Roberto Calasso. Imagen tomada de función Lenguaje. |
La edición como género literario
Roberto Calasso
Resulta fácil saber en qué consiste una mala
editorial. Las hay por decenas y todas se parecen mucho en la mezcla de
mercantilismo y miopía. En cambio, no existe una fórmula cierta para hacer una
buena. El autor de este ensayo, sin embargo, puede hablar del tema con
conocimiento de causa, pues la suya ha sido durante años una de las mejores
editoriales en lengua italiana.
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Septiembre - Octubre de 2005
Quisiera hablarles de algo que generalmente se da
por entendido, pero luego no se revela como obvio en absoluto: el arte de
publicar libros. Y primero quisiera detenerme un instante en la noción de
edición en sí, porque me parece que está envuelta en una notable cantidad de
equívocos. Si se le pregunta a alguien: ¿qué es una editorial?, la respuesta
habitual, y también la más razonable, es la siguiente: se trata de un ramo
secundario de la industria, en el cual se trata de hacer dinero publicando
libros. Y ¿qué debería ser una buena editorial? Una buena editorial
sería —si se me concede la tautología— la que supuestamente publica, dentro de
lo posible, sólo buenos libros. O sea, para usar una definición rápida,
libros de los que el editor tienda a estar orgulloso, y no a avergonzarse de
ellos. Desde este punto de vista, una editorial semejante difícilmente podría
revelarse de particular interés en términos económicos. Publicar buenos libros
nunca ha vuelto espantosamente rico a nadie. O, por lo menos, no en una medida
comparable con lo que puede suceder abasteciendo al mercado de agua mineral o
computadores o bolsas de plástico. Al parecer, una empresa editorial puede
producir ganancias notables sólo a condición de que los buenos libros sean
sumidos entre muchas otras cosas de calidad muy diferente. Y cuando están
sumidos, se pueden anegar fácilmente —y así desaparecer por completo.
Imagen tomada del blog UPN.
Luego, será bueno recordar que la edición en
numerosas ocasiones ha demostrado ser una vía rápida y segura para derrochar y
chuparse patrimonios sustanciosos. Se podría además agregar que, junto con roulette
y cocottes, fundar una editorial siempre ha sido, para un joven de
nobles orígenes, una de las maneras más eficaces de despilfarrar su fortuna. De
ser así, la pregunta es cómo es que el papel del editor ha atraído a lo largo
de los siglos a un número tan alto de personas —y continúe considerándose
fascinante y, en cierto modo, misterioso también hoy—. Por ejemplo, no es
difícil darse cuenta de que no hay título más codiciado por ciertos poderosos
de la economía, quienes con frecuencia se lo conquistan literalmente a un
precio de oro. Si esas personas pudiesen afirmar que publican verduras
congeladas, en vez de producirlas, presumiblemente serían felices. Se puede
entonces llegar a la conclusión de que, además de ser un ramo de los negocios,
la edición siempre ha sido una cuestión de prestigio, no por nada sino porque
se trata de un género de negocios que es a la vez un arte. Un arte en todos los
sentidos, y seguramente un arte peligroso porque, para practicarlo, el dinero
es un elemento esencial. Desde este punto de vista, bien se puede sostener que
muy poco ha cambiado desde los tiempos de Gutenberg.
Y sin embargo, si pasamos la mirada por cinco
siglos de edición tratando de pensar en la edición misma como un arte, en
seguida vemos surgir paradojas de todo tipo. La primera podría ser ésta: ¿con
base en qué criterios se puede juzgar la grandeza de un editor? Sobre esta
cuestión, como solía decir un amigo mío español, “no hay bibliografía”. Se
pueden leer estudios muy doctos y minuciosos sobre la actividad de ciertos
editores, pero muy rara vez se encuentra un juicio sobre su grandeza, como en
cambio sucede normalmente cuando se trata de escritores o pintores. ¿De qué
estará hecha, entonces, la grandeza de un editor?
Trataré de responder a la pregunta con algunos
ejemplos. El primero, y quizá el más elocuente, nos remite a los orígenes de la
edición. Con la impresión ocurrió un fenómeno que se repetiría más tarde con el
nacimiento de la fotografía. Al parecer hemos sido iniciados en estas
invenciones por maestros que inmediatamente han alcanzado una excelencia
inigualable. Si se quiere entender lo esencial de la fotografía, basta estudiar
la obra de Nadar. Si se quiere entender qué puede ser una editorial, basta
echar un vistazo a los libros impresos por Aldo Manuzio. Él fue el Nadar de la
edición, el primero en imaginar una editorial en términos de forma. Y aquí la
palabra “forma” se entiende de muchas y diferentes maneras. En primer lugar, la
forma es decisiva en la elección y en la secuencia de los títulos a publicar.
Pero la forma tiene que ver también con los textos que acompañan a los libros,
además de la manera en que el libro se presenta como objeto. Por eso incluye la
portada, el diseño, la compaginación, los caracteres, el papel. El propio Aldo
solía escribir bajo la forma de cartas o epistulae aquellos breves
textos introductorios que son los precursores no sólo de todas las
introducciones, prefacios y epílogos modernos, sino también de todas las
solapas de los forros, los textos de presentación a los libretos y la
publicidad de hoy. Fue aquél el primer indicio del hecho de que todos los
libros publicados por cierto editor podían ser vistos como eslabones de una
misma cadena, o segmentos de una serpiente de libros, o fragmentos de un solo
libro formado por todos los libros publicados por ese editor. Ésta, obviamente,
es la meta más audaz y ambiciosa para un editor, y así ha persistido desde hace
quinientos años. Y si les parece que se trata de una empresa impracticable,
bastará recordar que también la literatura, si no oculta en su fondo lo
imposible, pierde toda magia. Algo similar creo que se puede decir de la
edición —o al menos de ese particular modo de ser editor, que ciertamente no ha
sido practicado muy a menudo a lo largo de los siglos, pero a veces con
resultados memorables—.
Para dar una idea de lo que puede nacer de esta
concepción de la edición, me referiré a dos libros impresos por Aldo Manuzio.
El primero fue publicado hace quinientos dos años con el abstruso título Hypnerotomachia Poliphili, que significa “Batalla de amor en sueños”. Pero ¿de qué se
trata? Era lo que hoy se llamaría una “primera novela”. Y, además, de autor
desconocido (y hasta hoy enigmático), escrita en una suerte de lenguaje
imaginario, una especie de Finnegans Wake compuesto sólo de mescolanzas
e hibridaciones de palabras latinas e italianas. Una operación más bien
arriesgada, se diría. Pero ¿qué aspecto tenía el libro? Era un volumen en
folio, ilustrado con magníficos grabados que constituían una perfecta
contraparte visual del texto. Lo que es aún más arriesgado. Pero llegados a
este punto debemos agregar algo: según la inmensa mayoría de los apasionados de
libros, éste es el libro más bello jamás impreso. Lo que puede ser
verificado por cada uno de ustedes, si acaso les cayera en las manos una copia
de aquella edición o también, en el peor de los casos, un buen facsímile. Aquel
libro era obviamente un golpe de genio, único e irrepetible. Y al crearlo, el
editor tuvo una función capital. Pero no deben pensar que Manuzio era grande
sólo como preparador de tesoros para los bibliófilos de los siglos venideros.
El segundo ejemplo que tiene que ver con él va en una dirección completamente
distinta: tres años después de la Hypnerotomachia, en 1502, Manuzio
publicó una edición de Sófocles en un formato que él quiso definir como parva
forma, pequeña forma: es el primer libro de bolsillo de la historia, el
primer paperback. Literalmente, el primer libro que se podía meter en un
bolsillo. Al inventar un libro de tal formato, Manuzio transformó los gestos
que acompañan a la lectura. Así, el acto mismo de leer mutó de manera radical.
Observando el frontispicio, se puede admirar la elegancia del caracter griego
cursivo que aquí es usado por primera vez y en seguida se convirtió en un
valioso punto de referencia. Por eso, Manuzio fue capaz de alcanzar dos
resultados opuestos: por un lado, crear un libro como la Hyp-nerotomachia
Poliphili que jamás tendría igual, y es casi el arquetipo del libro
único. Por otro, crear un libro completamente distinto, como el Sófocles,
que en cambio sería copiado millones y millones de veces en todas partes, hasta
hoy.
Roberto Calasso joven.Imagen tomada de Descontexto.
No diré más sobre Aldo Manuzio porque ya veo
perfilarse una pregunta en su mente, pregunta que se podría formular así: bien,
todo eso es fascinante y pertenece a las glorias del renacimiento italiano,
pero ¿qué tiene que ver con nosotros y con los editores de hoy, anegados por la
marea creciente de CD-ROM, sitios de Internet, e-book y DVD —por no hablar
de los diversos incestuosos connubios entre todos estos mecanismos—? Si
tuvieran la paciencia de seguirme todavía unos instantes, trataré de dar una
respuesta a esta pregunta usando otro ejemplo. En efecto, si les dijera sin
medias tintas que a mi parecer un buen editor de nuestros días debería
simplemente tratar de hacer lo que hacía Manuzio en Venecia en el primer año
del siglo XVI, ustedes podrían pensar que estoy bromeando —aunque no bromeo
para nada—. Entonces les hablaré de un editor del siglo XX, precisamente para
mostrarles cómo actuó exactamente de ese modo, aunque en un contexto totalmente
distinto. Se llamaba Kurt Wolff. Era un joven alemán, elegante, rico, pero
tampoco demasiado. Quería publicar nuevos escritores de alta calidad literaria.
Entonces inventó para ellos una colección de cuadernos más bien inusitados, de
formato vertical, llamada “Der Jüngste Tag”, “El Día del Juicio”, un título que
hoy parece completamente apropiado para una colección de libros que salieron en
Alemania durante la Primera Guerra Mundial. Si dan una ojeada a estos libros de
color negro, delgados y austeros, con las etiquetas pegadas encima, como sobre
cuadernos de escuela, quizá se pondrán a pensar: ¿es así que debería
presentarse un libro de Kafka? Y, en efecto, varios de los relatos de Kafka
fueron publicados en esta colección. Entre ellos, La metamorfosis, en
1917, con una bella etiqueta azul y marco negro. En esa época Kafka era un
joven escritor poco conocido y extremadamente discreto. Pero, leyendo las
cartas que Kurt Wolff le es-cribía, se darán cuenta en seguida, por su
exquisito tacto y delicadas atenciones, que el editor simplemente sabía
quién era su interlocutor.
Imagen tomada de UCP.
Kafka, por lo demás, no era ciertamente el único
joven escritor publicado por Kurt Wolff. Ese mismo año 1917, más bien
turbulento para la edición, Kurt Wolff recogió en un almanaque, que llevaba por
título Vom Jüngsten Tag, textos de algunos jóvenes autores. He aquí el
almanaque y he aquí algunos de los autores: Franz Blei, Albert Ehrenstein,
George Heym, Franz Kafka, Else Laske-Schüler, Carl Sternheim, George Trakl,
Robert Walser. Son los nombres de los jóvenes escritores que en ese año se
encontraron reunidos bajo el techo del mismo joven editor. Y esos mismos
nombres, ninguno excluido, vuelven a entrar en la lista de los autores
esenciales que un joven hoy debe leer si quiere saber algo de la literatura en
lengua alemana de los primeros años del siglo XX.
Llegados a este punto, mi tesis debería mostrarse
bastante clara. Aldo Manuzio y Kurt Wolff no hicieron nada sustancialmente
distinto, a distancia de cuatrocientos años el uno del otro. De hecho,
practicaban el mismo arte de la edición —si bien este arte puede pasar
inadvertido a los ojos de los demás, editores incluidos—. Y este arte puede ser
juzgado en ambos casos con los mismos criterios, el primero y el último de los
cuales es la forma: la capacidad de dar forma a una pluralidad de libros
como si fueran los capítulos de un único libro. Y todo ello teniendo cuidado
—un cuidado apasionado y obsesivo— de la apariencia de cada volumen, de la
manera en que se presenta. Y, finalmente, también —y no es ciertamente el punto
de menor importancia— de cómo ese libro puede ser vendido al más alto número de
lectores.
Hace aproximadamente cuarenta años Claude Lévi-Strauss propuso considerar una de las actividades fundamentales del género
humano —cabe aclarar, la elaboración de mitos— como una forma particular de
bricolaje. Después de todo, los mitos están constituidos de elementos ya
preparados, muchos de ellos derivados de otros mitos. Llegados a este punto
sugiero sumisamente considerar también el arte de la edición como una forma de
bricolaje. Traten de imaginar una editorial como un único texto formado no sólo
de la suma de todos los libros que ha publicado, sino también de todos sus
otros elementos constitutivos, como las portadas, las solapas, la publicidad,
la cantidad de copias impresas o vendidas, o las diversas ediciones en las que
ha sido presentado el mismo texto. Imaginen una editorial de esta manera y se
encontrarán inmersos en un paisaje muy singular, algo que podrían considerar
una obra literaria en sí, perteneciente a un género específico. Un género que
se jacta de sus clásicos modernos: por ejemplo, los vastos dominios de
Gallimard, que de las tenebrosas florestas y de los pantanos de la “Série
Noire” se extienden a los altiplanos de la “Pléiade”, pero incluyendo varias
graciosas ciudades de provincia o asentamientos turísticos que a veces se
parecen a los pueblos Potëmkin de cartón, levantados en este caso no por la
visita de Catalina, sino por una temporada de premios literarios. Y bien
sabemos que, cuando llega a expandirse de esta manera, una editorial puede
adquirir un cierto carácter imperial. Así, el nombre Gallimard resuena hasta
los limbos más remotos adonde se extiende la lengua francesa. O, en otra
vertiente, podríamos encontrarnos en las vastas haciendas de Insel Verlag, que
dan la impresión de haber pertenecido por mucho tiempo a un iluminado señor
feudal que al final ha dejado sus propiedades a los más devotos y probados
intendentes... No quiero insistir más, pero ya ven que de este modo se podrían
concebir mapas muy detallados.
Retrato de Aleksandr Blok por Konstantín Sómov. 1907
Considerando a las editoriales desde esta
perspectiva, se mostrará quizá más claro uno de los puntos más misteriosos de
nuestro oficio: ¿por qué un editor rechaza cierto libro? Porque se da cuenta de
que publicarlo sería como introducir un personaje equivocado en una novela, una
figura que arriesgaría desequilibrar al conjunto o desvirtuarlo. Un segundo
punto concierne al dinero y a las copias: siguiendo esta línea, se estará
obligado a tomar en consideración la idea de que la capacidad de hacer leer (o,
por lo menos, comprar) ciertos libros es un elemento esencial de la
calidad de una editorial. El mercado —o la relación con ese desconocido, oscuro
ser llamado “el público”— es la primera ordalía del editor, en la acepción
medieval del término: una prueba de fuego que puede también convertir en humo
considerables cantidades de billetes. Por lo tanto, se podría definir a la
edición como un género li-terario híbrido, multimediático. E híbrido sin duda
lo es. En cuanto a que se mezcla con otros media, se trata de un hecho
ya obvio. No obstante, la edición, como juego, sigue siendo fundamentalmente
ese mismo viejo juego que Aldo Manuzio practicaba. Y un nuevo autor que se nos
viene encima con un libro abstruso es para nosotros parecido al aún elusivo
autor de la novela intitulada Hypnerotomachia Poliphili. Hasta que este
juego dure, estoy seguro de que siempre habrá alguien dispuesto a jugarlo con
pasión. Pero si un día las reglas tuvieran que cambiar radicalmente, como a
veces estamos inducidos a temer, estoy igualmente seguro de que sabremos convertirnos
a alguna otra actividad —y podremos también reencontrarnos en torno a una mesa
de roulette, o de écarté o de black jack.
Quisiera cerrar con una última pregunta y una
última paradoja. ¿Hasta qué extremos se puede llevar el arte de la edición? ¿Es
posible aún concebirla en circunstancias en que lleguen a faltar ciertas
condiciones esenciales suyas, como el dinero y el mercado? La respuesta
—sorprendentemente— es afirmativa. Al menos si observamos un ejemplo que nos ha
llegado de Rusia. En plena Revolución de Octubre, en esos días que fueron, en
las palabras de Aleksandr Blok, “una mezcla de angustia, horror, penitencia,
esperanza”, cuando las imprentas ya habían sido cerradas por tiempo
indeterminado y la inflación hacía subir los precios de hora en hora, un grupo
de escritores —entre los cuales estaban un poeta como Chodasevic y un pensador
como Berdajaev, además del novelista Michail Osorgin, que fue luego el cronista
de esos eventos— pensó bien en lanzarse a la empresa aparentemente insensata de
abrir una Librería de los Escritores, que permitiera a los libros, y sobre todo
a ciertos libros, circular aún. Pronto la Librería de los Escritores se
convirtió, en las palabras de Osorgin, en “la única librería en Moscú y en toda
Rusia en la que cualquier hijo de vecino podía adquirir un libro ‘sin
autorización’ ”.
Lo que Osorgin y sus amigos hubieran querido
crear era una pequeña editorial. Pero las circunstancias lo hacían imposible.
Entonces usaron la librería como una suerte de doble de una editorial. Ya no un
lugar donde se producían libros nuevos, sino donde se trataba de dar
hospitalidad y circulación a los libros numerosísimos —a veces preciosos, a
veces comunes, con frecuencia dispares, pero, como sea, destinados a estar
desperdigados— que el naufragio de la historia hacía arribar al mostrador de su
negocio. Lo importante era mantener con vida ciertos gestos: continuar tratando
a esos objetos rectangulares de papel, hojearlos, ordenarlos, hablar de ellos,
leerlos en los intervalos entre una tarea y otra, en fin, pasarlos a otros. Lo
importante era constituir y mantener un orden, una forma: reducido a su
definición mínima e irrenunciable, ése es justamente el arte de la edición. Y
así fue practicado en Moscú entre 1918 y 1922, en la Librería de los Escritores. Que alcanzó el acmé de su noble historia cuando los fundadores de
la librería decidieron, visto que la edición tipográfica era impracticable,
iniciar la publicación de una serie de obras en un único ejemplar escrito a
mano. El catálogo completo de estos libros literalmente únicos se quedó en la
casa de Osorgin en Moscú y al final se perdió. Pero, en su fantasmagoría, queda
como el modelo y la estrella polar para quienquiera que trate de ser editor en
tiempos difíciles. Y los tiempos siempre son difíciles.
Roberto Calasso. Imagen tomada de Moked.
Nota - Esta conferencia pertenece al libro La locura que viene de las ninfas y otros ensayos de la editorial Sexto Piso.
Tomada de El Mal pensante.
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