Hace años, cuando vivía en Cuba, leí una antología titulada 10 noveletas famosas, con selección y prólogo del desaparecido escritor Antonio Benítez Rojo. Era parte de una serie de volúmenes publicados por el Instituto Cubano del Libro durante las décadas de 1960 y 1970, entre los que se encontraban verdaderas joyas: Cuentos fantásticos (selección y prólogo de Rogelio Llopis), Cuentos de ciencia ficción (selección y prólogo de Oscar Hurtado), Cuentos norteamericanos, Cuentos ingleses y Cuentos de horror y de misterio (estos tres con selección y prólogo de José Rodríguez Feo), y otros similares. Nunca he vuelto a encontrar antologías con estos temas que las superen. No por gusto se encuentran entre los libros que rescaté (y aún conservo) de mi perdida biblioteca en Cuba.
El volumen con aquellas diez noveletas
fue una revelación. Allí descubrí joyas como “La soledad del corredor de
fondo”, de Alan Sillitoe, “La muerte de Iván Ilich”, de León Tolstoi,
“La última niebla”, de María Luisa Bombal, “Nada menos que todo un
hombre, de Miguel de Unamuno, “La historia de Shunkin”, de Junichiro
Tanizaki, “Duelo”, de Joao Guimaraes Rosa, y esa maravilla que es “El
tigre de Tracy”, de William Saroyan, un texto del cual me enamoré
perdidamente con una pasión que no ha menguado con el tiempo.
Esas lecturas me revelaron la existencia
de un género del cual sabía poco. Me dediqué a buscar ―y encontré―
nuevas muestras de él, a veces publicadas de manera independiente;
otras, como parte de antologías de relatos. Nunca me defraudaron. Por el
contrario, parecía como si su extensión fuera la idónea para narrar. Y
es que, por su longitud peculiar, la noveleta incluye lo mejor del
cuento y la novela. Por un lado, permite adentrarse en la psicología de
los personajes de una manera que el cuento, por su brevedad, no admite.
Los personajes deben ser descritos con pinceladas rápidas y escuetas; no
hay posibilidades de redondear aristas o arrojar más luz sobre rincones
apenas esbozados. Por otro lado, la noveleta proporciona el espacio
justo para dibujar un universo semejante al de la novela. Su brevedad
con respecto a la novela puede ser también una bendición, porque la
trama se ve obligada a prescindir de divagaciones.
La literatura es un oficio lleno de obstáculos. No se trata solo de llegar al medio editorial, sino de conseguir esa novela impecablemente escrita, con ideas interesantes y personajes bien trabajados. En este sentido, la noveleta es un excelente ejercicio de aprendizaje. Siempre recomiendo a los narradores jóvenes que comiencen escribiendo cuentos, innumerables cuentos. Con el tiempo, pueden intentar relatos más largos que los lleven a la noveleta. Aunque no todos los grandes novelistas han escrito noveletas, muchos grandes clásicos sí lo han hecho. En el caso de los escritores noveles, es un paso que no deberían pasar por alto antes de llegar a la novela con una práctica considerable en el manejo de tramas, subtramas y personajes. Por supuesto, no es imprescindible haber escrito noveletas para convertirse en un buen novelista. Pero al igual que en otras profesiones –artísticas o científicas–, más vale ir escalando poco a poco en complejidad y pericia. Quien intente comenzar con una novela sin antes haber experimentado con textos de complejidad y longitud menores, tendrá más posibilidades de fracasar.
Lamentablemente, he tropezado con
escritores, editores y críticos literarios que aseguran que la noveleta,
como género, no existe; que eso que llaman noveleta es
sencillamente una novela corta. Sin embargo, la academia anglosajona
tiene muy bien delimitado su concepto, distinguiendo ―tanto en la
crítica literaria como en el mundo editorial y hasta en los
diccionarios― que existen el cuento (short story), la noveleta (novelette), la novela corta (novella) y la novela (novel). Incluso hay premios literarios que distinguen categorías diferentes para estos cuatro géneros.
Creo que es necesario emplear el término noveleta para nombrar textos de cierta extensión. Es absurdo llamarle cuento a un texto de 80 páginas, también es ridículo catalogarlo como novela, y es obvio que tampoco se trata de una novela corta. Grosso modo, un cuento puede tener hasta 50 páginas ―contando las cuartillas escritas a doble espacio. Una noveleta oscila entre 60 y 80 páginas. Y una novela corta, entre 90 y 130 páginas. De ahí en adelante, ya puede hablarse de novela.
Pero la peor injusticia contra el género no proviene de los editores ni
de los críticos que niegan su existencia, sino de los filólogos. Y digo
esto porque la Real Academia de la Lengua Española ha ignorado el
término una y otra vez. Dicho de otro modo, la palabra noveleta no aparece en el diccionario oficial de nuestra lengua, aunque ya ha anunciado que aceptará palabras como jetlag, baby-sitter, friki, espanglish, chatear, blog, bloguero, tableta (en el sentido de dispositivo electrónico portátil), y otras menos necesarias como anticrisis, cartelería, euroescepticismo, billonario (por influencia del inglés, aunque ya existía multimillonario) y hasta la insólita e inadmisible okupar (como si ocupar
no fuera ya suficiente). Con semejante carencia idiomática, no es de
extrañar que muchos autores noveles ni siquiera consideren la
posibilidad de ejercitarse en un género que han cultivado tantos
clásicos de las letras. Es una verdadera pena.
Tomado del blog de Daína Chaviano
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