"Si tuviera que elegir entre Francia y Giono, me quedaría con Giono"..
Henry Miller
La obra del francés Jean Giono (1895-1970), en alza, empieza a ser rescatada para los lectores de lengua española
Por Eduardo Berti
| Para LA NACION
Más conocida fuera de Francia que en su país natal, El hombre que plantaba árboles es una hermosa fábula que Jean Giono escribió a pedido de la revista Reader's Digest
en 1953, a punto de cumplir 58 años de edad. Narra la vida de un
solitario pastor que, tras perder a su único hijo y después a su mujer,
considera que la región se está muriendo porque le faltan árboles y se
dedica a plantar encinos, hayas y arces hasta lograr que todo cambie,
"incluso el aire". La revista, que le había pedido a Giono un texto
protagonizado por un personaje real, rechazó el cuento, porque dudaba de
la existencia del pastor. El relato fue publicado finalmente por la
revista Vogue y Giono, que al principio había negado la
invención de este personaje, terminó admitiéndola. "Siento mucho
decepcionarlo, pero Eleazar Bouffier es un personaje inventado",
escribió en 1957, en una carta al director del Departamento de Aguas y
Bosques de Digne-les-Bains. "El objetivo de esta historia es lograr que
se ame a los árboles o, más precisamente, que se ame plantar árboles (lo
que después de todo, es una de mis ideas más preciadas)."
En la última década, El hombre que plantaba árboles (suerte de manifiesto poético-ecologista) se ha convertido en un impensado best-seller. Si la consecuencia esperada por Giono era que la gente saliera a reforestar, el éxito de su fábula es relativo. Pero, en un nivel muy diferente, el libro de Eleazar Bouffier ha tenido otra consecuencia: la de volver merecidamente popular a su autor, aunque a un precio un poco alto: el árbol ha tapado el bosque (empleando una metáfora a medida) y el cuento, pese a su innegable encanto, eclipsó para muchos lectores no franceses el resto de una obra por momentos magistral y muy poco traducida al castellano, fuera de excepciones como la edición que Anagrama hizo de la novela El húsar en el tejado (1951) en el año 1995, mientras el director Jean-Paul Rappeneau estrenaba la versión cinematográfica, con Juliette Binoche y Olivier Martinez.
En estos últimos meses, dos nuevas traducciones de
obras de Giono acaban de aparecer y en ellas los árboles cumplen un
papel nada secundario. Se trata de dos libros muy distintos: mientras
que Un rey sin diversión (Impedimenta, traducción de Isabel Núñez) es una novela madura, los cuatro pequeños cuentos de El hueso de albaricoque
(Duomo Ediciones, traducción de Palmira Feixas) corresponden a la etapa
de aprendizaje. En ellos se descubre al Giono amante de la tradición de
Las mil y una noches , el Giono que alguna vez le dijo a André Gide que concebía la literatura como un narrador callejero obligado a
hechizar a su audiencia, a lo que Gide habría repuesto: "Si hiciese eso,
me moriría de hambre".
Un pequeño cuento incluido en El hueso
de albaricoque pinta
bien la fe de Giono en el poder persuasivo del narrador de cuentos. Un
hombre "humilde, pobre y feo" tiene el don de hipnotizar a sus
compañeros con relatos que hablan de "la belleza de las sultanas
enamoradas, la suavidad de la brisa que se desliza entre los
melocotoneros en flor" y demás cosas por el estilo. Sus compañeros
razonan: "¡Está loco! Él, tan feo, jamás ha sido amado por una sultana;
él, tan pobre, no tiene vergel, y no ve el sol más que un día a la
semana, si no llueve". Pero el hombre prosigue con los relatos y sus
compañeros lo espían una tarde, mientras regresa a su casa. "El hombre
se detuvo frente al puesto de un librero -escribe Giono-. Lo vieron
sacarse del bolsillo unas cuantas piezas de bronce ganadas con gran
esfuerzo a lo largo de la jornada, y comprar un libro: Vergel, sultana y sol ."
La novela Un rey sin diversión (1946), una de las obras más celebradas de Giono, casi al nivel de El húsar en el tejado , fue escrita en menos de siete semanas -aunque parezca mentira-, sin un plan previo. Logra hechizar desde las primeras páginas con la descripción de un árbol que el narrador compara con Apolo ("No es posible encontrar en un haya, ni en ningún otro árbol, una piel tan lisa ni de color más bello, una anchura más exacta, proporciones más justas, ni más nobleza, gracia y juventud eternal"), con el siguiente arribo del invierno ("A las nubes de octubre, ya ennegrecidas, se sumaron las de noviembre aún más negras, y luego las de diciembre, por encima, muy negras y cargadas. Todo se condensaba sobre nosotros, sin moverse") y con la anhelada caída de la nieve, omnipresente en casi todas las páginas: "Una hora, dos horas, tres horas; la nieve sigue cayendo. Cuatro horas; es de noche; se encienden los hogares; nieva. Cinco horas. Seis, siete. Se encienden las lámparas; nieva. Fuera, ya no tierra ni cielo, ni pueblo, ni montaña; no hay más que los montones hundidos de esa densa polvareda helada de un mundo que ha debido de estallar".
Pocos autores del siglo XX rinden a lo largo de su obra
un tributo tan vital a la naturaleza. Uno piensa en Willa Cather,
especialmente en su novela Mi Ántonia (casualidad o no, un personaje muy menor de Un rey sin diversión
se apellida Cather), porque, al igual que ella, Giono exalta la flora y
fauna sin caer en paraísos pastorales y mientras boceta personajes
humanos inolvidables, como el jefe de los gendarmes, Langlois, que posee
un don de comprensión más allá de lo normal. Henry Miller, que lo
admiraba, comparó a Giono con otro escritor estadounidense: William Faulkner. Es cierto que ambos crearon su "propio territorio" (un "sur
imaginario", decía Giono) con esa suerte de mirada bíblica que también
se detecta en el primer García Márquez; pero la prosa de Giono en sus
novelas posteriores a 1940 es más contenida, sus frases son menos
sinuosas y muestran incluso, en libros como Les grands chemins (1951), una parquedad digna de Hemingway.
Alguna vez le preguntaron a Giono por qué sus novelas escritas tras la Segunda Guerra Mundial eran tan distintas de las previas. Su respuesta fue que toda esa variedad siempre había estado presente en él, pero que los lectores no la conocían. Una especialista en su obra (Claudine Chonez) ha dicho que la gran diferencia estriba en el estilo, que libro a libro pierde énfasis y privilegia la concisión en reemplazo de las "grandes frases". Al mismo tiempo, mientras que en el primer Giono -el autoproclamado "artesano de imágenes" de Colline (1929) o, más aún, de El canto del mundo (1934)- hay una celebración whitmaniana de las fuerzas naturales (largas enumeraciones que son, en efecto, un canto al mundo), en los libros posteriores es más frecuente hallar imágenes pesadillescas y escenas de crueldad humana como las que suscita la epidemia de cólera de El húsar en el tejado, novela cuyas descripciones de cadáveres y aldeas abandonadas presentan una belleza perturbadora, una poesía de la violencia y de la muerte que hace pensar en los recuerdos de la Primera Guerra Mundial que se leen en testimonios de ex combatientes, como Louis Barthas.
Las dos grandes guerras del siglo XX fueron
determinantes en la vida y obra de Giono. Tras combatir en la Primera, a
la que le consagró Le grand troupeau (1931), abandonó el comunismo, se
volcó al pacifismo y publicó alegatos antibélicos: No puedo olvidar a
Refus d'Obéissance. "Nada nos consolará de aquella guerra -escribió-.
Por eso yo me arrojé salvajemente al lado del árbol, de la nieve y de la
bestia." Un profundo malentendido hizo que se lo acusase de
colaboracionista durante la Segunda Guerra. Se lo excluyó del Comité
Nacional de Escritores Franceses y no fue rehabilitado hasta 1950.
Tras la Segunda Guerra Mundial, Giono se lanzó a escribir dos ciclos novelísticos diferentes: el que inauguró El húsar. es de influencia stendhaliana, colmado de viajes y peripecias (no es azaroso que Giono tradujera al francés La expedición de Humphry Clinker, de Tobias Smollet, pieza clave de la picaresca inglesa) y tiene como protagonista a un piamontés llamado Angelo, inspirado en la figura del abuelo del escritor: un italiano que llegó a trabajar en una empresa que el padre de Émile Zola tenía en Aix-en-Provence. El segundo ciclo novelístico, el que se inaugura con Un rey sin diversión, lo concibió en principio como una suerte de ópera bufa para "hacer dramas con personajes cómicos". La intención original de Giono era que estas obras "alimentarias" fueran escritas al vuelo, con una narración más lineal y un estilo "más seco" (sin tantos excesos líricos), pero el segundo ciclo terminó siendo tanto o más relevante que el otro.
Suele resumirse que el así llamado "ciclo del húsar"
(que completan Angelo, Le bonheur fou y Mort d'un personnage) pone más
énfasis en el hombre, mientras que el ciclo de las crónicas (que incluye
libros como Le Moulin de Pologne) pone más énfasis en la naturaleza.
Más allá de las posibles diferencias, muchos puntos unen a El húsar. con
Un rey., tal vez porque este último fue escrito durante una pausa (un
periodo de incertidumbre) en el extenso proceso de concepción del
primero. Las dos novelas muestran cómo una pequeña ciudad de Provenza
sufre un hecho singular (una epidemia en el primer caso, una ola de
delitos misteriosos en el segundo) y recibe la llegada de un forastero
(el italiano Angelo o el misterioso Langlois) que, típico héroe de
Giono, parece en fuga o en busca de algo. Las dos novelas están pobladas
de seres solitarios que hablan a regañadientes, para "sentir la
presencia del otro" y que surgen como "manchas", como cosas poco menos
que excepcionales, en medio de un vasto paisaje de cuestas, valles y
bosques en el que debe hacerse un esfuerzo colosal para que los ojos se
adapten al pasar de una zona de luz a otra de sombra.
Griegos y latinos en Manosque
El centro del universo ficcional de Giono es su ciudad
natal, Manosque (a unos setenta kilómetros de Marsella), y los pueblos
aledaños: Banon, Peyruis, Carpentras, Vachères, Sisteron. Una zona
donde, escribió, "colina tras colina, se asciende por una ladera, se
desciende por otra, pero cada vez se baja menos de lo que se ha subido".
Un viejo documental en blanco y negro muestra a un Giono corpulento,
severo pero bonachón, en su querido Manosque. Juega con una pipa entre
los dedos gruesos; va a la imprenta de su pueblo y lo reciben con
palmadas en la espalda; más tarde, con una delicadeza propia de los
hombres fuertes, se sienta a escribir en su casa con una pluma. Teje una
hilera de letras diminutas en un bloc de hojas sueltas. A sus espaldas
se aprecia la biblioteca donde -cuentan- predominaban los antiguos
griegos y latinos (en especial los bucólicos: Teócrito, Hesíodo,
Virgilio), comprados en ediciones baratas gracias a su sueldo de
empleado bancario.
Estas lecturas fueron decisivas para que Giono,
"autodidacta y sin contacto alguno con el mundo intelectual" -como lo
retrata Mireille Sacotte en el prefacio a El hueso de albaricoque-,
forjase en los años 30 una trilogía (Colline, Régain y Un de Baumugnes)
inspirada en Pan, el semidiós de los pastores de Arcadia, y
especialmente en la idea panteísta de que todo es Dios o, en otras
palabras, que el universo, la naturaleza y Dios son lo mismo. Desde
estas primeras obras, Giono expresó la presencia de lo sagrado, de las
fuerzas oscuras e incontrolables que sobrepasan al hombre y que
suscitan, incluso, su pánico: cataclismos y desastres naturales, aparte
del salvajismo humano. "Místico materialista", como lo define Chonez,
Giono rechaza la noción del "buen salvaje" y se siente más sensible al
"misterio del universo" que a la idea de Dios.
Se ha dicho que Giono viajaba por medio de su
biblioteca, de su mitología personal y de su imaginación, ya que, por lo
demás, prefería quedarse en su región natal, de modo que su Viaje por
Italia, de 1951, fue algo más bien excepcional. Como su autor, las
metáforas e imágenes viajan poco en Un rey sin diversión y las
comparaciones encuentran sus símiles en el mundo circundante: una cabeza
es "redonda como una calabaza", el cielo es "azul como una carreta
nueva", ciertas alfombras son densas como el heno cortado.
El habla y el ingenio popular están presentes por
doquier; la oralidad llega a extremos fascinantes en Les grands chemins,
pieza fundamental de las crónicas, y descuella en Un rey sin diversión,
novela en la que se suceden diferentes narradores (todos muy
entrometidos, no todos capaces de comprender a fondo lo que ocurre) y en
la que buena parte de la historia es relatada por una mujer apodada
Salchicha.
Aun cuando emplea un narrador que no es un personaje,
Giono elude la intermediación convencional y pinta ese mundo tal como lo
expresarían sus habitantes. Todo esto lo acerca por momentos y no sin
cierto peligro al lugar común ("brillaba como chorros de oro", "parecía
recién salido de un huevo"), pero en torno a estas expresiones
cotidianas la escritura del mejor Giono es sublime. Podría afirmarse
incluso que, a mayor escala, sus novelas hacen lo mismo: lo que en la
pluma de otro autor depararía un realismo más o menos convencional, una
simple serie de novelas campesinas o regionales, acaba arrojando una
obra claramente singular, que no les teme a las tramas abiertas ni a la
mezcla de géneros y registros. Giono, que en su diario se alienta a
"inventar y construir siempre con originalidad", decía que el mero
costumbrismo lo aburría y que buscaba (y encontraba) libertad en la
desmesura.
Tras una primera parte próxima a la novela policial, Un
rey sin diversión se nutre muy pronto de elementos dignos de un cuento
moral o de un relato de aventuras. Lo simple es engañoso en Giono y
esconde una visión compleja del mundo: "Las motivaciones para los actos
humanos son complicadas y diversas", dijo cierta vez explicando el
escaso análisis psicológico en sus crónicas. "Lo mejor para el narrador
es que se limite a la simple exposición de los hechos."
Tras la temprana lectura de los griegos (y tras El libro de la selva, de Kipling), Giono adoptó a Melville como uno de sus grandes modelos literarios. Tradujo Moby Dick por primera vez al francés, en colaboración con su gran amigo Lucien Jacques, y publicó casi enseguida, en 1941, el libro Homenaje a Melville, donde, como les ha sucedido a muchos escritores, hablando de cierta obra ajena tejió su propia teoría estética. Persuadido de que una de las funciones del novelista es -como quería Joseph Conrad- hacer ver, Giono narra allí un viaje en coche en el que Melville se enamora de una joven inglesa y, decidido a impactarla, le describe la poesía del mundo. "¿Había visto ella alguna vez un bosque semejante al que él le hacía ver? No", sostiene Giono. Lo mismo podría decirse del narrador que se pasea junto con Eleazar Bouffier, el hombre que plantaba árboles; lo mismo podría decirse del lector de Un rey sin diversión, que se topa, maravillado, con árboles que "hacen crujir incansablemente en la sombra pequeñas matracas de madera seca" o con un montículo "sobre el cual, por las grietas entre las casas derrumbadas, veíamos erguirse las ruinas de algo que debía de haber sido importante en su momento". Esos momentos tan concretos y sensuales, nada raros en sus novelas, permiten entender por qué Henry Miller llegó a afirmar: "Si tuviera que elegir entre Francia y Giono, me quedaría con Giono"..
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Que bueno , que pusieron toda la historia de la fabula y del escritor, y del hombre que plantaba arboles. hermoso. Saludos.
ResponderEliminarMuchas gracias Maelgi por tu visita y disculpa la tardanza en responder.
ResponderEliminarEsos momentos tan concretos y sensuales, nada raros en sus novelas, permiten entender por qué Henry Miller llegó a afirmar: "Si tuviera que elegir entre Francia y Giono, me quedaría con Giono".100% de acuerdo con Henry Miller. Que maravilla Giono, llevo los relatos costumbristas a un dimension digna del olimpo. Y entendió a fondo la importancia de la naturaleza.....Bravo GIONO.
ResponderEliminarGracias por vistarnos Rolando y por dejar tu comentario. Ten un día bueno.
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