Alberto Hernández es esencia poeta y
periodista. No obstante su trabajo de escritura ha explorado, con bastante
desenvoltura, la crónica, la reseña de libros, el artículo de opinión y el
ensayo. No sorprende en lo absoluto que escriba su primera novela, “La única
hora”. El escritor Eduardo Casanova realizó una reseña bastante completa sobre
esta novela y en la que escribe: “La anécdota, el tema, la trama, es, por decir
lo menos, muy interesante. Narra la peripecia de una pareja de venezolanos
(Ignacio Fuentes e Ingrid Paredes) radicados en Londres, que viven una dura
experiencia vital. Ella, Ingrid, obsesionada por Buda, padece un extraño mal
diagnosticado por un psiquiatra, un mal cercano a la esquizofrenia, que le
produce xenoglosia, lo que a su vez la hace hablar en idiomas muy extraños y
que pueden llevarla a perder del todo la sanidad mental. En la novela hay
diálogos muy bien logrados, hay monólogo interior, hay erotismo muy bien
logrado, hay varios de los más sabios recurso de la narrativa manejados con
absoluta soltura por el autor, pero además hay algo que sorprende, como es la
“materialización” de los personajes, que en un momento dado salen de las
palabras para entrar en el reino de las imágenes”. Por su parte el escritor
Jorge Gómez Jiménez que también ha reseñado la novela escribe: “El recurso
humano de Venezuela lleva ya varios años drenándose hacia el exterior ante la
imposibilidad de alcanzar una vida más o menos digna en la tierra que lo vio
nacer. Parte de esa dolorosa diáspora son Ingrid e Ignacio, la pareja
protagonista de La única hora”.
Leí la novela y me agradó ese tono de amarga
ironía, esa sátira sutil sobre ese país que poco a poco nuestros politicastros
de oficio han ido desmantelando. Recurre Hernández en la novela a ese viejo
truco de los personajes que perciben su condición de seres novelescos, pero en
realidad los personajes reales y ficticios se mezclan, entran y salen de la
novela más como un juego de espejos entre la metáfora y el malabarismo
literario. Una novela refrescante, con personajes logrados y que amerita varias
lecturas. A mi amigo Alberto Hernández, que escribe bastante bien, no le va este
aforismo de Kraus, pero seguro lo disfrutará: “Cuando no se sabe escribir, una
novela surge con más facilidad que un aforismo”.
La escritora Julia Elena Rial explora
otras posibilidades de esta novela, busca en el hueso discursivo sus aciertos y
peripecias.
Carlos YUSTI
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LAS ENVOLVENTES DISCURSIVAS EN LA NARRATIVA DEL
SIGLO XXI. SOBRE LA NOVELA ‘LA ÚNICA HORA’, DE ALBERTO HERNÁNDEZ. POR JULIA
ELENA RIAL
Alberto Hernández |
La desolación, la nostalgia, la inter e intratextualidad, un eros
mecanizado, la otredad, un topos y logos extraños e inhóspitos,
todo envuelto en la lengua propia, lírica y operante, es la tragedia que nos
entrega Alberto Hernández en su novela “La Única hora” (Editorial
Estival 2016). Una hora que se congela, para sus protagonistas, en la
intemperie espiritual que marca el Big-Ben del reloj de la Torre de Londres.
Ciudad donde dos jóvenes: Ingrid e Ignacio, llegan a vivir para profundizar sus
estudios de ciencias y letras. Ignacio huye de la represión
política que el gobierno de Venezuela ha desencadenado contra quienes disienten
de su ideología stalinista, y denuncien la verdad del desastre social y
económico en el que viven inmersos los ciudadanos de su país.
Leemos un discurso cuyo lenguaje lírico –narrativo permea orillas y
centros, con la sensualidad que cada palabra contiene en sí misma, en cada
letra y en su visión verbal, para con ella interiorizar reminiscencias del
complejo mundo psico-literario que embarga la novela. Mundo que el escritor
transforma en los sugeridos y posibles significados, que tientan al lector,
para hurgar en la búsqueda de sus referentes. Y para debatir con los derechos
de un narrador que inventa y desaparece personajes a su antojo, porque como
dice Antonio Muñoz Molina en “Como la sombra que se va”: “Desaparecer
es el privilegio exclusivo de los personajes inventados.”
Se trata de un narrador que se empeña en ahondar la soledad de sus
protagonistas, en desafiar los afectos invernales de Londres, que
incrementan la locura, hasta entonces adormecida, de una Ingrid que
carga en su subconsciente la figura de la madre, rechazada en sus recuerdos
infantiles. Locura, cuya intensidad y frecuencia van “in crescendo”, hasta
llegar a ser permanente. Narrador que no puede contener la ira y agresividad de
un Buda que, sin ser invitado, se entromete, no sólo en la vida de Ingrid sino
en todo el trayecto narrativo. Personaje que estimula la presencia de “la
otra”, invasora del cuerpo de la protagonista, quien recita a escritores que
desconoce: “Desnuda, moreno el cuerpo tembloroso. Bella bajo la luna que
entraba por la ventana, Ingrid recitaba o cantaba a trechos los versos del feo
Dante.”
El escritor envía mensajes, nos va acercando a sus referentes a través de
un interesante entramado narrativo. Hernández asume la semiótica postmoderna de
la recuperación de pasados literarios. Plantea la búsqueda de procesos e ideas
cuya arqueología se ubica tan pronto en el Renacimiento de Dante Alighieri,
como en el Romanticismo de Nerval, el surrealismo de Sánchez Peláez o en la tan
comentada saga filosófica de Foucault. Todos ellos arropados por el lenguaje
del “desatino” que, algunas veces, con un tono muy borgiano, sugiere al lector
la búsqueda de referentes que no existen.
Pero la literatura, como el arte, revela la verdad de una época y
modifica los significados pasados y los rasgos que la constituyen. En “La
Única hora” se manifiestan en la expresión de las experiencias
estéticas de la incertidumbre del caos que, para sobrevivir, debe dejar la
puerta abierta a los rasgos portadores de la historia literaria del
mundo.
La narrativa redimensiona el discurso, es lo que trasmite Alberto
Hernández, y él comienza por transformarse a sí mismo como referente. Lo
demuestra con el poema “Metáfora del amor loco”: “Ya no se trata de una
mujer desnuda/ Se trata de retornar a la ventana/ donde quedaron
los últimos deseos/ Donde se alistaron los primeros sueños/ Los que ahora son
oscuras pesadillas/ En los ojos imperfectos de una loca/ Alterada por la luna y
sus tormentos/ Digo te amo y despierto en el silencio de la noche.”
El poema se convierte en la Ingrid de “La Única hora”, digresión
de la Venezuela escindida, cuya violencia en la novela está inserta en la
alegoría de un Eros brusco, intempestivo, que plantea un erotismo cuya
autonomía desconoce la seducción. La locura de Ingrid se transforma en el
oxímoron entre dos mujeres que se repelen en un solo cuerpo, con las
cuales tiene que convivir Ignacio. La locura deshecha la conciencia estética
del erotismo para encontrar el lenguaje que lo objetive. Eros pierde su
libertad en el cuerpo de “la otra”, que ignora la atractiva creación de los
diferentes estilos eróticos.
La obra de Carlos Cruz Diez que los venezolanos deben atravesar para abandonar el país en el aeropuerto internacional de Maiquetía. |
Logra así Alberto Hernández afianzar a “la otra”, en un intercambio de
otredades que sumergen al lector en el inframundo literario, que tanto ha dado
de que hablar en un Borges que inventaba “Un Yo que deseaba ser otro”, o Gerard
de Nerval para quien “El sueño es una segunda vida… las puertas de marfil que
nos separan del mundo invisible”. Y el citado Pessoa, inventor de
múltiples otros porque soñaba con “La gran felicidad de no ser Yo”. Ellos
ingresan en “La Única hora”, escondidos unos, sugeridos otros, para
arropar y justificar con la literatura la necesidad de transformar la
intemperie del relato. La de Ingrid e Ignacio en un exilio cuya sintaxis
cotidiana londinense destruye cualquier signo de cálido aliento. Como dice
Roberto Bolaño en “Amuleto”: “Todos iban creciendo en la intemperie
latinoamericana. La intemperie más grande, la más escindida, la más
desesperada.” Una intemperie que en la novela de Alberto Hernández se
vuelve transtemporal y transgenérica, poesía-narrativa-ensayo, adquieren valor
dramático—cultural, en un discurso del siglo XXI, que también vive en la
intemperie porque aún no ha logrado definirse.
Al llegar al final nos damos cuenta de que el escritor nos fue marcando
la ruta de lectura con los Epígrafes. Con la soledad primordial de Marguerite
Duras. La trágica sátira de Ambroise Bierce. El tiempo ficcional y la atmósfera
de incertidumbre a lo William Faulkner. La incesante búsqueda de la huella del
yo de Vila-Matas. Todos ellos invitados a este abigarrado discurso de “La
Única hora”, cuyo autor es el imprudente que libera tiempos, lenguajes
y que, con su reconocido intelecto, nos enseña que “la narrativa de hoy
es un desatino”.
SOBRE LA ENSAYISTA
Julia Elena Rial nació en la ciudad de Tandil
(Argentina), en 1931. Su infancia transcurrió feliz entre juegos de rayuela y
bicicletas. Empezó a escribir a los 11 años pequeños poemas y obras de teatro
que llegaron a ser reconocidos y representados en concursos escolares. Su
inquietud literaria fue fomentada por sus padres, quienes la motivaron y
orientaron en la lectura. Estudió docencia en Literatura en el Instituto de
Profesorado de Buenos Aires. Allí también realizó estudios de Filosofía e
Historia del Arte como complemento de su formación. Al culminar, ejerció la docencia
y también escribió algunos ensayos. En 1953, viajó a Chile para realizar unos
cursos de postgrado en Literatura Latinoamericana y en Historia de las Ideas.
En Santiago, conoció a un médico venezolano exiliado con quien se casó y se
vino a Venezuela en 1958, tras ser derrocado el General Marcos Pérez Jiménez.
Llegó a Caracas y, después de un tiempo, se mudó a Altagracia de Orituco
(Guárico), donde ejerció la docencia; más tarde fue despedida por motivos
políticos y esta experiencia la impulsó a retomar su oficio de escritora. Vivió
en varias ciudades hasta que se mudó a Maracay (Aragua) donde se estableció
definitivamente. Siente que el estilo ensayístico es parte de ella, su
escritura natural, su voz.
Tomado de Crear en Salamanca
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Carlos Yusti en Barcelona, con la estatua de Colon al fondo, al final de la Rambla donde desemboca en el puerto.
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Carlos Yusti (Valencia, 1959). Es pintor y escritor. Ha publicado los libros Pocaterra y su mundo (Ediciones de la Secretaría de Cultura de Carabobo, 1991); Vírgenes necias (Fondo Editorial Predios, 1994) y De ciertos peces voladores (1997). En 1996 obtuvo el Premio de Ensayo de la Casa de Cultura “Miguel Ramón Utrera” con el libro Cuaderno de Argonauta. En el 2006 ganó la IV Bienal de Literatura “Antonio Arráiz”, en la categoría Crónica, por su libro Los sapos son príncipes y otras crónicas de ocasión. Como pintor ha realizado 40 exposiciones individuales. Fue el director editorial de las revistas impresas Fauna Urbana y Fauna Nocturna. Colabora con las publicaciones El correo del Caroní en Guayana y el Notitarde en Valencia y la revista Rasmia. Coordina la página web de arte y literatura Códice y Arte Literal
Tomado de Letralia
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Alberto Hernández
Nació en Calabozo, estado Guárico, el 25 de octubre de 1952. Poeta, narrador y periodista. Se desempeña como secretario de redacción del diario “El Periodiquito” de la ciudad de Maracay, estado Aragua.
Fundador de la revista literaria Umbra, es miembro del consejo editorial de la revista Poesía de la Universidad de Carabobo y colaborador de publicaciones locales y extranjeras. Su obra literaria ha sido reconocida en importantes concursos nacionales. En el año 2000 recibió el Premio “Juan Beroes” por toda su obra literaria.
Ha publicado los poemarios La mofa del musgo (1980), Amazonia (1981), Última instancia (1989), Párpado de insolación (1989), Ojos de afuera (1989), Bestias de superficie (1993), Nortes (1994) e Intentos y el exilio (1996). Además ha publicado el ensayo Nueva crítica de teatro venezolano (1981), el libro de cuentos Fragmentos de la misma memoria (1994) y el libro de crónicas Valles de Aragua, la comarca visible (1999). Recientemente ha publicado «Poética del desatino» y «El sollozo absurdo».
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