que ha ganado la confianza de muchos lectores, tiene la obligación de erigirse en su conductor. Confieso que aborrezco la palabra “Führer” de la que hace uso abusivo la juventud alemana, pues necesita y exige un conductor quien es incapaz de responsabilizarse y de pensar por sí mismo. En la medida en que es posible dentro de nuestra época y nuestra cultura, el escritor no puede asumir este cometido.

Por cierto, debe ser responsable, y debe ser algo así como un arquetipo, pero no evidenciando superioridad, salud, incontrovertibilidad (sin modestia, no sería posible para nadie), sino teniendo a través de la renuncia a la conducción y la “sabiduría”, la decencia y la valentía de no dejarse meter en el papel de un sapiente y un sacerdote por la confianza de sus lectores, cuando en verdad no es sino alguien que barrunta y sufre.

La circunstancia que mucha gente, sobre todo los jóvenes, encuentra en mi obra, algo que les inspira confianza en mí, se explica deduciendo que hay muchos que sufren del mismo modo, luchan del mismo modo por hallar fe y un sentido, dudan de igual modo de su época y no obstante intuyen llenos de veneración, detrás de esta y toda época, lo divino. Hallan en mí a un vocero.

SUFRO BAJO LA MISERIA DE NUESTRA ÉPOCA, PERO NO ME SIENTO LLAMADO A CONDUCIR A LOS DEMÁS PARA ESCAPAR DE ELLA

A los jóvenes les hace bien ver a un individuo aparentemente acabado y desarrollado declararse partidario de algunas de sus penurias, y les hace bien a los que tienen dificultad para pensar y hablar, hallar expresada una parte importante de lo que han experimentado, por alguien que al parecer domina mejor el verbo.

Ciertamente, la pluralidad de estos jóvenes lectores no está satisfecha aún. Quisieran tener no sólo un compañero de sufrimiento, sino un “conductor”, aspiran a metas y triunfos inmediatos, anhelan infalibles recetas de consuelo. Pero estas recetas ya existen. La sabiduría de todos los tiempos está a nuestra disposición y he señalado a cientos y cientos de impetuosos jóvenes que me escribieron para oír ávidos la última sabiduría de mi boca, las verdaderas y auténticas palabras, las imperecederas de la China y la India, de la Antigüedad, de la Biblia y del Cristianismo.

No toda época, no todo pueblo ni todo idioma está destinado a expresar sabiduría. No en todo siglo vive un iniciado que, al mismo tiempo, es un maestro de la palabra. Sin embargo, todas las épocas y todos los pueblos tienen parte en el tesoro común y quien pretende tener la sabiduría de todos los tiempos formulada en forma absolutamente nueva y para su caso particular, como consuelo para su dolor personal, pondrá en la mano del hombre al que quisiera tener por conductor una autoridad y un poder como el que sólo puede conferir a sus ministros una verdadera iglesia. Mi papel no puede ser el de sacerdote, pues detrás de mí no hay iglesia alguna, y aun cuando he tratado de dar consejo a millares de personas en cartas e indicaciones, nunca lo hice como conductor, sino siempre como compañero de sufrimientos, como hermano algo mayor.

Temo mucho que no nos entendamos y bien quisiera poder convencerlo, no del valor ni de la categoría de mis ideas y de mi posición, sino de la necesidad, de la inevitabilidad de mi situación. Los que se vuelven a mí, los que buscan en mí sabiduría son, casi sin excepción, personas a las que no pudo ayudar ningún credo tradicional. A muchos de ellos los orienté hacia los antiguos sabios y sus doctrinas. También les recomendé con insistencia los escritos de algunos destacados católicos contemporáneos.

Pero la mayoría de mis lectores se me aparece precisamente en su necesidad de venerar un dios velado. Quizá sólo sean los enfermos, los neuróticos, los insociables quienes se sienten atraídos por mí y mi obra; quizá el único consuelo que algunos de ellos encuentran en mí no sea sino el de redescubrir sus propias flaquezas y miserias en mí, un hombre de prestigio.

No es de mi incumbencia “decidirme” por un apostolado como usted demanda, sino realizar en el lugar que me ha señalado el destino todo cuanto me sea posible. Forma parte de ello, entre algunas otras cosas, no dar o prometer más de lo que tengo. Sufro bajo la miseria de nuestra época, pero no me considero llamado a guiar a los demás para escapar de ella; estoy dispuesto a recorrerla, como a través de un infierno, con la esperanza de hallar en el más allá una nueva inocencia y una vida más digna. Pero no estoy en condiciones de entregar ese más allá por un ahora y un aquí.

Por esta razón no creo que mi vida carezca de sentido, que no me guíe una misión. El perseverar en medio del caos, el poder esperar, la humildad ante la vida, aun cuando alarme por una aparente falta de sentido, también son virtudes, sobre todo en una época en la que son tan corrientes las nuevas elucidaciones de la historia universal, las nuevas orientaciones de la vida, los nuevos programas de todo orden.

Creo por cierto, más aún, tengo la plena certeza de que un crecido número de aquellos que se interesaron por mis obras durante un cierto tiempo, y para quienes fueron un estímulo, más tarde tuvieron que abandonarnos, a ellas y a mí, para no confundirse. Otros acuden a llenar el vacío dejado por los primeros y yo les ayudo a recorrer un tramo del camino hacia la hominización. Anhelo para los otros que sigan avanzando, que busquen y encuentren compañeros más fuertes que yo, que se aventuren por senderos más arriesgados. Yo debo quedarme en el mío, por dudoso que me pueda parecer a mí, y pueda parecer a otros, en estos momentos.

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HERMANN HESSE, Cartas escogidas, 1951. Edhasa, 1982. Traducción de María A. Gregor. [Tomado de Filosofía Digital, 07/05/2008]





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