Orlando Chirinos. Fotografía de José Antonio Rosales. |
13 de junio de 2021
Hoy pondré este texto que escribí y leí en el homenaje ofrecido por el Departamento de Literatura de la Dirección de Cultura de la Universidad de Carabobo, el 12 de abril de 2004. Éramos tan amigos que nos creíamos hermanos. Él nació un 1 de noviembre igual que yo. Y eso nos unía tanto como la literatura. Su fallecimiento hace más triste esta temporada. Somos muchos los amigos que hoy lo lloramos y lo recordamos. Mis condolencias a la familia.
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ORLANDO CHIRINOS: EL HOMBRE DEL FARO CELESTE
Hay escritores que uno busca cuando necesita una vida más inteligente; hay autores que uno lee cuando el alma pide emociones, dolores o ternuras ajenas. Y hay escritores que lo ponen a uno frente a la infancia, en la misma calle de la adolescencia; que es una calle inexistente pero muy transitada por los recuerdos. Hay escritores que devuelven a uno su mundo sensitivo, su universo familiar, que le devuelven a uno el propio yo soñador, el propio yo que inventaba y que imaginaba. Uno de estos escritores, sin que deje de tener las otras cualidades, se llama Orlando Chirinos, a quien uno conoce de trato y comunicación y en consecuencia puede agradecerle en persona esa escritura suya, que no es diferente de su vida, ni es una contraparte de su calidad humana.
Posee méritos de diversas categorías y se merece cualquier homenaje que le quieran rendir. Lo único que no tiene es vejez. No le veo la jubilación, no le noto el morbo del cansancio. Por lo tanto, este homenaje debe ser el producto de un gran cariño que necesita manifestarse y lo vamos a hacer hoy, todos juntos, de una manera estruendosa y básica, como si estuviéramos abrazándolo en un muelle. Vamos a mostrarle nuestra amistad desvergonzadamente, hasta que los estratos poblacionales que no lo han leído, que no han conversado con él, comiencen a preguntarse "¿y por qué tanto homenaje a ese falconiano con cara de pocos amigos?", "¿y por qué celebran tanto a ese hombre que no se ha ganado el Kino?".
Tal vez de esa manera descubran sus libros y a través de sus libros conozcan su corazón. Y a través de su corazón generoso y creativo se acerquen a los nuestros y comprendan por qué un escritor puede unirse a seres tan distintos en un solo aprecio.
He ahí otra oportunidad para que se le note la importancia de la literatura.
Este es un momento madurado por la Universidad, que le sirve al espíritu universitario, para mostrarse como persistencia de la sabiduría. Ojalá que ese espíritu se expandiera. Ojalá que uno sacara la cédula rapidito, que los hospitales parecieran clínicas, que el respeto a la vida no fuera un mito hipócrita dentro de cada ser humano. Sería un logro si alguna vez la gente prefiriera saber qué creer y percibiera de una vez por todas lo que el lenguaje ha hecho por la humanidad y apreciara, aunque fuera un segundo, la reverberación espiritual que le aporta la literatura a la existencia y a la desesperanza.
Es indudable que los escritores necesitan buenos lectores para crecer y que los lectores requieren escritores para conducirlos hacia el destino común de la creación. Después de terminar un libro, la mayor satisfacción de un escritor es encontrar a alguien que lo lea, que atraviese sus laberintos, que acepte las emboscadas y los retos; que ayude a poner los olores, los colores y a insuflarles aliento a los personajes.
Creo que el mejor homenaje que le han rendido a Orlando, aparte de este, es que tiene lectores. Se los ha ganado haciendo con humildad un trabajo mágico.
Desde hace muchos años soy amigo de Orlando Chirinos. Son tantos años de amistad y conocimiento que me atrevería a decir que pasan de veinticinco. Lo admiro, lo leo, y es uno de mis mejores amigos, aunque nos vemos cada vez que truena. Siempre estamos diciéndonos por teléfono que nos vamos a tomar unas cervezas para hablar de escrituras y nunca lo hacemos, pero sé que ambos terminamos mareados telefónicamente. Somos de los más virtuales en esas cosas.
Orlando Chirinos es uno de los autores venezolanos que se lee con mayor placer, porque al deseo de leerlo se une la alegría de verlo publicado. Cada vez que aparece un libro suyo uno lo festeja como propio. Y siempre pienso que me hubiera gustado conocer a Orlando desde la escuela primaria, para descifrar con propiedad los recovecos que le convirtieron en escritor.
Yo lo conocí cuando era el hombre del faro celeste, encaramado en una torre de control. Inventaba y planificaba sus cuentos de novela en esa casamata, que no era de marfil, y escribió muchas páginas preciosas, ubicado en tales alturas, mientras por la radio gritaban: ¡Señor, señor, nos estamos cayendo! No estoy seguro, pero creo que Orlando siempre lograba salvar a esos pilotos descarriados, aunque ello implicara perder la concentración en la escritura.
Un avión se viene cayendo y Orlando está escribiendo un cuento en una maquinita portátil. Se halla embebido en una historia, cuyo personaje central es un monje que se aísla en una cueva porque no desea escuchar confesiones. ¡Auxilio! ¡Auxilio!, grita por las ranuras de la radio una voz femenina. Como aquellas princesas que daban voces desde sus torres de piedra cada vez que veían a un caballero con su lanza en ristre. Orlando deja la máquina y agarra el micrófono. "Aquí torre de control… ¿Qué emergencia tiene?", preguntaba perturbado todavía, por el monje que no desea oír ni penas ni pecados.
"Mi papá se desmayó", explica la muchacha. Orlando trata de borrar de la mente la atmósfera perfecta que flotaba en su cuento. "Le voy a indicar las coordenadas para que descienda, señorita", manifiesta Orlando. Como asomada por el balcón de la radio, la muchacha suspira; Orlando se sacude al monje de la cabeza y ordena sin vacilar: "Mueva a su papá y agarre los controles".
La muchacha ignora que habla con un escritor. De saberlo, se habría desmayado también. Orlando mira de reojo hacia la maquinita portátil que parece sacarle la lengua y mofarse con esa cuartilla a medio escribir.
"Mi papá pesa ciento veinte kilos, señor, ¿Cómo lo voy a mover?" "¿Y usted cuánto pesa?", pregunta Orlando como si fuera una interrogante técnica y pertinente. "Tengo veinte años, peso sesenta kilos y no sé pilotear un avión. No señor, por eso estoy pidiendo auxilio. Y estoy viendo como más cerquita un cerro, es un cerro grandísimo...". "¿Se ven los árboles, señorita?”. “Sí señor: los veo claritos...".
Se registra un brevísimo pero denso silencio y entonces Orlando Chirinos cierra los ojos y deja que el monje tome su lugar. El personaje siente que su mano aferra un extraño aparato. El monje medieval acerca sus labios a las ranuras del micrófono y con gran serenidad dice lo único que podía decir en ese, instante: "Rece conmigo, señorita…".
Tenía que forjarse y afinarse su escritura con aquel oficio heroico. Todos sabemos que protegió unas cuantas vidas desde esa torre de control. Y las que no pudo salvar, al menos se llevaron la impresión de que sus emociones no caían al vacío.
La escritura de Orlando Chirinos es un valor que uno admira. Es un arte que uno envidia lo más sanamente posible. Y uno lo quiere por esa maravillosa capacidad de narrar que lo ha convertido en uno de los escritores más importantes de este país, que Dios guarde y proteja y que la inteligencia ilumine. Pero si Orlando Chirinos no fuera escritor, uno lo querría igual, porque es un ser humano de una bondad pocas veces vista.
Su apariencia es de una rusticidad engañosa; el moro de Venecia debe haber tenido esa mirada falconiana. Esa agresividad aparente. Y sin embargo, Orlando Chirinos es un hombre amable y caballeroso. Todo eso hace más admirable su irreverencia narrativa, su ironía impredecible, su osadía permanente. No deberían hacer falta más halagos. Todos sabemos que en verdad es un escritor magnífico y un amigo sin igual. Por lo tanto, voy a terminar con esta adulancia cariñosa que he traído desde Caracas, de parte de la valenciana Petruvska Simne y del villacurano José Pulido. Espero que haya sido una buena muestra de la amistad que convoca Orlando en todo el país.
Aprovecho para dejar constancia de que durante veinticinco años ha prometido pagar unas cervezas, desde la época en que valían un bolívar. Y ahora cuando al fin tenemos la oportunidad de confrontar las birras, estoy obligado a poner los biyuyos, porque es de mal gusto que un homenajeado saque la cartera. Eso me hace sentir la ligera sospecha de que todo esto ha sido maquiavélicamente planificado. Es el crimen perfecto: nosotros te alabamos y nosotros te invitamos. Afortunadamente, nosotros te leemos, y eso es suficiente para esperar veinticinco años más. Cambio y fuera. Espero que tus libros se lean para siempre en los aviones.
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José Pulido. Fotografía de Gabriela Pulido Simne |
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