Esbozo autobiográfico
Siento mucho no haber tenido un existencia más excitante, que me hubiera permitido ofrecer un esbozo autobiográfico de mayor interés, pero soy una de esas personas que tienen pocas aventuras, de las que siempre llegan al incendio cuando el fuego se ha extinguido.
Nací en Pekín en los tiempos en que mi padre era asesor militar de la emperatriz de la China, y viví allí, en la Ciudad Prohibida, hasta los diez años. El íntimo conocimiento del idioma chino, que adquirí durante esos años, me ha resultado muy útil, sobre todo en el adelanto de dos de mis estudios favoritos: la filosofía y la cerámica chinas.
A poco de que mi familia regresara a los Estados Unidos fui secuestrado por unos gitanos, que me retuvieron casi tres años. No me trataban mal y en muchos respectos esa vida me atraía, aunque eventualmente escapé y regresé a casa de mis padres.
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Incluso hoy, pasados muchos años, recuerdo con nitidez la noche tormentosa de mi escapatoria. Pedro, el rey de los gitanos, siempre me recluía en su tienda de campaña donde él y su mujer me podían vigilar por las noches. Pedro tenía un sueño muy ligero, lo que siempre constituyó un obstáculo en extremo arduo de salvar para mis intenciones de evadirme de las garras de mis captores.
Esa noche la lluvia, el viento y el trueno me ayudaron. A la espera de que Pedro y su mujer se durmieran, comencé a escurrirme hacia el borde de la carpa. Mientras pasaba junto al rey una de mis manos se posó sobre un duro objeto de metal que yacía a su lado: era su daga. En ese mismo instante despertó. La vívida luz de un relámpago iluminó el interior de la tienda, y vi los ojos de Pedro fijos sobre los míos.
Tal vez fue el miedo lo que me motivó, o tal vez la pura rabia contra mis secuestradores. Mis dedos se cerraron sobre la empuñadura de la daga, y en la oscuridad que siguió al relámpago hundí la delgada hoja de acero hasta el fondo de su corazón. Era el primer hombre que mataba; murió sin decir ni mu.
Mis padres se alegraron con mi regreso, pues hacía tiempo habían perdido toda esperanza de verme de nuevo. Durante un año viajamos por Europa, donde las enseñanzas de un tutor resultaron tan eficaces a la hora de retomar mi interrumpida educación que a la vuelta pude ingresar a la Universidad de Yale.
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Mientras estuve en Yale obtuve algunos triunfos en cuestiones deportivas, que se sumaron a mis títulos en boxeo de peso pesado y lucha grecorromana; en el último año fui capitán de los equipos de fútbol y de remo. Graduado summa cum laude, estuve dos años en Oxford y luego regresé a los Estados Unidos y me alisté en el ejército en procura de un puesto de oficial.
Pasados dos años obtuve el rango de subteniente y fui adscrito al Séptimo Regimiento de Caballería. Mi primer servicio activo fue con el general Custer en la batalla de Little Big Horn, de la cual fui el único sobreviviente.
La manera como escapé a la muerte durante la masacre es casi milagrosa. Mi caballo había sido ultimado, de modo que yo estaba peleando a pie con los restos de la tropa bajo mi mando. Sólo puedo adivinar lo que realmente ocurrió, pero creo que la bala que me dio en la cabeza ha de haber pasado antes a través de la cabeza del hombre que había frente a mí, de modo que me llegó con un mínimo de fuerza, apenas el suficiente para aturdirme.
Caí redondo entre dos piedras; y luego un caballo recibió un tiro y cayó encima de mí, de modo que su cuerpo sobre el mío me escondía de los ojos del enemigo, al tiempo que las piedras evitaban que me aplastara. Al recobrar el conocimiento había oscurecido, por lo que me escurrí de debajo del caballo y conseguí escapar.
Tras la deriva de seis semanas que duró mi esfuerzo por eludir a los indios y regresar con mi gente, llegué hasta un puesto de avanzada del ejército, pero cuando quise reincorporarme al regimiento me dijeron que yo estaba muerto. La consecuente insistencia sobre mis derechos condujo a un arresto por suplantar a un oficial. Todos los miembros de la corte me conocían y deploraban profundamente la acción que se veían obligados a tomar; pero yo estaba oficialmente muerto, y regulaciones son regulaciones. Con ser que llevé el asunto hasta el Congreso, no tuve mejor suerte allí; y finalmente me vi obligado a cambiar de nombre, optando por el que ahora llevo, amén de que debí empezar una nueva vida.
Durante varios años luché contra los apaches en Arizona, pero la monotonía del asunto me agobió, de modo que recibí con inmensa alegría el telegrama del finado Henry M. Stanley en el que me invitaba a sumarme a su expedición africana en procura del doctor Livingstone.
Acepté de inmediato y asimismo puse quinientos dólares a su disposición, con la condición, eso sí, de que mi nombre o mi conexión con la expedición se mantuvieran en secreto, pues siempre he huido de la publicidad.
A poco de llegar a África me extravié de la expedición y fui capturado por los árabes de Tippu Tib. La noche en que me iban a ejecutar escapé, pero una semana después caí en manos de una tribu de caníbales. Mi largo y rubio cabello, así como mi bigote y mi barba ondulantes del mismo tono, los sobrecogieron a tal punto que me asignaron la deferencia temerosa que reservaban para sus dioses y demonios primitivos.
No pretendían hacerme daño pero así y todo me tuvieron prisionero por tres años. También tenían en cautiverio a varios grandes antropoides de una especie que creo es totalmente desconocida para la ciencia. Los animales eran de tamaño enorme y poseían una gran inteligencia; y durante el cautiverio aprendí su lenguaje, el cual habría de venirme muy a mano cuando muchos años después decidí relatar algo de esa experiencia en forma de ficción.
Finalmente conseguí escapar del pueblo de caníbales y me dirigí hacia la costa, donde, sin un céntimo y sin amigos, me embarqué en un velero que iba rumbo a la China.
Habiendo naufragado en costas de Asia, eventualmente me abrí camino por tierra hacia Rusia, donde me alisté en la caballería imperial. Un año más tarde fue mi buena fortuna matar a un anarquista que iba a asesinar al zar, servicio por el cual fui ascendido a capitán y asignado al cuerpo de guardaespaldas imperiales.
Fue estando al servicio de Su Majestad donde conocí a mi esposa, una dama de compañía de la zarina; y recién casados, cuando murió mi abuelo y me dejó de herencia ocho millones de dólares, decidimos venir a América a vivir.
Con las fortunas conjuntas de mi esposa y mía, yo no necesitaba trabajar, pero no podía tampoco estar ocioso, de suerte que me puse a escribir, más como un pasatiempo que como una vocación.
Vivimos en Chicago por unos cuantos años y luego nos mudamos al sur de California, donde hemos vivido más de trece años en este abrevadero ahora famoso llamado “Tarzana”.
Tenemos once hijos, diecisiete nietos y tres biznietos.
He probado la fama... No es nada. Hallo la felicidad más completa cuando estoy a solas con mi violín.
Julio 9 de 1932
El Malpensante, N° 7, Bogotá, noviembre-diciembre de 1997, pp. 85-86. Traducción de Andrés Hoyos.
Tomado de El ojo en la paja
Tomado de El ojo en la paja
20/06/2024
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