BORGES Y YO
Por Harold Alvarado Tenorio
En otras ocasiones he contado como terminé en Bogotá, solo y concluyendo a trancas el bachillerato, por culpa, sin duda, de los curas de la iglesia católica, que controlaban la enseñanza privada y pública y pervertían la juventud con el mutismo de la dictadura y el consentimiento de los padres del Frente Nacional. Ya nadie sabe de esos suplicios físicos e ideológicos que padecimos hasta la constitución de Pablo Escobar, porque todo era vigilado por los curas católicos. Es axioma que era posible frecuentar los filmes prohibidos o libros condenados o ir de putas o de putos, pero como puede leerse en los testimonios de ese tiempo, retratados en El fuego secreto de Vallejo y Sin remedio de Caballero, todo era una transgresión a los dogmas y dictados de la iglesia de Roma.
Expulsado de los colegios de mi pueblo, vetado por los obispos, uno de mis tíos apenas pudo llevarme a Bogotá y arrogarme en el primer colegio que encontró en un aviso de El Tiempo, regentado por un exsargento laureanista, que al primer brote de rebeldía decidió enviarme al mundo de afuera. Así fui a dar a una pensión de banderilleros y toreros en la séptima con veintidós, de un andaluz tripa inmensa, que por trescientos pesos me dio cama y sopa hasta que pude licenciarme en el antro de unos pastusos comunistas, que por poco, también iban a expulsarme por haber discutido con otro cura, el ultimo año del bachillerato, sobre dogmas como el Credo de los Apóstoles, la existencia de Dios, la Santísima Trinidad o La perpetua virginidad de María: virgen antes, durante y después del parto.
Ya para entonces había leído en Plejánov: "no es el espíritu el que determina la historia sino las relaciones económicas y los modos de producción de la sociedad”, y en Marx que "La anatomía del hombre es una clave para entender la anatomía del mono." Doctrinas en las cuales me apuntalaba para contradecir las afirmaciones de las creencias divinas o esotéricas o supersticiosas.
En aquellos tiempos del segundo gobierno de Lleras Camargo y el de Valencia, cuando Juan Lozano y Lozano y León de Greiff mientras trincaban en El Automático la primera media de aguardiente antes del mediodía, socarrones escuchaban a los guerrilleros del Llano y Hernando Santos Castillo imprimía Voz Proletaria; o Karl Buchholz disimulaba su pasado nazi y sus negocios de contrabando y expolio de obras de arte ofreciendo un oasis de cultura con su librería y la revista Eco, que pagada por la embajada germánica vivía el sueño de los justos en uno de sus sótanos; en los jardines desnudos de la Universidad Nacional los jóvenes mamertos y futuros terroristas, leían la URSS que llegaba de México, oían Radio Habana o Amalia Lu Posso y Jaime Caycedo Turriago, vendían, en las escalinatas de la facultad de sociología, Voz Proletaria, construida, que ironía, con los fondos de las fundaciones Rockefeller, Ford y Fulbright.
Orlando Fals Borda, Camilo Torres Restrepo, Francisco Posada Diaz y otros marxistas e izquierdistas de la época rondaban por los pasillos de la facultad. Mientras terminaba el bachillerato, solía reunirme con un grupo de amigos, casi todos simpatizantes de la revolución cubana y el estalinismo como el futuro filósofo Augusto Diaz Saldaña, el poeta Armando Orozco Tovar, o trotskistas de la cuarta como Freddy Tellez, o el erotómano y siervo de numerosas y contradictorias lealtades como José Luis Diaz-Granados, o el adolescente Juan Julian Caicedo Montes de Oca, empleado de la Buchholz, que había asistido a conciertos de Robert Allen Zimmerman en Greenwich Village, tenía una copia en 78 de Blowin' in the Wind y, en una caja para cerillas Machbox, guardaba como reliquia dos escarabajos Hatshepsut de la época de Justiniano, que había escamoteado del Metropolitan Museum de New York, donde decía había pasado toda su infancia.
El negro Diaz había entablado amistad, con su caminado de tortuga y su perfil de tolteca con Francisco Posada Diaz, que ejercía la decanatura de humanidades y con Camilo Torres, capellán de la Nacional y cuyas oficinas quedaban equidistantes. Posada era un hombre amable y creo también militaba en el comunismo, y a menudo nos acercaba hasta el centro de Bogotá en su Volkswagen azulado, donde de paso debatíamos, más que de los hechos nacionales, de las disputas entre Sartre y Camus, y no pocas veces sobre las tesis de Marx para entender la historia desde el presente. Posada tenía vínculos con los editores de Mito y odiaba, como sus amigos Diego Uribe Vargas y Ricardo Samper, y su lacayo mamerto Carlos Rincón, que terminaron siendo ministro de Turbay, fundador de la Moir y comisario del PCC en Berlin Oriental respectivamente, a los papistas del Grupo Testimonio, ultraderechistas partidarios del desmonte de las conquistas pedagógicas de la República Liberal, recién creado por un exseminarista lituano de apellido Zaranka, que controlarían casi por medio siglo la Facultad de Ciencias Humanas y abusaría de incontables profesoras que murieron de alcoholismo.
A Pacho Posada debo haber conocido a Rogelio Salmona, Marta Traba, a un Santiago García recién desembarcado de Berlín Oriental, perseguido, desde entonces, por esa erinia vestidas de negro Patricia Ariza, quien con Fanny Buitrago atrapaban sus fuentes de placer mediante una botella que giraba incansable de noche en noche y de bar en bar. También a Dina Moscovici, con quien hice pinitos teatrales en un Peer Gynt del ecuatoriano Felipe Gonzalez, a Miguel Torres, Carlos José Reyes y al maestro Guillermo Angulo, o etc., pero fundamentalmente a Borges, que cambiaría mi vida, el día que nos introdujo en el despacho de Jaime Duarte French, quien tras mostrarnos su espléndida piscina romana y la mesa de comedor estilo imperio, nos dejó ver la Historia Universal de la Infamia y El hacedor, aparte de enseñarnos la foto donde el Grupo Mito había otorgado, por la interpuesta mano de la Universidad de los Andes, un Doctorado Honoris Causa a Borges, siguiendo los pasos de los otros miembros de su generación, que en Mallorca le habían concedido, con la participación de Barral, Caballero Bonald y Gil de Biedma el Formentor, que le hizo conocer en las lenguas europeas.
En ese entonces se vivían, quizás como ahora, severos momentos de desesperanza. Todo hervía a nuestro alrededor y quienes teníamos diecisiete años y acudíamos de familias de clase media o de sectores combativos en las ciudades, recibíamos todo el ruido del mundo simplificado en la vida de los cafés de la calle séptima, donde rutilaban las efigies en progreso de los nadaístas, con la guapura de Eduardo Escobar o el desenfado de Amílcar Osorio timando a los viejos homosexuales, o las pláticas con Eduardo Mendoza Varela, León de Greiff, Eduardo Carranza, Jorge Rojas, Pedro Gómez Valderrama, Ramón Perez Mantilla o Andres Holguín, que incluyó por primera vez, en su famosa antología, a no pocos vates de nuestra generación desencantada.
Pero fuera como adentro la violencia carcomía toda aventura y cada transgresión. Entre la Avenida Jimenez, epicentro de los poderes culturales, y la Avenida de la 26, en los Monte Blancos y en la librería Gran Colombia de la Calle 18, con El Trébol y su Club Suizo, las conversaciones soterradas delataban la aparición de los grupos subversivos financiados por Moscú y China, la becas para la Unión Soviética y Berlín Oriental y los viajes secretos a Cuba para hacerse dirigentes revolucionarios foquistas o armados. Sólo en los tiempos del gobierno de Turbay he vuelto a sentir el terror de entonces y el que se vivió a comienzos de este siglo con las atrocidades de las FARC y las AUC.
Haber leído a Borges en la pequeña sala de la Luis Angel Arango hizo que me refugiara en un mundo aristocrático que no había conocido. Su erudición, los ritmos de sus frases, los asuntos de sus cuentos ensayos, la memorable música de sus versos, al menos eso creí entonces, no parecía reflejarse en las conversaciones de algunos de los mayores durante los almuerzos del Club Suizo o El Cisne, donde se oía hablar del mundo europeo o de la historia nacional desde una distancia que estaba ya tiznada del fanatismo de los jóvenes militantes de izquierda. Sin embargo, recuerdo vivamente las discusiones entre los contertulios de los almuerzos que presidian Jaime Jaramillo Uribe o Gerardo Molina, maneras de exponer las ideas que no he vuelto a ver ni oír sino en algunos académicos norteamericanos o españoles. Molina era un lujo de expositor, dejaba exhausto al contradictor y tenia una virtud en su lentitud dialéctica para replicar. O las inacabables voces de los poemas de Zalamea o de Greiff, tan vigorosos y americanos, tan distintos a las pastosas voces de Carranza, Rojas o Camacho Ramirez.
Desde entonces no dejé de leer en Borges, con quien anduve casi cuarenta años bajo el brazo, hasta que le abandoné pues no pude vencerle. Yo quise ser Borges, y también esta noche, mientras esto escribo, sé que a él debo no haber sido otro, un lagarto, un pesetero, un lambón o un tarambana. De allí que, por aquello de que “el que busca encuentra”, me encontré con él unas cuatro veces, dos de ellas por largo rato, asunto que, como se sabe, no son más que anécdotas que ni siquiera a mí, importan.
Terminados mi licenciatura en la Universidad del Valle, con una tesis sobre El tiempo y la ironía en Borges, que orientó Jean Bucher, uno de los maestros mas ignorados y notables de aquella facultad de letras también financiada por la Ford, Kellogg, Fulbright y Rockefeller, y cuya destrucción fue un invento miserable de Camilo Gonzalez Posso, tomé camino de Alemania con la esperanza de continuar mis estudios de hispanista en la Freie Universität de Berlin, porque solo en la biblioteca del Ibero-Amerikanisches Institut de la Potsdamer Str. 37, la más grande de Europa especializada en América Latina, España, Portugal y el Caribe, existe una copia completa de la revista Sur, donde aspiraba seguir cronológicamente los pasos de la obra borgiana.
Viajar a Europa en los años setenta era mucho más caro que ahora, pero había arbitrios para reducir los costes, usando compañías que no pagaban tributos a la IATA (International Air Transport Association), como Air Islandic o Air Bahamas. Desde ciudad de Panamá se volaba hasta Luxemburgo, [donde uno tomaba trenes o autobuses a destino], haciendo escala por una noche en Reykiavik, la capital de islandesa. Reykiavik, que significa “bahía de humo”, era en un pueblito de setenta mil habitantes. Y fue allí, en uno de esos viajes y en uno de esos minúsculos hoteles de la calle Laugavegur, donde vi por primera vez a Borges.
Habíamos aterrizado al atardecer en Islandia y mientras gestionaba el registro en el hostal, vi el nombre del argentino en un periódico y pensando que anunciaban su muerte pregunté al conserje qué decía la noticia y respondió que el escritor iba camino de Israel a recibir un premio. Pregunté si mencionaba dónde se hospedaba y respondió que la rueda de prensa se había realizado en un hotel que estaba a cuadra y media. Fui entonces hasta el hotel y cuál no sería mi sorpresa al encontrar, en el lobby, a Borges, íngrimo. Me acerqué, le dije que era colombiano, que le admiraba y leía desde joven y si me permitía hacer una foto con él. En esas estaba, cuando apareció Norman Thomas di Giovanni, quien hizo la única foto, con mi obsoleta Bilora Boy. Al despedirme se acercó María Kodama, con esas piernas que ni el tiempo logró arruinar.
A finales de los setenta, con la llegada de la democracia y bajo el gobierno de Suarez, Borges fue invitado por segunda vez en esa década para la filmación de una serie de entrevistas por la RTVE. Ya había publicado mi primer libro de poemas, Pensamientos de un hombre llegado el invierno, con el prólogo fingido, que Borges había refrendado para la revista Panorama de Buenos Aires: <<Los pareceres y el estilo -sostiene- concuerdan con lo que yo hubiera podido escribir. Así mismo, las autoridades que alega. El texto correspondiente a mis preferencias. El “ocular vizconde” me sorprende, pero no es imposible que yo haya perpetrado esa frase, tan ajena a mis hábitos literarios. También es raro que mi memoria haya dejado caer un nombre tan singular como Harold Alvarado Tenorio, pero a los 73 años el olvido es harto accesible. Pienso que el “prólogo” es una afortunada parodia que debo agradecer>>.
Al saber que se hospeda en el Ritz, llame a la centralita y pedí ponerme con Borges. María Kodama lo puso al aparato. “Con quien hablo”, preguntó Borges. “Habla con Harold Alvarado Tenorio”, respondí. Y Borges: “¿el del prólogo?” “Si”. Entonces dijo que fuera al hotel, que quería conversar conmigo. J.M. González Martel, un canario que había conocido en los cursos de doctorado de la Complutense, admirador y entendido en la obra de Borges, que había acompañado a Alonso Zamora Vicente durante la visita que había hecho Borges en 1973 a la Real Academia Española, autoridad por lo demás en las vanguardias americanas, me acercó hasta el lujoso hotel y nos esperó en el vestíbulo. González Martel dijo a Borges que en España poco se le quería entre académicos por causa de sus desplantes a las obras de tantos españoles de su tiempo y la renuncia al Ultraismo, a lo que este respondió con un mohín de desdén, mientras le interrogaba sobre los naturales de su país, y nos acercaba, Martell, en su espléndido BMW, a Plaza Mayor.
Luego de tomar la sopa de petit pois en una de las tascas del Arco de Cuchilleros, pasamos la tarde conversando y caminando por los alrededores, discutiendo si la estatua que preside la Plaza Mayor es o era la de Carlos II o Felipe III. Borges, que era sumamente amable, nada pedante y hasta humilde, como se portaba también Garcia Marquez, preguntó cómo había hecho el prólogo; le dije que con sus frases, y usando el arquetipo de algunas de sus reseñas a libros de poemas aparecidas en Sur, a las que había accedido gracias al regalo, de la edición completa, que me había hecho doña Amira de la Rosa en Madrid. Dijo entonces que eso era como hacer centones y recitó a Lope:
Las cartas, ya sabéis que son centones,
capítulos de cosas diferentes,
donde apenas se engañan las razones.
Recuerde, además, dijo, la posdata que puse a El Inmortal en 1950:
“Entre los comentarios que ha despertado la publicación anterior, el más curioso, ya que no el más urbano, bíblicamente se titula A coat of many colours (Manchester, 1948) y es obra de la tenacísima pluma del doctor Nahum Cordovero. Abarca unas cien páginas. Habla de los centones griegos, de los centones de la baja latinidad, de Ben Johnson, que definió a sus contemporáneos con retazos de Séneca, del Virgilius evangelizans de Alexander Ross, de los artificios de George Moore y de Eliot y, finalmente, de «la narración atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus». Denuncia, en el primer capítulo, breves interpolaciones de Plinio (Historia naturalis, V ??, en el segundo, de Thomas de Quincey (Writings, III, 439); en el tercero, de una epístola de Descartes al embajador Pierre Chanut; en el cuarto, de Bernard Shaw (Back to Methuselah, V). Infiere de esas intrusiones, o hurtos, que todo el documento es apócrifo.”
Y añadió: Usted, Alvarado, debería leer aquel artículo de Juan Valera sobre la originalidad y el plagio que publicó en la Revista Contemporánea en 1876.
Todo, esto, por supuesto, es otra tomadura de pelo borgiana.
Le pregunté si quería caminar, como solía hacer en Buenos Aires. Respondió que sí, que descendiéramos hasta Gran Vía y luego por el Paseo del Prado. Casi cuarenta minutos caminé con Borges, llevándole del brazo, sin que nadie le reconociera. El prólogo apócrifo me había deparado una de las más hermosas y memorables tarde de mi vida.
Al llegar al hotel alcancé a ver a Manuel Mújica Lainez que conversaba con algunos periodistas. Se lo dije a Borges. Me preguntó la hora. “Son las ocho”, respondí. “Entonces déjeme en la habitación”. Así lo hice. Al entrar indicó que le sentara en la cama que daba hacia la pared, que pusiera su bastón sobre la otra, que me marchara y cerrara la puerta con un golpe seco. Tomé su mano. Y la besé. “Es Usted un pesado, Alvarado, sólo faltaba esto”. Al tomar el ascensor del Rizt me encontré con Maria Kodama, que decía a Ricardo Barnatán, que “el viejo estaba insoportable”.
A mediados de los ochenta Borges llegó a New York para ofrecer una conferencia en el Center for Interamerican Relations. Emir Rodriguez Monegal y Roberto Piccioto, que sabían yo podía hacerme cargo de Borges antes del evento, mientras ellos iban de cotilleo con Maria Kodama, lo trajeron a mi casa de la ochenta y cuatro a eso de las once de la mañana y, literalmente, me lo endosaron por el resto del día.
Tomé a Borges del brazo y le dije que camináramos por Madison. Fuimos bajando lentamente, yo lazarillo, Borges anónimo ciego, por esa avenida donde están las más ricas confiterías y los cafés más acogedores de New York. A la altura de la calle ochenta y seis preguntó si era cierto que Yorkville había sido un barrio de alemanes y respondí que sí, que allí habían vivido hasta los años setenta germanos, checos y húngaros y que aún quedaban en los alrededores restaurantes y mercados y típicas delicatessen. Borges comentó que hacía cincuenta años no comía gulasch, y temía hacerlo, pues el estómago solo se sentía a gusto con la sopa de petit pois que doña Leonor había ordenado a Epifanía Uveda. Borges preguntó si comer un gulash entre los dos sería demasiada molestia. Por supuesto que no. Entonces tomamos la ochenta y seis hacia el río y nos metimos en uno de esos bares irlandeses que estaban al lado de Macy´s, que ya tampoco existe. Borges no se enteró que estabamos comiendo caraotas con posta, y el plato le pareció una delicia.
Mientras comíamos y Borges comía muy lentamente, pregunté cómo habían sido los últimos días de su madre. Se sintió sobrecogido, pero luego, recobrando su natural, dijo que su madre había sufrido mucho, por causa de las ambiciones de su hermana y la codicia de sus sobrinos, que ojalá no fuera él a sufrir cosa igual. Deseaba morir, tan pronto supiera llegada la hora, lo más pronto posible. Él había pagado ya con su ceguera buena parte del infierno que le tocaría tras la muerte y por eso estaba seguro de que la cosa sería expedita. «Madre me llamó siempre «inútil» o «infeliz». Y mi hermana, y sus hijos, me envidiaban y odiaban. Nunca permitió que llevase más de una vez una chica a casa y menos que ella pasase a mi cuarto por unos momentos.» Daba la impresión de que Borges gozaba recordando los sufrimientos de su madre.
Cuando terminó de yantar le pregunté qué deseaba hacer y volvió a sorprenderme. Quería que fuésemos a varios de los 104 (ciento cuatro, eso dijo Borges) bares que hay entre la cuarenta y la cincuenta y siete. Le pregunté cuando había estado allí y dijo que nunca, pero que recordaba un filme con Ray Milland —«The Lost Week-End»— donde un alcohólico entra y sale de bares como Clarke´s, Yukon, Jimmy´s, Olde Knick y la taberna Castle. Que cosa más prodigiosa, la memoria de Borges, para recordar nombres de bares en una película en blanco y negro. Le recordé que tenía que llamar a Rodríguez Monegal.
La fila para del teléfono público más cercano tenía por lo menos diez personas. Y ni modos de no hacer esa diligencia. Emir y mis otros amigos tenían que saber de qué iba la tarde con Borges. Estaba en la cola cuando divisé a Gabriel Jiménez Emán sobre la esquina de Lexington, mirando a lado y lado, como buscando orientación. Lo acompañaba María Panero, una divina argentina que estudiaba medicina en New York University luego de haber logrado que el gobierno americano le concediera visa de exiliada política. Le dije a Borges que cruzáramos la calle para saludar a Gabriel y cuando estuvimos cerca de ellos y antes que le presentásemos a María, Borges ya la había intuido, quizás porque la oyó hablar y supo que era argentina. El hecho es que de inmediato le puso la mano sobre el brazo a la muchacha y continuamos bajando hacia el Carl Schurz Park, donde nos sentamos un rato, mientras María describía a Borges el Triborough Bridge, la isla Wards, los barcos cargados de basura y arena y ambos se complacían con el clima benigno del día, ni frío ni ventoso.
A ver qué Borges se entendía de lo lindo con María Panero, nos apartamos un poco y fuimos sentarnos en otro banco. De pronto vimos cómo María estaba escribiendo en una libreta algo que Borges le dictaba y nos acercamos. María hizo señas para que no interrumpiéramos. Borges declamaba lentamente unos poemas mientras ella los copiaba. En esas estuvieron unos cuarenta minutos. Les dije que se hacía tarde, que debíamos regresar y tomar un taxi para llevar a Borges hasta la casa de Rigas Kappatos, donde nos esperaban Emir y Roberto Piccioto.
María y Borges parecían vivir un flirteo momentáneo. En el taxi Borges dijo que se haría con ella en la parte de atrás y Gabriel y yo ocupamos la parte delantera de ese viejo check-car gris con rayas de tigre rojas. Mirándolos por el espejo retrovisor parecían dos novios que recién volvían a encontrarse. Durante el viaje Borges le dictó otro poema. Cuando llegamos a casa de Rigas saludamos a Athinulis, el gato, y de inmediato le pregunté a María qué cosas eran esas que Borges le dictaba. Dijo que Borges había tenido una súbita iluminación y le había pedido servir de amanuense. Que había estado pensando unos sonetos en el avión que lo trajo desde Buenos Aires y no había encontrado a nadie más oportuno, que ella, para hacerlo. Le pedí los papeles, fui a la calle e hice dos copias de los poemas. María se quedó con el original, que debía devolver a Borges, en marzo, cuando ella fuera a Buenos Aires. [Como dato curioso, Borges no dio a María el teléfono de la calle Maipú, sino dos números de dos pisos distintos: uno en la Calle French y otro en Rodríguez Peña y Juncal.] Todo esto, hecho a espaldas de Borges, pues no quería que Emir ni los otros conocieran los poemas, por lo cual no pudimos ni leerlos ni comentarlos en ese momento.
A las siete salimos de casa de Rigas y tomamos dos taxis para ir hasta el Center, donde Borges daría su conferencia. Entramos, y de inmediato, Emir fue a buscar a la boliviana Rosario Santos, que nos metió en uno de los saloncitos del segundo piso de la fundación de los Rockefeller, donde estaban varios profesores de N.Y.U. y Columbia. Ofrecieron güisqui, pero Borges prefirió tomar «agua del municipio». Yo me ingurgité unos tres de ellos, y al cuarto, me di cuenta de que estaba completamente drogado.
Subimos al salón de conferencias, totalmente abarrotado. De pronto vi como Borges estaba a miles de kilómetros de mí y me fui hundiendo en un delirio paranoico digno de Poe. Lo cierto es que salí a Park, tomé el tren en Hunter College y fui a casa. Al llegar vi que el perro del portero tenía cara y barbas de hombre y que mi vecino, con su calvicie, parecía un gato desollado, etc., etc. Como a las once de la noche ya estaba en una cama del Lenox Hill Hospital donde pasé la más triste y terrorífica navidad de mi vida. En uno de los bolsillos de mi abrigo de pelo de conejo, que uno de los enfermeros devolvió a mi a casa, estaban los poemas de Borges.
La ultima vez que vi a Borges fue en casa del embajador de Argentina en Bogotá, durante la postrera visita que hizo a Colombia. Cobo Borda, que ya se parecía a German Arciniegas, había ofrecido varios homenajes al genio durante la mañana siendo director de la Biblioteca Nacional, pero sin que me hubiesen invitado, fui hasta ese lugar y me colé durante la rueda de prensa que avanzaba. Borges estaba sentado en una larga banca de madera como esas que hubo en los parques y como quien no quiere la cosa me fui acercando a él y le saludé, buenas tardes, Borges, y para sorpresa de todos, de mas de cincuenta periodistas que allí había, respondió, ¡Alvarado! Entonces el periodista de Caracol que había sido o ministro o parlamentario me pasó el micrófono y me pidió que continuara hablando con Borges, en directo. Esa entrevista se publicó dos domingos después en Lecturas Dominicales de El Tiempo.
Tomado de Letralia.
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