El principio del fin o la fuente de la esperanza.
"Somos criaturas que sólo pueden encontrar su perfección estableciendo una relación".
Una conversación entre Iván Illich y David Cayley
Una conversación entre Iván Illich y David Cayley
Entrevista a Iván Illich
Paul Celan
Versión de José Pérez Gay
En los ríos
En los ríos, al norte del futuro,
tiro la red, que tú, indecisa,
llenas con sombras
escritas por las piedras.
tiro la red, que tú, indecisa,
llenas con sombras
escritas por las piedras.
Paul Celan
Versión de José Pérez Gay
Paul Celan |
Conversación con David Cayley
Traducción de Jean Robert
En las conversaciones que hacia el final de su vida Iván Illich (Viena, 4 de septiembre de 1926 - Bremen, 2 de diciembre de 2002) tuvo con David Cayley y que póstumamente se publicaron bajo el título de un poema de Paul Celan, The Rivers North of Future, Illich reveló las fuentes espirituales de las que emanó su crítica historicofilosófica. Para Illich, como lo mostró en su primera conversación con Cayley, la sociedad moderna, con sus instituciones de servicio, es fruto de la Iglesia que, al institucionalizar la caridad, corrompió la novedad de libertad y de amor que Cristo trajo al mundo. En la conversación que ahora publicamos, Illich habla de la fuente de la esperanza que florece en medio de estos tiempos que define como apocalípticos, no en el sentido de desastre, sino en el original de revelación.
David Cayley: He revisado varias veces mis transcripciones de nuestra entrevista de hace dos años y hay algunos puntos que quisiera clarificar. En aquella conversación, tú volvías constantemente a la idea del misterio del mal del cual habla Pablo en su Carta los tesalonicenses. Desde entonces, he releído las epístolas de san Pablo y me parece que lo que está diciendo es que la Encarnación, para decirlo así, es el principio del fin. Algo ocurrió que cambió cada cosa irreversiblemente.
Iván Illich: Sí, y dice una cosa que, para mí, es un gran consuelo: que soportaba su sufrimiento –digamos que era la epilepsia– para cumplir lo que aun falta y retrasa el final. Parafraseando a Pablo: soportar las molestias de mi prójimo con humor y devoción podría ser la paja que aun falta. Cada vez que uno de nosotros se asocia a los sufrimientos de Cristo, podría suscitar el fin. Es una idea maravillosamente consoladora y Pablo afirma –con razón creo– que cada uno está invitado a contemplar el curso de su propia vida a la luz de esta idea. Puede ser que tú y yo estemos contribuyendo a ello en éste mismo momento.
Tengo en mi
muñeca éste curioso reloj con una manecilla que indica los segundos al son de
un casi imperceptible tic-tac. Me incita a preguntarme si el tic siguiente será
el último. Conoces la historia del viejo rabino que Eric Fromm no se cansaba de
contar. La mujer del rabino le dice: “Tengo que lavar tus calcetines”. Así que
él se quita un zapato y le da un calcetín. Su mujer le dice: “¿No quieres darme
el otro?” “No”, dice él, “jamás me quito mis dos zapatos al mismo tiempo.
Quiero estar listo para cuando venga el Mesías”.
David Cayley: Pero, ¿qué es
lo que ha cambiado con la Encarnación? ¿Por qué es el comienzo del fin?
Iván Illich: Cuando María dio
a luz el Verbo de Dios en la carne, algo ocurrió cósmicamente, algo que, hasta
éste momento, había ocurrido cada vez que una mujer traía al mundo el niño que
esperaba y probaba a los otros que su embarazo había sido real. Este nacimiento
cumplía las profecías, legitimaba los balbuceos de los profetas de la única
manera en qué, hasta el siglo XX, un embarazo podía ser legitimado: post
partum, por la presencia del niño. Eso es la primera cosa que ha cambiado.
La segunda es que, desde este momento, todo acto profético, toda palabra que lo sea ya no expresa una simple esperanza, sino la fe en la presencia carnal de Dios. Cuando interpreto textos del siglo XII para los estudiantes, colegas y auditores de mi curso, la mayoría de ellos debe considerar lo que digo como fantasía o ideología; me preguntan: “Entonces, según usted, ¿los cristianos creen que un hombre es Dios?” En cuanto a los cristianos mismos, ellos no suelen hacer esta pregunta.
He oído a católicos y anglicanos hablar sobre este
tema, y sé que presentan las cosas de manera inversa: para ellos, Dios es
primero. Pero, para José, el niño es quien vino primero. En nuestro tiempo, le
fe en la Encarnación puede florecer precisamente en la medida en que la fe en
Dios se ha oscurecido y que cada uno de nosotros es conducido a descubrir a
Dios en el otro. Eso me parece importante –más importante que nunca– frente a
la oscuridad que recientemente los científicos han difundido al decir que
ciertos rasgos físicos y matemáticos del universo llevan a postular, como una
hipótesis que les parece muy fecunda, a un Dios –un Dios construido– atrás del
Big Bang.
Ante eso sólo puedo reír y decirles: “Vengan, miremos un pesebre”, y
tratar de explicarles lo que es un pesebre, recordando a las madres que, en
muchos de los países que conozco, envuelven a su hijo en un harapo en la
esquina de una calle horas después de su nacimiento.
David Cayley: En nuestras
conversaciones anteriores, tú decías también que, con la Encarnación, el pecado
había cambiado de sentido. Me gustaría oír más al respecto.
Iván Illich: A mi manera de ver, Cristo abrió nuestros ojos de manera única y definitiva sobre la relación entre David e Iván aquí y ahora o, si prefieres decirlo así: entre un “yo” y un “tú”. Antes de que Cristo la revelara, no existió la posibilidad de esa forma de relación aun si pudo haber cosas ligeramente parecidas. Estoy cada vez más convencido de poder defender este argumento ante cualquiera que quiera ser mi adversarius. En el curso de una de nuestras últimas conversaciones, evocamos al samaritano –un palestino que no adoraba a Dios en el Templo de Jerusalén– que ve a un judío tendido, herido, al lado del camino y se vuelve hacia él. Al igual que el samaritano, somos criaturas que sólo pueden encontrar su perfección estableciendo una relación. Esta relación parece arbitraria a los ojos de todos, salvo del samaritano mismo, porque él responde al llamado del judío golpeado.
Pero esta relación, tan pronto se ha establecido, puede ser rota y denegada. Una forma de infidelidad, de desprecio, de frialdad que no existía antes de que Jesús lo revelara se ha vuelto posible. Antes de esta revelación, el pecado, en este sentido, no existía: sin el vislumbre de la mutualidad, la posibilidad de su denegación y destrucción era impensable. Una nueva forma de lo que debe o debería ser se estableció. Este “debe ser” no está ligado a ninguna norma; tiene un telos. Está orientado hacia alguien, alguien carnal, pero no según una regla. Hoy en día, las personas que se ocupan de ética o de moralidad se han vuelto incapaces de no hablar de normas. Para ellas, el “debe ser” tiene que estar encadenado a las “normas”.
David Cayley: En nuestra
conversación anterior, tú te opusite vigorosamente a mi uso del término
“poscristiano” para caracterizar nuestro tiempo. Me dijiste: no, nuestra época
no es poscristiana, es apocalíptica. ¿Qué significa vivir en un mundo
apocalíptico?
Iván Illich: Al no querer
calificar nuestra época de poscristiana y al insistir sobre su carácter
apocalíptico, me definí en cierta manera como un discípulo de Santo Tomás deAquino. Así entiendo yo su expresión per fidem quaerens intellectum y per
intellectum quaerens fidem : buscar mediante la fe una comprensión del tiempo
desde Belén y tratar de entender con la inteligencia los dos primeros milenios
cristianos. El mundo cambió para siempre por la aparición de una comunidad –y la
palabra “comunidad” siempre define un “aquí” y un “allá”– fundada por completo
sobre la contribución de cada uno, cualquiera que sea su rango, a la
conspiratio del beso litúrgico. Una comunidad, por lo tanto, creada por un
intercambio físico y no por alguna referencia cósmica o natural. Cuando un
“nosotros” puede advenir como resultado de una conspiratio –literalmente, un
soplo compartido–, estamos ya fuera del tiempo. Vivimos ya en el tiempo del
Espíritu.
Una consecuencia de ello es la aparición de un nuevo tipo de mal que
llamo el pecado. El pecado difiere radicalmente de cualquier forma de “nobien”
que se pueda concebir en términos seglares. Es también distinto de las viejas
ideas sobre el “no-bien”, concebido como lo no armónico, inconveniente, no proporcional.
Estos términos son insuficientes para expresar el tipo de mal que es el pecado.
Hoy vivo en un mundo en el que el mal ha sido remplazado por el desvalor. Nos
enfrentamos a algo que, en alemán, lengua tan propensa a las combinaciones de
palabras, he podido llamar Entbösung, “desdiabolización”. Cuando la lancé en
Alemania hace unos veinte años, esta palabra hizo reír. No puede haber
desarmonía en un piano bien templado; no puede haber edificios inarmónicos una
vez que se perdió la idea de los órdenes de la arquitectura, como lo mostró
Joseph Rykwert en su libro The Dancing Column. Así que en este periodo
apocalíptico de dos mil años, hubo primero una pérdida del sentido tradicional
del mal, una “desdiabolización” seguida, en nuestros días, por algo que, no
encontrando un término mejor, llamaría “concretud desplazada” o quizás
“matematización” o “algoritmización”; lo que Uwe Poerksen trata de captar con
su idea de “palabras plásticas”. Durante un milenio y medio, todo nuestro
pensamiento social y político se basó en la secularización del samaritano, es
decir, en la “tecnologización” de la pregunta: “¿Qué hacer cuando el afligido
me sorprende de repente en el camino?” ¿Respondí tu pregunta?
David Cayley: Trato de
parafrasearlo: la “desdiabolización” que resulta de la pérdida del sentido de
la proporción sólo se hizo posible después de que Jesús ampliara el horizonte
de lo posible mediante la respuesta que dio a los fariseos… Tú decías que toda
la era posBelén es apocalíptica por definición…
Iván Illich: Sí, pero en el
uso moderno el término “apocalíptico” significa una especie de desastre. Para
mí significa revelación o develamiento. Nuestra conversación de hace dos años,
que queremos profundizar ahora, trataba de mi hipótesis de que la corrupción de
lo mejor es lo peor. Pero cuidado: esta hipótesis implica también que el
esfuerzo de la Iglesia por conferir poder temporal, visibilidad social y
permanencia al ejercicio de la ortodoxia, a la fe justa y a la caridad
cristiana, no es en sí anti-cristiano. A mi manera de entender los Evangelios,
que comparto con muchos otros, parten de la kenosis, de la humillación a la que
Dios condesciende cuando se hace hombre y funda o genera el cuerpo místico con
el que la Iglesia se identifica; este cuerpo místico es algo ambiguo. Por un
lado, es la fuente de la continuidad de la vida cristiana en la que los
individuos, actuando solos y juntos, pueden vivir la fe y la caridad. Por otro,
puede ser la fuente de la perversión de esta vida mediante la
institucionalización que transforma la caridad en una conducta seglar y la fe
en una práctica obligatoria. ¿Por qué lo digo? Porque creo que la única forma
en que puedo mantener la esperanza frente a los acontecimientos que ocurrieron
durante los años de mi vida consiste en decir: la bondad y el poder de Dios
brillan más gloriosamente que nunca en el hecho de que puede tolerar –volveré
sobre éste término– el carácter mundano de su Iglesia, semilla de la que
germinaron las organizaciones de servicios modernas.
Para decirlo en palabras más fáciles: por mi parte, creo que no vivo en un mundo poscristiano, sino apocalíptico. Vivo en el kairos en el que, por su propia culpa, el cuerpo místico de Cristo está constantemente crucificado como lo fue su cuerpo físico que resucitó en Pascua. Por ello, espero que el de la Iglesia resucite de la humillación que ella misma se infligió por haber engendrado el mundo de la modernidad.
La Resurrección está atrás de nosotros. Lo que hemos de esperar ahora no es la resurrección del Señor ni la asunción física de Nuestra Señora María al cielo –ésta extraña muchacha que no he podido dejar de tomar como mi ideal desde que era muchacho–. Es la resurrección de la Iglesia; y cuando digo que creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna, la resurrección de los muertos es, para mí, la resurrección de la Iglesia. Hace dos años, tú viniste a verme diciendo que querías hablar conmigo de la corruptio optimi quae est pessima, de ese aforismo latino que dice que la corrupción de lo mejor es lo peor. Cada vez que busco las raíces de una de las certidumbres de la modernidad, encuentro su origen en lo que llamamos el segundo milenio: una excrecencia de la Iglesia que me aparece, no una realidad poscristiana, sino una realidad cristiana pervertida. El término “poscristiano” podría entenderse como un retorno a una inocencia renovada en la que el mal volvería a ser el simple mal, sin el pecado. La manera como juzgo y espero aceptar las instituciones modernas no es como simples males, sino como expresiones del pecado: intentos de realizar, por medios humanos, lo que sólo Dios, llamándolo a través del judío herido, podía dar al samaritano: la invitación a actuar con caridad.
Para decirlo en palabras más fáciles: por mi parte, creo que no vivo en un mundo poscristiano, sino apocalíptico. Vivo en el kairos en el que, por su propia culpa, el cuerpo místico de Cristo está constantemente crucificado como lo fue su cuerpo físico que resucitó en Pascua. Por ello, espero que el de la Iglesia resucite de la humillación que ella misma se infligió por haber engendrado el mundo de la modernidad.
La Resurrección está atrás de nosotros. Lo que hemos de esperar ahora no es la resurrección del Señor ni la asunción física de Nuestra Señora María al cielo –ésta extraña muchacha que no he podido dejar de tomar como mi ideal desde que era muchacho–. Es la resurrección de la Iglesia; y cuando digo que creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna, la resurrección de los muertos es, para mí, la resurrección de la Iglesia. Hace dos años, tú viniste a verme diciendo que querías hablar conmigo de la corruptio optimi quae est pessima, de ese aforismo latino que dice que la corrupción de lo mejor es lo peor. Cada vez que busco las raíces de una de las certidumbres de la modernidad, encuentro su origen en lo que llamamos el segundo milenio: una excrecencia de la Iglesia que me aparece, no una realidad poscristiana, sino una realidad cristiana pervertida. El término “poscristiano” podría entenderse como un retorno a una inocencia renovada en la que el mal volvería a ser el simple mal, sin el pecado. La manera como juzgo y espero aceptar las instituciones modernas no es como simples males, sino como expresiones del pecado: intentos de realizar, por medios humanos, lo que sólo Dios, llamándolo a través del judío herido, podía dar al samaritano: la invitación a actuar con caridad.
David Cayley: Mircea Eliade,
un autor que yo solía leer de joven, hablaba de la “valorización cristiana del
tiempo”. Después de Belén, como lo acabas de decir, el tiempo, para los
cristianos, deja de ser cíclico y adquiere una dirección definitiva e
irreversible. Y ésta dirección, según Eliade, ha sido preservada hasta por los
descendientes seglares de la cristiandad, como por ejemplo el marxismo que, en
cierto sentido, no deja de esperar el final. Pero en los últimos quince o
veinte años, la gente empezó a adoptar el término de “posmodernidad”, que
sugiere un retorno al tiempo cíclico o a la inocencia renovada de la cual tú
hablas.
Iván Illich: Si lo entiendo
bien, me estas lanzando un anzuelo para que, al morderlo, te revele mis
reflexiones o hasta mis sentimiento sobre el estado de ánimo propio de lo que
se ha llegado a llamar poesía, novela y filosofía posmodernas. Lo tomaré como
una pregunta sobre la transformación de la dimensión temporal o temporalidad en
el curso del tiempo transcurrido desde nuestro nacimiento. ¿Cómo la especie de
desfiladero al que entramos en el curso de los años 1970 afectó nuestro sentido
de lo que, a falta de mejores palabras, llamaré temporalidad, espacialidad y
frontera, los tres inevitablemente ligados? Para hablar de la transición, de la
transformación, de la grotesca metamorfosis a la que aludes –ambos entendemos
de qué se trata, aún si ni tú ni yo podemos decir con toda precisión lo que es,
una dificultad inherente al tema– debo, por mi parte, empezar por examinarlo
históricamente.
¿Cuándo empezó a ser lo que es ahora? Una vez que afirmamos que las cosas son históricas, que tendrán o tienen un final, aunque sólo sea en la mente, las percepciones, el cuerpo y la respiración de ciertas personas, ya implicamos y afirmamos que, en cierto momento, tuvieron un inicio, porque la temporalidad, la espacialidad y el tipo de frontera que hacían parte del bagaje de certidumbres de nuestra juventud y, más aún, de la juventud de nuestros padres, es de una especie para la que ni el medioevo ni las épocas anteriores tenían el sentido o el gusto. La manera más sencilla de hacerme entender es quizás contándote un encuentro internacional de planificadores-proyectistas o designers al que recientemente me invitaron a pronunciar el discurso inaugural. Para hacer bien las cosas, me llevé a dos amigos y colegas. Este encuentro tuvo lugar en Ámsterdam, en un teatro afelpado de color rojo. Los organizadores recomendaban que, debido a la importancia de desacelerar nuestros ritmos de vida, los “proyectistas del futuro”, o designers, debían incluir en sus proyectos la categoría de velocidad. El siglo XXI, argumentaban, debe ser más que rápido, lento; debe pertenecer a los Trabajadores-Lentos-pero-Mejores, otra de esas fantasías destinadas a saludar el nuevo milenio. El argumento que yo trataba de defender se enunciaba así: soy historiador y sé que el mismo concepto de velocidad no existía antes de Galileo. Cuando Galileo concibió por primera vez la idea de metros por segundo o, más precisamente, de distancia recorrida en determinado tiempo, sabía que, al tomar como entidades separadas el tiempo y el espacio y recombinarlas en forma novedosa, rompía un tabú. El aquí y el ahora estaban tan íntimamente ligados en el hic et nunc que, antes de Galileo, era imposible hablar de uno sin hablar del otro. Galileo pretendió que podía observar el tiempo aparte del espacio. ¿Y qué? Todo el mundo lo sabe y lo ha hecho siempre. ¡No! Tuvo las mayores dificultades en hacerse entender. El análisis de está recombinación del tiempo y del espacio, después de haberlos separado, requirió del invento del cálculo diferencial de Leibniz y Newton. Hoy, el concepto de tiempo en el que descansaba la modernidad está en crisis, tanto en la física moderna, como en la filosofía y la biología modernas. No hay duda sobre ello. Mi argumento es que el concepto moderno de tiempo jamás tuvo relación con la duración vivida, con el “para siempre” del voto matrimonial, por ejemplo, que no significa “sin fin”, sino “ahora, totalmente”. En mis cursos, para invitar a mis estudiantes a recobrar algo de la experiencia de un tiempo sin relojes, pido que uno de ellos me haga una señal cuando sea tiempo de una “pausa-pipi”. Debemos reaprender un tipo de ascesis que nos permita saborear el aquí y el ahora como un lugar, un aquí que está entre nosotros ahora, como el Reino. Eso es una tarea de las más importantes si queremos salvar lo que queda en nosotros del sentido de la significación, de la metáfora, de la carne, de la mirada.
Pero es precisamente aquí donde me encuentro en dificultades. El hambre de un sentido del aquí cultivado ascéticamente es muy intenso, y por lo que sé de las oleadas de posmodernismo a las que usted se refiere, podría decir que una sed de vivir de esa manera forma parte de la atmósfera de la época. Este deseo nace de un sentimiento de impotencia inducido por la tecnología en relación con el ahora. Está tomando el lugar del afán de planificarlo todo y de esperarlo todo del futuro que prevalecía en la generación anterior. Pero, para mí, esta hambre tiene un sabor a abdicación, a dejarse ir, a indisciplina. Lo que quiero cultivar en mí mismo y con mis amigos, no es la impotencia, sino la renuncia al poder, una renuncia impregnada por la percepción del aquí y del ahora entre el judío y el samaritano.
Quizá Tomás de Aquino pueda ayudarnos a clarificar las cosas. En su tan frágil y única manera –con algunos de mis amigos, creo que el tomismo es como un delicado florero, algo glorioso, pero fácil de romper cuando se le arranca de su época– , Tomás dice muy claramente que, para pensar la temporalidad, hay que distinguir, por una parte, entre el tiempo y la eternidad sin comienzo ni fin y, por otra, un tercer tipo de duración que él llama aevum. El aevum designa un tipo de supervivencia y de estar-juntos al que tú y yo estamos destinados. No tiene fin, pero sé que tiene un comienzo, aún si no lo puedo recordar con precisión. ¿Alguna vez le hablé de ese hombre que GerhartLadner me hizo amar, Petrus Lombardus? Para ciertos medievalistas ilustra la forma que tomó la esquizofrenia en el medioevo, pero Ladner me hizo más bien apreciar sus magníficas metáforas. Petrus dice que, como personas que vivimos en el aevum, estamos sentados sobre el horizonte. Para él, el horizonte es la línea que nos divide en dos desde la nariz hasta el trasero. Una parte está sentada en el tiempo, la otra en el aevum. Entiendo ésta metáfora como le expresión del tipo de criaturas que somos: vivimos el acto creador de Dios en un “ahora y para siempre” contingente, en cada instante. Esto no tiene nada que ver con la moda de un retorno al tiempo cíclico o al “no-tiempo”, ni con un estado de vigilia vivido como un trance.
¿Cuándo empezó a ser lo que es ahora? Una vez que afirmamos que las cosas son históricas, que tendrán o tienen un final, aunque sólo sea en la mente, las percepciones, el cuerpo y la respiración de ciertas personas, ya implicamos y afirmamos que, en cierto momento, tuvieron un inicio, porque la temporalidad, la espacialidad y el tipo de frontera que hacían parte del bagaje de certidumbres de nuestra juventud y, más aún, de la juventud de nuestros padres, es de una especie para la que ni el medioevo ni las épocas anteriores tenían el sentido o el gusto. La manera más sencilla de hacerme entender es quizás contándote un encuentro internacional de planificadores-proyectistas o designers al que recientemente me invitaron a pronunciar el discurso inaugural. Para hacer bien las cosas, me llevé a dos amigos y colegas. Este encuentro tuvo lugar en Ámsterdam, en un teatro afelpado de color rojo. Los organizadores recomendaban que, debido a la importancia de desacelerar nuestros ritmos de vida, los “proyectistas del futuro”, o designers, debían incluir en sus proyectos la categoría de velocidad. El siglo XXI, argumentaban, debe ser más que rápido, lento; debe pertenecer a los Trabajadores-Lentos-pero-Mejores, otra de esas fantasías destinadas a saludar el nuevo milenio. El argumento que yo trataba de defender se enunciaba así: soy historiador y sé que el mismo concepto de velocidad no existía antes de Galileo. Cuando Galileo concibió por primera vez la idea de metros por segundo o, más precisamente, de distancia recorrida en determinado tiempo, sabía que, al tomar como entidades separadas el tiempo y el espacio y recombinarlas en forma novedosa, rompía un tabú. El aquí y el ahora estaban tan íntimamente ligados en el hic et nunc que, antes de Galileo, era imposible hablar de uno sin hablar del otro. Galileo pretendió que podía observar el tiempo aparte del espacio. ¿Y qué? Todo el mundo lo sabe y lo ha hecho siempre. ¡No! Tuvo las mayores dificultades en hacerse entender. El análisis de está recombinación del tiempo y del espacio, después de haberlos separado, requirió del invento del cálculo diferencial de Leibniz y Newton. Hoy, el concepto de tiempo en el que descansaba la modernidad está en crisis, tanto en la física moderna, como en la filosofía y la biología modernas. No hay duda sobre ello. Mi argumento es que el concepto moderno de tiempo jamás tuvo relación con la duración vivida, con el “para siempre” del voto matrimonial, por ejemplo, que no significa “sin fin”, sino “ahora, totalmente”. En mis cursos, para invitar a mis estudiantes a recobrar algo de la experiencia de un tiempo sin relojes, pido que uno de ellos me haga una señal cuando sea tiempo de una “pausa-pipi”. Debemos reaprender un tipo de ascesis que nos permita saborear el aquí y el ahora como un lugar, un aquí que está entre nosotros ahora, como el Reino. Eso es una tarea de las más importantes si queremos salvar lo que queda en nosotros del sentido de la significación, de la metáfora, de la carne, de la mirada.
Pero es precisamente aquí donde me encuentro en dificultades. El hambre de un sentido del aquí cultivado ascéticamente es muy intenso, y por lo que sé de las oleadas de posmodernismo a las que usted se refiere, podría decir que una sed de vivir de esa manera forma parte de la atmósfera de la época. Este deseo nace de un sentimiento de impotencia inducido por la tecnología en relación con el ahora. Está tomando el lugar del afán de planificarlo todo y de esperarlo todo del futuro que prevalecía en la generación anterior. Pero, para mí, esta hambre tiene un sabor a abdicación, a dejarse ir, a indisciplina. Lo que quiero cultivar en mí mismo y con mis amigos, no es la impotencia, sino la renuncia al poder, una renuncia impregnada por la percepción del aquí y del ahora entre el judío y el samaritano.
Quizá Tomás de Aquino pueda ayudarnos a clarificar las cosas. En su tan frágil y única manera –con algunos de mis amigos, creo que el tomismo es como un delicado florero, algo glorioso, pero fácil de romper cuando se le arranca de su época– , Tomás dice muy claramente que, para pensar la temporalidad, hay que distinguir, por una parte, entre el tiempo y la eternidad sin comienzo ni fin y, por otra, un tercer tipo de duración que él llama aevum. El aevum designa un tipo de supervivencia y de estar-juntos al que tú y yo estamos destinados. No tiene fin, pero sé que tiene un comienzo, aún si no lo puedo recordar con precisión. ¿Alguna vez le hablé de ese hombre que GerhartLadner me hizo amar, Petrus Lombardus? Para ciertos medievalistas ilustra la forma que tomó la esquizofrenia en el medioevo, pero Ladner me hizo más bien apreciar sus magníficas metáforas. Petrus dice que, como personas que vivimos en el aevum, estamos sentados sobre el horizonte. Para él, el horizonte es la línea que nos divide en dos desde la nariz hasta el trasero. Una parte está sentada en el tiempo, la otra en el aevum. Entiendo ésta metáfora como le expresión del tipo de criaturas que somos: vivimos el acto creador de Dios en un “ahora y para siempre” contingente, en cada instante. Esto no tiene nada que ver con la moda de un retorno al tiempo cíclico o al “no-tiempo”, ni con un estado de vigilia vivido como un trance.
David Cayley: Perdona mi
insistencia y mi brusquedad, pero quiero seguir empujándote hacia lo que yo
creo captar del Nuevo Testamento posResurrección: la idea de que el fin ha
empezado y ocurrirá pronto.
Iván Illich: Conozco tu
afición por esos tipos que confían en que la luz aparecerá pronto en el Este
mañana, y si no mañana, pasado mañana. Pero, por otra parte, ¡qué privilegio es
vivir en un tiempo en el que nuestra esperanza ha perdido sus calendarios
seglares y sus andamios relojeros! Estamos en el tiempo de la esperanza sin
andamios.
David Cayley: He leído
recientemente en la Epístola de Santiago que el que duda o vacila es como el
mar que las olas levantan y agitan. No tendrá amigos en el Señor, porque su
alma está dividida, como si tuviera dos espíritus separados. Quizá no sepa
interpretar lo que leí, pero pienso que, considerando las circunstancias en las
que crecí, tendría suerte si sólo tuviera dos espíritus.
Iván Illich: Esto tiene que
ver con lo que Aelred dice de la amistad. Lo que pasa entre el judío y el
samaritano es una semilla. Al crecer, será golpeada por los vientos y, si el
tallo se rompe, nunca florecerá. A lo que tenemos que aferrarnos es a la
semilla. El que no todas las amistades sean bellas ni gloriosas ni
completamente desarrolladas, eso lo dejo a los psicólogos. La fe, en su raíz,
es un don que requiere fe en mi propia fe. Se le puede, en sus manifestaciones,
burlar de manera terrible. Y, si entiendo bien a Santiago, no debo gloriarme de
sobrevivir a mis dudas. En vez de ello, debo preservar la raíz profunda en el
corazón, humildemente, en la renuncia a todo poder. Así sucede con el amor y la
caridad. Son dones sobrenaturales. La dificultad es que 90 % de las personas a
las que tengo la oportunidad de dirigirme dirían: “¡Por Dios!, ¿Qué significa
ahora todo eso?”.
Y sin embargo, creo que hay cada vez más gente capaz de entenderme cuando hablo de dones que son como semillas, independientemente de lo que ocurrirá con ellos histórica o biográficamente . El Apocalipsis es el momento en el que el sentido de mi propia vida me será revelado. Es algo totalmente diferente de una autobiografía o, peor, de una biografía. Hubo un tiempo en que los hagiógrafos trataban de captar esta misteriosa historicidad de toda vida. Ahora, todo el mundo está demasiado infectado de psicología para poder captar el lado carnal de lo que ocurre aquí entre tú y yo. O, a fortiori, en esta esperanza sin andamios.
Y sin embargo, creo que hay cada vez más gente capaz de entenderme cuando hablo de dones que son como semillas, independientemente de lo que ocurrirá con ellos histórica o biográficamente . El Apocalipsis es el momento en el que el sentido de mi propia vida me será revelado. Es algo totalmente diferente de una autobiografía o, peor, de una biografía. Hubo un tiempo en que los hagiógrafos trataban de captar esta misteriosa historicidad de toda vida. Ahora, todo el mundo está demasiado infectado de psicología para poder captar el lado carnal de lo que ocurre aquí entre tú y yo. O, a fortiori, en esta esperanza sin andamios.
David Cayley: Hace rato,
hablabas de la tolerancia de Dios por el carácter mundano de su Iglesia, y decías
que ibas a volver sobre esa palabra.
Iván Illich: Sí, usé esa
palabra. Una hora más tarde, ya no estoy seguro de que debía decir “Dios es
tolerante”. Dios es misericordioso. Pero la misericordia es algo increíblemente
difícil de explicar hoy en día. Las lenguas semíticas tienen para ello una
palabra que viene de la raíz raham. Si buscas su etimología, verás que está
asociada con la matriz y la naturaleza. La matriz en estado de amor, es lo que
significa la palabra raham. Los Setenta rabinos que tradujeron la Biblia al
griego tuvieron muchas dificultades en encontrar un equivalente no semítico,
griego, y escogieron la palabra eleos, teñida de sentido de piedad, hasta para
los griegos. Eleos es algo que Platón, en un magnífico pasaje, juzga aceptable
entre las mujeres y los niños, pero no en los hombres maduros. Y Aristóteles lo
enmienda así: “[…] al menos que esos hombres actúen como abogados tratando de
inducir piedad por el acusado en el jurado”. Alms, alms-giving es la manera
inglesa, aumône la manera francesa y limosna la manera castellana de decir
eleos. En inglés, la palabra sobrevive también en el adjetivo eleemoninary, derivado de un término griego latinizado. Cuando hablaba de la tolerancia de
Dios, quería en realidad hablar de su raham. Cinco veces al día, un buen
musulmán se postra en dirección de la Meca, solo, o con otros, frente a Alá. Y
en la primera frase de su oración, la palabra raham aparece dos veces.
Después de todo lo que dijimos hoy yo, al menos, estoy muy sorprendido. Es como
si hubiera fantaseado en dudas que me abofeteaban: ¿se puede creer en Alguien
capaz de crear el revoltijo que te describí? El llamar a Dios misericordioso
apunta al misterio de que sigue existiendo. Después de todo, es lo que los
ingleses llaman sweat sorrow, la dulce tristeza: ¿es posible que alguien que me
conoce como Él sólo me conoce sea capaz de soportarme? Creerlo es dulce, porque
allí pueden crecer la fe, la esperanza y la caridad. Hoy se habla de
autoaceptación, de aceptación de sí mismo. Pero no necesito ningún “sí” o “mí”
mismo para hacer el esfuerzo de aceptar que Él me soporta.
David Cayley: ¿Puedo concluir
que, como lo entiendo, el misterio del mal –la Biblia de Jerusalén habla del
misterio de la iniquidad– es precisamente la decadencia de la Iglesia, la
creación de la “religión” cristiana?
Iván Illich: Sí, son la
verdad y la caridad instrumentalizadas o mantenidas instrumentalmente… máquinas
para su instrumentalización y mantenimiento instrumental.
David Cayley: ¿No piensas
que, al interpretarlas como lo hace, te tomas libertades con las intenciones de
Pablo cuando escribía a los Tesalonicenses?
Iván Illich: No, no creo
tomarme tales libertades.
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