Venezuela: esta película ya la he visto
La gran bufonada es aparentar creer que existe en el país un Estado de derecho, donde ha ocurrido una anomalía electoral que puede subsanarse por sus propios mecanismos
Sergio Ramírez
La infeliz definición de república bananera que tanto ha agobiado la historia de América Latina parte de dos elementos: el golpe de Estado, a veces incruento y a veces sangriento, pero siempre con matices bufos; y el fraude electoral, a veces sutil hasta volverlo creíble, y las más, tan burdo que es imposible ocultarlo.
El viejo Anastasio Somoza mandó en 1947 a secuestrar las urnas electorales que fueron encerradas en los sótanos del Palacio Nacional, hasta que sus jueces electorales publicaron los resultados que él mismo había elaborado, lápiz en mano. Para consumar los fraudes vale poco que haya o no sistemas sofisticados para contar los votos, biométricos o no biométricos.
En 1988, Cuauhtémoc Cárdenas arrasó en las elecciones presidenciales como candidato disidente salido de la costilla izquierda del viejo y sempiterno PRI. Recién pasadas esas elecciones, Cuauhtémoc me mostró en México las hojas de computación que mostraban cómo iba ganando en todas las mesas. De pronto, “se apagó el sistema”, controlado por el PRI, y cuando fue echado a andar de nuevo, aparecía perdiendo en todas las mesas. Del fraude a punta de pistola se había pasado al fraude electrónico.
El último de los escenarios bufos, las elecciones de Venezuela, nos devuelven a los clásicos tiempos de las repúblicas bananeras en tierra caliente, una puesta en escena que parece salida de la pluma de don Ramón del Valle Inclán, experto en dictadores de esperpento, no en balde creó el prototipo de Tirano Banderas.
La representación se abre con una colorida escena: Maduro, que ha mandado a su Consejo Nacional Electoral que lo declare ganador de las elecciones que perdió tres a uno, se presenta delante de su Corte Suprema de Justicia a interponer un recurso de ¿queja?, y los magistrados lo reciben en sesión solemne, todos elegantemente togados, mientras en su Asamblea Nacional sus diputados reclaman cárcel para el candidato despojado del triunfo, su Guardia Bolivariana reprime en las calles las protestas contra el fraude, y su ministro de Defensa aparece en la televisión en traje de campaña denunciando que todo es una maniobra vil del imperialismo.
Maduro recurre a sus magistrados judiciales para que certifiquen el triunfo de Maduro, regalado por los magistrados electorales de Maduro y defendido por el ejército de Maduro, mientras la policía de Maduro reprime a los adversarios de Maduro. Una escena que se puede coronar con un epigrama de Ernesto Cardenal: “Somoza develiza la estatua de Somoza en el estadio Somoza”.
Lo bufo es una falsificación grotesca de la verdad, y su expresión mayor es el esperpento. La gran bufonada en la situación de Venezuela es aparentar creer que existe allí un Estado de derecho, donde ha ocurrido una anomalía electoral que puede ser subsanada de acuerdo con los mecanismos que el Estado mismo de derecho prevé: apelaciones legales, procedimientos de revisión, recursos constitucionales. Y que Maduro, que ordenó consumar el fraude, va a someterse al fallo adverso de unos jueces serios e independientes que echarán atrás la expedita maquinaria del engaño, proclamado ganador antes aún de que los votos falsos terminaran de ser “contados”.
En Venezuela, lejos de un Estado de derecho, lo que hay es una dictadura que desde hace tiempo decidió no dejar arrebatarse el poder, amenazando con un baño de sangre, aunque el voto popular así lo decidiera, como lo decidió. Un régimen que nació bajo una concepción mesiánica ya obsoleta, la revolución bolivariana ante todo y por sobre todo. Las elecciones son útiles mientras puedan ganarlas, y juegan a la democracia mientras puedan hacerlo con alevosía y ventaja. Esta película yo ya la he visto.
Cuando el combustible revolucionario se agota, se malgasta o se malversa, o se falsifica, y los votos necesarios para ganar ya no ajustan, porque los sueños se convierten para la gente en pesadillas, y esos votos ya no pueden ser contados de manera transparente, las máquinas sofisticadas se vuelven un estorbo, pero eso no impide el fraude. No se puede perder. Entonces hay que echar mano de la pistola, o del apagón. Hacer que se caiga el sistema.
Los fraudes electorales no son ni de izquierda ni de derecha. Son fraudes. Una izquierda que se hace de la vista gorda sobre los fraudes, o los justifica, o los apoya, porque quien lo consuma es de izquierda, no tendrá ningún respaldo moral para denunciar fraudes cuando la derecha los haga contra la izquierda. Y una izquierda que respalda dictaduras, y encima fraudulenta, se ha quedado en harapos.
De que los fraudes no tienen ideología, ha dado las mejores lecciones en estos días el presidente de Chile, Gabriel Boric. El respeto de la voluntad popular se inscribe dentro de la defensa de los derechos humanos fundamentales, más allá de doctrinas caducadas que mandan el silencio o la abstención para no violentar la autodeterminación de los pueblos. Que consiste, precisamente, en el respeto a la voluntad de esos pueblos.
Y el pueblo de Venezuela clama hoy por el respeto a su voluntad burlada.
Sergio Ramírez es escritor y premio Cervantes. Su último libro publicado es El caballo dorado (Alfaguara).
Tomado de El País
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