En La depresión informativa del sujeto. Esencialismo e indiferencia (ediciones Grama), el ensayista español Ignacio Castro Rey
explora cierto costado de las nuevas tecnologías de la información;
conjetura sobre la supuesta ‘libertad’ que promueven esos sistemas y
sostiene que el capitalismo –en cualquiera de sus vertientes– es un
dispositivo de amansamiento disciplinario por sustracción. Asegura que
“el sujeto transfiere a la religión socio-estatal todas las decisiones
vitales, desde su medicación hasta la descendencia y su divorcio” y
encuentra respuestas en la literatura: “Insisto en que, no lejos de
Clarice Lispector, debiéramos volver a concebir la libertad como una
negociación con lo que nos ata, una travesía por nuestra patología más
turbia”. Esta es la conversación que sostuvo con Ñ digital desde Madrid.
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SIN NOSTALGIA. "Ahora la contradicción entre la
oferta de posibilidades virtuales y la estrechez de las opciones reales
es cómica", asegura Ignacio Castro Rey. |
-La
idea de ‘drama de vivir’ o el rechazo a la finitud que detectás en la
sociedad contemporánea, ¿implica un cambio de paradigma, un salto epocal
que supone ciertas condiciones? ¿Cuáles serían esas condiciones y a qué
política responderían?
-Creo que el
panorama subjetivo que intento precisar en mis libros es nuevo solamente
en parte, pues arranca de fenómenos de normalización ya diagnosticados
en el siglo XIX por (Max) Stirner, (Soren) Kierkegaard o (Friedrich)
Nietzsche, entre otros (creo que Karl Marx se nos ha quedado un poco más
anticuado). El odio a la finitud, bajo esta apariencia de flexibilidad
contemporánea, no ha dejado de acentuarse y precisarse en las últimas
décadas de Occidente. Al fin y al cabo, ese rechazo a la condición
mortal está arraigado en el eje del capitalismo
como espíritu (separación de la ‘cultura de los sentidos’, según Max
Weber) y en la pasión por la seguridad de lo regular. Lo que ocurre es
que, tal vez desde la Segunda Guerra, esa aversión no ha dejado de
hacerse más capilar o microfísica, con la puesta en pie de un tipo de
poder flexible que entra en un ‘cuerpo a cuerpo’ con el individuo.
La
diferencia entre el paradigma disciplinario y el del control, según
(Michel) Foucault y (Gilles) Deleuze, es justamente el cambo del sistema
de encierro masivo, rígido y represivo en el primer caso, por un
sistema de control de ‘geometría variable’ en el segundo caso. Esto
último se parece a un poder-surf que es más maternal y sonriente que
paternal y autoritario. Las paredes fijas de la autoridad permiten al
menos que el individuo sepa donde están los límites de su autonomía,
dónde comienza la opresión, y así pueda pensar en rebelarse. Las nuevas
formas de poder basadas en la participación interactiva, en la
información, la comunicación continua de una crisis que ha de ser
compartida, dejan a las subjetividades inermes, sumergidas en una
especie de flexibilidad cada vez más cadavérica. El ‘Post-Scriptum’ de
Deleuze sobre las ‘sociedades de control’ y muchos trabajos de (Jacques)
Lacan y de (Jean) Baudrillard advierten de un poder temible.
-El
estatuto de la violencia soterrada, afelpada, sibilina (aparte de la
explícita, brutal o como se le diga), ¿cómo opera en el sujeto? ¿No
tiene algo que ver esa violencia con el miedo –la ‘inseguridad’– y con
el pánico –colectivo– y la pérdida de referencias o garantías, en un
mundo que sin mediaciones tiende a pasar al acto, incluso los más
peligrosos?
-Es la violencia del ‘pluralismo’ y el
consenso que ha penetrado en los cuerpos. Desarrollando trabajos de
(Giorgio) Agamben y Deleuze, el colectivo Tiqqun (en ‘Teoría del Bloom’)
habla de una neutralización sin precedentes de la subjetividad, una
parálisis que tendría estrecha relación con la separación que se ha
logrado, en el interior del individuo, entre la identidad y la condición
mortal, entre la conciencia y experiencia de los límites, entre el
deseo de libertad y la fatalidad de unas condiciones reales de
existencia. En el fondo, un hombre sólo puede ser libre si atraviesa
y empuña las limitaciones más íntimas que le atan. Esas ataduras (modo
de ser, género sexual, carácter, cultura natal y familiar, manías,
fantasmas, patología) constituyen la base de su singularidad. Elegimos
dentro de esas ataduras, dentro de esa limitación de partida. Pero la
violencia de la información consiste en que con una dialéctica entre
miedos inducidos y promesas repartidas, ha logrado una dicotomía sin
precedentes entre todas las condiciones natales de existencia y la
ilusión de la libertad. Esta ‘liberación’ de la identidad de todo lo que
sea arraigo crea una oscilación embrutecedora entre estados larvarios y
prolongados de pasividad (como máximo de interpasividad, dice
Baudrillard), donde el sujeto se mantiene misteriosamente catatónico, y
brutales pasos al acto donde el sujeto intenta desesperadamente una
catarsis, una realización definitiva. Buena parte de la obscenidad
televisiva y de las nuevas formas de delito y crimen, a veces absurdas,
no se explicarían sin esta pérdida paradójica del término medio en la
sociedad de los medios, un mundo dominado por la mediación infinita. Es
la impotencia de la pasividad, inducida por la religión del consenso, lo
que crea esos brutales pasos al acto. Como si el yo no pudiera ejercer
ya de instancia mediadora entre el ello y el superyó y sólo quedase la
oscilación espectacular entre esos dos polos.
-En un
momento del libro, la ‘indiferencia’ de la que hablás está acompañada de
ignorar, de alguna manera, a quienes nos rodean, el señor que un día se
levanta y ametralla una escuela o que se tira, tan feliz que parecía,
del balcón. ¿Juega algún papel los dispositivos de evaluación, calidad
de vida, estadísticos en ese anonimato mortífero?
-Sí,
la indiferencia es el recipiente de la multiplicidad consumista del
mercado, del dispositivo genérico del ‘pluralismo’ informativo que se
nos ofrece. Toda la atención del sujeto a lo exterior y lejano
(comunicación con desconocidos en las redes, noticias, modas, campañas
de solidaridad) debe librarlo del peso abrumador de lo cercano, una
cercanía que incluye tanto las sombras de la subjetividad como un
prójimo cada día más demonizado: es fumador, puede estar enfermo; es
inmigrante, puede ser terrorista o delincuente. Los dispositivos de
evaluación constante (empresarial, social, médico, escolar) que no
tienen una agencia concreta desde la que se ejerza pues su poder está
extendido por todo el cuerpo social, hunden al individuo en un anonimato
mortífero, una pasividad letal que se alimenta del hecho de que hoy la
ilusión de delegación (el nuevo feudalismo) se ha arraigado en la más
profunda intimidad. De manera que existe hoy como una
transferencia perversa, pues el sujeto transfiere a la religión
socio-estatal todas las decisiones vitales, desde su medicación hasta su
descendencia y su divorcio. Esto tiene relación con lo que nombra la
palabra biopolítica, un tipo de gestión pública que ha llevado la
transparencia a los cuerpos: medicina, medicación, psiquiatría, dieta,
salud… Cuando por fin ocurre en las vidas algo, algún ‘accidente’ para
el que no hay ‘expertos’, y eso exige una decisión en la existencia, ya
es demasiado tarde y el sujeto se encuentra desarmado. Entonces es
cuando la tragedia está prácticamente servida.
-¿Podrías
explayarte sobre la cuestión del ‘comunismo’, de las comunidades de
pertenencia inducidas por las nuevas tecnologías de la información, y de
la soledad ‘perdida’, o mejor, gestionada por la industria del
entretenimiento?
-Creo que sólo hay comunidad (y
‘comunismo’) a golpe de encuentro. No hay comunidad sin presencia real,
sin esa complejidad envolvente, sin el reto de un evento real que es
contingente y no reversible: no se puede teclear, no tiene varios
canales, ni ‘ventanas’ ni ‘pasillos’. Las tecnologías de la comunicación
no ofertan comunidad, sino que venden aislamiento y agregación,
narcisismo y conexión masiva del narcisismo. Ninguna clase de comunidad,
menos aún comunismo: harían falta los límites, el peligro real para
eso. Una cosa es utilizar como una herramienta, esclavizar esas
tecnologías para forzar una nueva presencia real, como a veces se ha
hecho en algunos movimientos sociales. Pero para ello hace falta que una
tecnología existencial maneje esa tecnología social. Si falta tal
potencia, dejamos que esos medios se conviertan en fines. Y hay una
tendencia en esa dirección. El narcisismo es la cara externa del
oscurantismo. Estoy con la idea de que las redes sociales son tanto un
mecanismo de exposición y drenaje de la intimidad, en esa comunicación
constante de idioteces, como también un mecanismo del blindaje más bobo
en el individualismo, pues todos los fetiches que se intercambian (fotos
personales y familiares, ocurrencias del momento, nuevos ‘amigos’) se
ponen en circulación al instante: se ‘comparten’ antes de ser vividos,
sufridos. Esa multiplicidad, esa publicación inmediata protege al sujeto
de sí mismo, lo protege de lo que hay de intransferible en él. Pero esa
protección es suicida, pues convierte el onanismo en ley. El sujeto se
limita a reaccionar a las tonterías privadas que le llegan, a narrar su
propia pasividad ante el escaparate del mercado. Al perder espacio y
tiempo de soledad, de clandestinidad, es difícil que un sujeto así haga
otra cosa que interactuar con la servidumbre voluntaria del cuerpo
social. Es posible que la asombrosa obediencia masiva en las
democracias, tanto o más que los nuevos movimientos sociales, se
explique por estas nuevas redes de ‘geometría variable’ que atrapan al
sujeto. En este sentido, Internet puede ser no menos alienante que la
más nauseabunda televisión. Es preciso volver a aprender a detenerse, a
desaparecer, a escuchar el silencio. Es necesario inventar interruptores
de esta circulación continua que (incluso clavada en las redes) es la
peor de las armas del poder, de un poder que nos expropia por dentro. Es
la violencia de vivir la que nos quita el ‘sistema’. Creo que por toda
clase de razones, no podemos ceder en ese punto.
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-Las
cosas ¿eran mejor antes?, ¿vale la pena pensar en un declive social?
¿Quién o qué fuerzas disponen de la adaptación del sujeto al individuo o
a la persona, y con qué beneficios?
-Es un espejismo
decir que las cosas eran mejor ‘antes’, ya que siempre hubo mecanismos
muy eficaces de captura. Lo que ocurre es que ahora la contradicción
entre la oferta de posibilidades virtuales y la estrechez de las
opciones reales es cómica. Antes, al menos, no parecía tan fácil
engañarse acerca de la crueldad imperante. Digamos, exagerando un poco,
que hoy el sujeto es tan ’libre’ que no puede elegir, no puede mantener
ninguna opción, tomar una decisión que le comprometa. En este sentido,
creo que el hombre siempre ha de retroceder a un ‘antes’ no cronológico
para poder decidir. En otras palabras, retroceder a un sustrato
existencial de ‘atraso’ o ‘subdesarrollo’ desde donde poder elegir, un
agujero negro donde resuene el deseo. Creo que los autores clásicos, de
Sartre a Lacan, de Deleuze a Agamben, que de un modo u otro aluden a
una decisión no reflexiva, tienen razón. Es necesario mantener viva una
región subdesarrollada dentro de nosotros mismos, una vacuola de no
comunicación, desde la cual interrogar a nuestra existencia más abajo y
antes de esta actualización constante que se nos exige día a día. Antes,
en suma, de que el estrés de la variación constante (hoy el poder
utiliza el movimiento, no la quietud) nos confunda, nos atrape
definitivamente. El cuerpo social entero, en su asombrosa coherencia
(que hace reciclable todo evento catastrófico), podría decirse que se
mantiene por la huida de millones de átomos de vida de una zona trágica
de sombra que les podría hacer ‘libres’. La huida de la tragedia, hacia
la comedia, redobla la tragedia. Lamentaría parecer pesimista, pues no
lo soy. Todo lo contrario, intento mantener el optimismo sin razones de
la infancia… una infancia que no es tanto una edad como una sombra
creadora que acompaña a cualquier edad.
-El
psicoanálisis, para el cual es imprescindible el tiempo y el silencio,
¿puede dar respuestas a la hiperconectividad y a la ansiedad del
‘evento’?
-Creo que el psicoanálisis, aliado con la
literatura y la filosofía, puede ayudar a liberar al sujeto de esa
ilusión mortífera de liberación expresiva y constante que se encarna en
el cuerpo social y su estruendo comunicativo. Para conseguir sangre
fresca, el capitalismo nos obliga a todos a ‘salir del armario’, a huir
del silencio y el secreto. Pero eso es una trampa mortal. Sin
clandestinidad, sin zona de sombras, sin no reconocimiento, el hombre no
es nada. Sin esa escena primitiva que en la modernidad se ha encarnado
en la literatura (de Rulfo a Borges), en el psicoanálisis y en la
filosofía, no hay nada, ni singularidad, ni decisión, ni (al menos) un
modo peculiar de fracaso. Si el sujeto no empieza por tropezar con su
trauma más íntimo, ninguna liberación es posible. Insisto en que, no
lejos de Clarice Lispector, debiéramos volver a concebir la libertad
como una negociación con lo que nos ata, una travesía por nuestra
patología más turbia. Todo lo que sea aplazar ese trauma real significa
también aplazar un modo de cura más duradero y ético.
-Repito
una pregunta que hacés en el libro: ‘¿Podemos temer entre nosotros una
batalla sin cuartel contra el alma de la subjetividad, ese Dasein cuya
esencia es existencia?’
-Sí, insisto en que el alma del
capitalismo como cultura es su odio a la esencia de la existencia, la
‘infinitud’ que se encarna en la finitud. De ahí que por todos lados la
cultura que nos rodea trate de cortar las relaciones del sujeto
con lo que habla en su dolor y en su muerte. Tanto la histeria de la
cobertura técnica como la incesante demonización de los alivios
autónomos del individuo (el sol, el tabaco, el aire libre, la comida, el
alcohol, las relaciones, el sexo) son una astucia de la razón
occidental para hacer sociodependiente al sujeto. Una dependencia que
después, con más medios técnicos y sociales, ya no tiene cura. Todo lo
que no sea recuperar tecnologías de la vida al desnudo, tecnologías que
nacen de la propia indefensión de vivir, es entrar en una vía de
heteronomía que tiene graves implicaciones psíquicas y corporales.
-Y
algo más: el promocionado ‘ataque de pánico’, la neurosis de angustia
freudiana, ¿que pensás guarda de colectivo en ese adentro aterrorizado
que impide, muchas veces, salir, estar afuera, a la intemperie? ¿Es una
cuestión de temple o de la verdad ilusoria del lazo social?
-La
respuesta anterior incluye también que la cultura occidental, igual que
odia la zona de sombra subjetiva desde la cual puede surgir algo
singular que nos sostenga, odia también a los pueblos externos, a las
culturas exteriores. La geografía y la vida de afuera (calificada
sistemáticamente de ‘atrasada’ o ‘tiránica’) es una metáfora planetaria
de lo que la cultura capitalista odia en el sujeto. No sólo la humanidad
exterior, hasta la tierra misma está en el punto de mira. En este
aspecto me parece que Deleuze pone un importante acento
no eurocéntrico (lejano al racionalismo francés, a la dialéctica
alemana), sobre lo dicho por Lacan y Foucault, a la hora de pensar las
otras culturas. Necesitamos a los tres, más Agamben y Baudrillard, para
hacer una nueva mezcla que nos permita pensar de otro modo, lo más
apartado posible de un canon ilustrado que sataniza a los árabes, a los
eslavos, chinos. En este punto, una vez más, la literatura y la poesía
con frecuencia han ido más lejos, y antes, que la filosofía y el
pensamiento conceptual. Encontraremos en Rilke, Onetti y Handke un
caudal indispensable para repensar a nuestros clásicos del psicoanálisis
y la filosofía.-
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