"Una biblioteca pública no es sólo un lugar para el conocimiento y el disfrute de los libros: también es uno de los espacios cardinales de la ciudadanía".
De una biblioteca a otra, por Antonio Muñoz Molina
3 MAY 2008
Una biblioteca pública no es sólo un lugar
para el conocimiento y el disfrute de los libros: también es uno de los
espacios cardinales de la ciudadanía. Es en la biblioteca pública donde
el libro manifiesta con plenitud su capacidad de multiplicarse en tantas
voces como lectores tengan sus páginas; donde se ve más claro que
escribir y leer, dos actos solitarios, lo incluyen a uno sin embargo en
una fraternidad que se basa en lo más verdadero y lo más íntimo que hay
en cada uno de nosotros y que no tiene límites en el espacio ni en el
tiempo. La lectura, los libros, empezaron siendo privilegio de unos
pocos, herramientas de poder y de control de las conciencias. La
imprenta, al permitir de pronto la multiplicación casi ilimitada de lo
que antes era único y difícil de copiar, hizo estallar desde dentro la
ciudadela hermética de las palabras escritas, alentando una revolución
que empezó por reconocer en cada uno el derecho soberano a leer la Biblia
en su propia lengua y en la intimidad de su casa, sin la mediación
autoritaria de una jerarquía. Gentes que leían libros albergaron ideas
inusitadas: que el mérito y el talento personal y no el origen
distinguían a los seres humanos; que todos por igual tenían derecho a la
instrucción, a la libertad y a la justicia.
La escuela pública, la biblioteca pública, son el resultado de esas
ideas emancipadoras: también son su fundamento. Con egoísmo legítimo uno
compra un libro, lo lee, lo lleva consigo, lo guarda en su casa, vuelve
a leerlo al cabo de un tiempo o ya no lo abre nunca. En la biblioteca
pública el mismo libro revive una y otra vez con cada uno de los
lectores que lo han elegido, multiplicado tan milagrosamente como los
panes y los peces del evangelio: un alimento que nutre y sin embargo no
se consume; que forma parte de una vida y luego de otra y siendo el
mismo palabra por palabra cambia en la imaginación de cada lector. En la
librería no todos somos iguales; en la biblioteca universitaria el
grado de educación y la tarjeta de identidad académica establecen graves
limitaciones de acceso; sólo en la biblioteca pública la igualdad en el
derecho a los libros se corresponde con la profunda democracia de la
literatura, que sólo exige a quien se acerca a ella que sepa leer y sea
capaz de prestar una atención intensa a las palabras escritas. En el
reino de la literatura no hay privilegios de nacimiento ni
acreditaciones oficiales, ni jerarquías de ninguna clase ante las que
haya que bajar la cabeza: nadie tiene la obligación de leer una
determinada obra maestra; y no hay libro tan difícil que pueda ser
inaccesible para un lector con vocación y constancia. Pomposos
catedráticos resultan ser lectores ineptos: cualquier persona con
sentido común es capaz de degustar las más delgadas sutilezas de un
libro. En el cuarto de trabajo o de estudio con frecuencia uno está
demasiado solo: en la biblioteca pública se disfruta un equilibrio
perfecto entre el ensimismamiento y la compañía, entre la quietud
necesaria para la lectura y la grata conciencia de la vida real que
sigue sucediendo a nuestro alrededor.
Los barrios de Nueva York están punteados
de sucursales de la gran Biblioteca Pública de la Quinta Avenida. El
edificio central tiene una escala imponente: los mármoles, la
escalinata, las columnas, los dos grandes leones benévolos. Las
bibliotecas de barrio son mucho más modestas en apariencia, pero no
esconden menos tesoros, y son igual de acogedoras. La que yo visito casi
cada mañana está en una zona de pequeños negocios puertorriqueños, de
peluquerías rancias de caballeros, de puestos de frutas del Caribe, de
casas de comidas baratas que tienen nombres como La Caridad o La Flor de
Mayo. El trámite para hacerse socio dura unos cinco minutos y es
gratis. Con su tarjeta uno puede solicitar cualquier libro, disco o
película y en unos pocos días le avisarán de que puede ir a recogerlo.
Pero para entrar en la biblioteca y pasarse en ella las horas no hace
falta ni siquiera una acreditación, en una ciudad donde hay tantas
barreras de seguridad que puede ser tan inhóspita para el que no tiene
dinero. A mi alrededor, en las otras mesas de la biblioteca, hay
universitarios obsesivos que han venido a estudiar y jubilados que leen
tranquilamente el periódico, un chico que mueve la cabeza y los hombros
al ritmo de la música que escucha en el iPod mientras sonríe para sí
leyendo una novela gráfica, una muchacha asiática sumergida en una
biografía de Virginia Woolf, una abuela a la que una empleada le enseña
con ilimitada paciencia cómo acceder a su cuenta de correo electrónico
en la fila de ordenadores de la sala, una mujer demente que se ha
sentado cerca de mí dejando caer sobre la mesa, como si fuera una
lápida, un diccionario enorme de psiquiatría.
Yo leo, trabajo, miro el correo, escribo alguna postal, gustosamente
solo y a la vez acompañado, mecido por el rumor cauteloso de la gente.
Vengo a trabajar en una biblioteca pública y me acuerdo siempre de la
primera que conocí, en la que empecé a educarme, tan lejos ahora y tan
presente en la memoria, la biblioteca municipal de Úbeda, que descubrí
cuando tenía unos doce años. La mirada infantil, como la poesía épica,
agranda los lugares, magnifica las cosas: yo nunca había visto salas tan
grandes, estanterías llenas de libros que llegaban a los techos,
sumergidas parcialmente en una penumbra en la que brillaban con
intensidad misteriosa las lámparas bajas sobre las mesas de lectura. En
cualquier otro lugar mis deseos y mis aficiones estaban limitados por la
falta de dinero: en la biblioteca yo era un potentado. Fuera de allí
las cosas pertenecían a alguien, casi siempre a otro: en la biblioteca
eran mías y a la vez de todos. No existe mejor escuela de ciudadanía.
Sin aquella biblioteca hoy yo no estaría en ésta. Y como ahora las
palabras pueden viajar tan instantáneamente como vuelven a la conciencia
las imágenes del pasado remoto, cuando abro el portátil para mirar el
correo encuentro un manifiesto en defensa de la biblioteca municipal de
Úbeda, dañada por el abandono, por esa idea festera y despilfarradora
que tiene cualquier política cultural en España, donde no hay límite
para el gasto público a condición de que éste sea superfluo. Cualquier
municipio español gasta millones en contratar artistas de moda o alentar
paletadas vernáculas: pero en una pequeña biblioteca no hay dinero para
comprar libros, y si lo hubiera no quedaría espacio donde mostrarlos;
cada vez existirá menos la posibilidad de que alguien encuentre en ella
el refugio y la iluminación de los libros; de que un niño fantasioso
entre en la biblioteca pública como Simbad en la gruta del tesoro. Pongo
mi firma al pie de ese manifiesto de ciudadanos ilustrados y por un
momento la lejanía no existe y la mesa de lectura en la que estoy
sentado pertenece a aquella biblioteca que no he pisado en tantos años.
Artículo publicado en el diario El País (Madrid, 3 de mayo de 2008) y en el blog BIBLIOTECA DE VBEDA (http://bibliotecadeubeda.blogspot.com), Cuaderno dedicado a la Biblioteca Pública Municipal “Juan Pasquau”, coordinado por la Asociación de Amigos de la Biblioteca.
El texto completo del Manifiesto en defensa de la Biblioteca
Pública Municipal “Juan Pasquau” de Úbeda —que menciona Antonio Muñoz
Molina en el artículo— se encuentra en el blog BIBLIOTECA DE VBEDA, aquí.
11/06/2024
No hay comentarios:
Publicar un comentario