miércoles, 1 de febrero de 2017

Todos han muerto: JOSÉ BARROETA Y LA MEMORIA DE LA MUERTE





Amigos nuestros, volvemos a encontrarnos para leer y saber de literatura.

Hoy tenemos ante los ojos otro análisis de Alberto Hernández sobre un autor de la literatura venezolana. Podemos decir que se trata de un clásico: José Barroeta.

Es una suerte que podamos contar con la visión de Alberto Hernández que, además de acertada, nos lleva por los caminos más intrincados como si navegásemos en ligera canoa.

En este estudio recorre la totalidad de la obra del poeta de Trujillo y nos hace conocer paso a paso los temas vitales del imaginario Barroetiano, nostalgia, niñez, amor, muerte. 

Trascendente y casi perfecto en su concordancia entre vida y obra, nos incluimos en sus poemas con la misma mirada y compartimos la nostalgia ante la segura despedida. 

Una vez más, nuestra gratitud hacia los dos poetas reunidos en este trabajo, como si estuvieran dialogando a través de la fina cortina del sueño, que tal vez es la vida.


Graciela Bonnet


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JOSÉ BARROETA
Y LA MEMORIA DE LA MUERTE

                                                                                                 -Alberto Hernández-

1.-
En el ensayo El padre, imagen y retorno (1) el poeta trujillano José Barroeta afirma que “La elegía muestra el rostro trágico de la cultura y nos deja entrever cómo el hombre ha ido asumiendo el hecho de la muerte”. Tema recurrente, Barroeta estuvo destinado a buscar en la memoria perdida, en la infancia ambulante de una vida perseguida por el pasado. Con la muerte, con el canto a su muerte, el poeta revisó las coordenadas de la eternidad, el paisaje simbólico previsto en la tierra de los suyos.

Desde el comienzo, desde el mismo instante del primer verso, José Barroeta supo de su viaje por la muerte. El lugar de nacimiento marca el inicio. Una mirada a lo Rulfo destaca el regreso, el retorno a la memoria donde impera la muerte. En Todos han muerto (2), el pequeño país de la infancia se convierte en la nación del abandono, en la caverna de la muerte, en la arcadia del espera.


José Barroeta. Fotografía de Héctor López Orihuela


Pampanito, el imaginario trujillano del poeta, se vuelca en la nostalgia de una mujer, Eglé, único testigo de la desolación. Barroeta deja escrito este viaje hacia la sombra, hacia el lugar donde sus fantasmas ambulan en el aire, en un “bosque ruinoso”.

Mucho antes, un niño, el estadio más delicado de quien siempre desea retornar, supo de unas “galaxias para mi amor”, las mismas que hienden sus “ojeras de abandonado” en este su primer libro:

Todos han muerto.
La última vez que visité el pueblo
Eglé me consolaba
y estaba segura, como yo,
de que habían muerto todos.

Me acostumbré a la idea de saberlos callados
bajo la tierra.
Al comienzo me pareció duro entender
que mi abuela no trae canastos de higo
y se aburre debajo del mármol.

En el invierno
me tocaba visitar con los demás muchachos
el bosque ruinoso,
sacar pequeños peces del río
y tomar, escuchando, un buen trago.

No recuerdo con exactitud
cuando empezaron a morir.
Asistía a las ceremonias y me gustaba
colocar flores en la tierra recién removida.

Todos han muerto.
La última vez que visité el pueblo
Eglé me esperaba
dijo que tenía ojeras de abandonado
y le sonreía con la beatitud de quien asiste
a un pueblo donde la muerte va llevándose todo.

Hace ya tiempo que no voy al poblado.
No sé si Eglé siguió la tradición de morir
o aún espera.
  
Poesía elegíaca, se mueve con la épica de un tiempo detenido, de allí que el crítico venezolano Víctor Bravo afirme: “...la poesía de Barroeta es preparación y ejecutoria de un viaje: el viaje hacia lo originario que se desprende de la inescapable carencia, de la estremecida fragilidad”. Pampanito, el pueblo andino y trujillano de las visiones de José Barroeta, se mueve con la palabra y el cuerpo de quien supo desplazarse, pero al no huir de su memoria lo enclava en toda su obra.

He allí que el padre, la sonoridad del origen, así la mujer, la revelación del origen, se sostengan permanentemente en una poética en la que la muerte es “imagen a lo largo de una estación que huye”, como los seres que bajo tierra siguen dialogando con el silencio.

Como remate de estas afirmaciones, José Barroeta nos indica el camino hacia la elegía y el retorno: “Mientras haya muerte viviré cantando (...) Cuando regrese no tendré padre ni madre. No iré más al bosque/ ruinoso y mi amada ha de esperar vestida de luto”.

2.-

¿Era la mujer del poema anterior la misma que en Cartas a la extraña (3) se confirma lugar y tiempo del poeta andino? Siete son las cartas que el poeta envía a la extraña. Siete son los intentos por hacerla parte de sus estremecimientos. En un principio, el espíritu siembra la mudanza de palabras, frases y augurios: el viaje hacia el interior de una mujer.

José Barroeta, el insomne de Vagancia City, busca afanosamente la voz de la extraña. Para ello se vale de una incesante sonoridad que lo desplaza frente al silencio lejano y apacible. Siete son las voces, como cabalístico agitar de las manos mientras marca en las piedras trujillanas el poema que aturde, que se moja con el licor sobre la madera de la barra  de los bebedores impenitentes.

Cartas a la extraña son los nervios al descubierto y fáciles para conducirme a la demencia los que quedan como señales, sobresaltos del sueño, del abandono de este sueño para sobrevivir noctámbulo en un nombre que se pierde en el hallazgo. Porque aéreos son los giros que el poeta hace para toparse con el fantasma. Por eso hay un antes y un después del amor, toda vez que la suerte de quien recorre las sombras es la misma de quien se esconde del mundo.  

He aquí el viaje a la infancia, al mar de 1930. La edad perdida, la generación del olvido, la poesía como balsa para una navegación procelosa: Inicia entonces el espíritu la gran/ aventura, fatalmente el mundo nos alimenta/ de miedo y de pura poesía comenzamos a vivir.

El vértigo, la pérdida, el abandono, la distancia que sacude los vientos a espaldas de los cuerpos. Una como sospecha de que la muerte recorre los campos de la vigilia, los puertos de al mirada y el encanto imposible.

El poeta se recoge en su propia desolación. La palabra se queda en el lugar del silencio, en el viaje sin destino, sin punto de referencia: Vagar contigo era como dormir en los celajes de una imaginación donde la muerte había dejado sus mejores ráfagas.

La mujer, esa extraña hecha mundo en la mirada del poeta, reniega del sonido como respuesta. La muerte, la no-invitada, o quizás la invocada sin propósito alguno, comienza a desdoblarse en la piel y los ojos.

La pérdida de todo, la huida de las cosas que la memoria destina a las carencias. Quien escapa sabe de dolores, de resacas y torturas, de soledad para encontrarse con el dios de la embriaguez: Era aborrecer la multitud, aborrecer todo cuanto me impedía sentarme a la sombra de mi cadáver y acusar desde allí el origen de una enfermedad, el alcohol, que desde la adolescencia se aposentó en mí en forma sagrada.

Luz y sombra, fantasma y destellos. El fuego en la carne de los sueños: el extrañamiento hacia los olores de la mujer, la extraña, su Nadja.

Por fidelidad a mi equívoco ahora me conduzco de una
manera diferente. Me he vuelto hosco, y aun cuando esto
me permite el disfrute perfecto del silencio, tiende también
a separarme de mis camaradas inolvidables.

Y entonces, como Rimbaud, se ilumina. En el regreso.

3.-

Si la muerte y la infancia, el segundo en el camino de Rilke, han sido los temas más recurrentes en Barroeta, el del padre tiene asiento relevante en Arte de anochecer (4), uno de los libros mejor logrados del nacido en Pampanito. El poema que le da nombre al libro pronuncia esta búsqueda, común en la poesía venezolana. El imaginario del padre, tratado con maestría por Vicente Gerbasi, reúne en Barroeta la figura de un hombre perdido, lejos de la intemperie del pueblo, bajo tierra. Una vez la muerte, otra la distancia provocada por los avatares de la historia. La guerra, el exilio y el abandono. En Arte de anochecer se debaten estos referentes, estos tormentos, el regreso al origen y la figura ansiada del ausente: “A los campos vuelvo,/ al fracaso de los iluminados”, “Si una hoja caía,/ lloraba de amor por ti, padre./ Mi vergüenza pura es soñar contigo sin puestas de sol,/ limpio de clareo día./ Luego de tu muerte no gusto de la noche...”

De esta laceración se desprende Arte de anochecer, poema nocturnal, lavado con un verbo definitorio:

Hay un arte de anochecer.
De la entrada del cuerpo al alma,
de la niebla a la redondez
y del círculo al cielo;
hay un arte de luz,
un campo donde anochecer
es mirar la vida
con el cuerpo cerrado.
Hay un arte de anochecer,
un descenso en la entrada del día
a la completa oscuridad.
Un intermedio donde es necesario
recibir y saber todo sin estremecimiento.
Hay un arte,
un paisaje a veces amable,
a veces torvo,
donde ascenso y descenso son accesorios
de la materia limpia.
Hay un arte de anochecer.
Quien haya vivido o soñado con bosques,
luces y demonios,
lo sabe.

Y él lo supo. Supo de la circularidad de la sombra, de la redondez de la luz, y así su padre, anclado en sus poemas. La celebración de la muerte, la fiesta de la vida: ambos tesoros verbales, inventario de la eternidad, del acontecer de los astros. Cuerpo vital, limpio bajo la bóveda del cielo. Lo supo José Barroeta en el varias veces nombrado “bosque ruinoso”, donde las luces y el demonio alimentaron el viaje de su obra y en su obra.


Vicente Gerbasi


Bien lo escribió el poeta Harry Almela, a propósito del libro homenaje a Pepe, Todo ha sido soñar(5): “Acá cabe señalar que Barroeta es uno de los pocos poetas venezolanos a quienes la presencia del padre le aturde o le conmueve. Punto de referencia con el paraíso de la infancia, el padre de costumbres campesinas acerca en un país que no se caracteriza precisamente por sus sanas relaciones con la figura paterna. No es casual, además, que uno de los pocos ensayos sobre el tema del padre en la poesía venezolana, se le deba a él”.

4.-

Fuerza del día (6) es la recurrencia de la infancia, la muerte niña frente al paisaje familiar. Los ausentes regresan en la voz de quien permanece frente a la memoria: Esta piel ha tocado la muerte,/ hundida su dureza viva/ ha ido a los acantilados/ en busca de los ojos de marinos muertos” (...) “El buey que vi en la niñez anda entre catedrales” (...) “Había un país/ y yo era su hermano/ y una piedra/ y un árbol también”. Así continúa el fantasma del padre, la búsqueda sagrada de la palabra, de la poesía, como bien se asisten también en Culpas de juglar (7), ámbito de los sonidos interiores, de los relámpagos del páramo.

Así, la figura mítica, la perfección bíblica del tiempo: “El final y el comienzo/ son un intento de vacío.// Es posible que entre tú y yo/ el mundo haya pasado/ es posible que Dios exista”. Ese alfa y omega hacen posible la tesis poética del autor venezolano.

5.-

El canto a la muerte aflora con la misma fuerza de la vida en el decir del dolor. La elegía, el ritual fúnebre, el diálogo entre el ruido terrenal y el silencio de los guardados en la memoria. Con José Barroeta el lector se integra a la infancia lejana, dejada en un recodo del viaje. Los símbolos que utiliza alcanzan tal lirismo que funda un universo donde la huella de su patria chica juega papel relevante en el imaginario de los que abordan su poesía. Pampanito es pueblo de muertos. Pampanito es un resumen de la orfandad. Una tesis redonda en la poética de quien en Elegías y olvidos (8) encontró la última estación de la existencia.

Dónde estarán mi padre y mi madre
con sus rostros.
Dime tú Pampanito
que estás en la tierra
y en el cielo
qué piedras
qué sueño del camino
recojo.
Dime y dame
la ternura caliente de los
muertos.

Hasta aquí –hasta esta eternidad- los poemas de José Barroeta, mensajero de todos los afectos. Un poeta de magistral pureza, cuyos huesos limpios viajan por el cosmos, por los campos calientes de Pampanito, el pueblo del siempre retorno en su propia muerte, a la que cantó y contó. Sus últimos días estuvieron en Elogios y olvidos, asimilados por la valentía de su espíritu, de una poética incansable, sostenida. A modo de hasta luego, este eficiente aliento:

Mi oficio
regentar el vacío...     

                                                                     **
                                                     Fuente bibliográfica:

El padre, imagen y retorno. Caracas, Monte Ávila Editores, 1993.
Todos han muerto. Caracas, Monte Ávila Editores, 1971.
---------------------- Editorial Candaya, Barcelona, España, 2006.
Cartas a la extraña. Dirección de Cultura/ Universidad de Carabobo, 1972.
Arte de anochecer. Caracas, Monte Ávila Editores, 1975.
Todo ha sido soñar. Mérida. Universidad de Los Andes/ Casa de las Letras “Mariano Picón Salas”, Editorial Amate, 2006.
Fuerza del día. Caracas, Casa de la Cultura Juan Félix Sánchez y Ateneo de Caracas, 1985.
Culpas de juglar. Cumaná, Centro de Actividades Literarias José Antonio Ramos Sucre, 1996.
Obra poética. 1971-1996. Mérida, Rectorado de la Universidad de Los Andes, colección El otro, el mismo


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Graciela Bonnet


 Nació en Córdoba, Argentina, en 1958. Es Licenciada en Letras por la Universidad Central de Venezuela (1984). Ha trabajado 25 años como correctora de pruebas y supervisora de ediciones por contrato para todas las editoriales venezolanas, entre ellas Monte Avila, Planeta, Biblioteca Ayacucho, ediciones de la Casa de la Poesía, Pomaire, Eclepsidra, Santillana, Editorial Pequeña Venecia, La Liebre Libre. Experiencia de tres años como redactora free lance para una editorial de libros de autoayuda. Escritora fantasma (sin firma) realizó investigaciones para crear libros, novelas, tesis y monografías.Es dibujante amateur. En 1997 el grupo editorial Eclepsidra publicó su poemario "En Caso de que Todo Falle." En 2013 editorial Lector Cómplice editó "Libretas Doradas, Lápices de Carbón" En el año 2000 participó del encuentro de Mujeres Poetas en Cereté, Colombia.




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Alberto Hernández

Nació en Calabozo, estado Guárico, el 25 de octubre de 1952. Poeta, narrador y periodista. Se desempeña como secretario de redacción del diario “El Periodiquito” de la ciudad de Maracay, estado Aragua. 

Fundador de la revista literaria Umbra, es miembro del consejo editorial de la revista Poesía de la Universidad de Carabobo y colaborador de publicaciones locales y  extranjeras. Su obra literaria ha sido reconocida en importantes concursos nacionales. En el año 2000 recibió el Premio “Juan Beroes” por toda su obra literaria.

Ha publicado los poemarios La mofa del musgo (1980), Amazonia (1981), Última instancia (1989), Párpado de insolación (1989), Ojos de afuera (1989), Bestias de superficie (1993), Nortes (1994) e Intentos y el exilio (1996). Además ha publicado el ensayo Nueva crítica de teatro venezolano (1981), el libro de cuentos Fragmentos de la misma memoria (1994) y el libro de crónicas Valles de Aragua, la comarca visible (1999).  Recientemente ha publicado «Poética del desatino» y «El sollozo absurdo».



1 comentario:

  1. Hermosa compilación, impecable, trasmite la esencia del poeta Barroeta, la pureza de su sentir, lo diáfano de sus pensamientos. Gracias por compartirlo.

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