jueves, 9 de febrero de 2023

Gabriel Zaid: ¿Qué demonios importa si uno es culto? Lo que importa es si leer nos hace, físicamente, más reales

 


Estimados Liponautas


Hoy compartimos con ustedes un fragmento de Los demasiados libros  de Gabriel Zaid . Esperamos sea de su agrado.

Atentamente


La Gerencia.

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Los demasiados libros


Gabriel Zaid


La Jornada Semanal, 28 de abril de 1996


La editorial española Anagrama otorgó la mención especial de su certamen internacional de ensayo al escritor mexicano Gabriel Zaid. El libro de Zaid gira en torno a la industria editorial, y en él se combinan los talentos del analista de La economía presidencial, el crítico de La poesía en la práctica y el poeta de Reloj de sol. Celebramos a uno de nuestros mayores escritores con el ensayo que da título al libro que próximamente editará Anagrama.


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La gente que quisiera ser culta, va con temor a las librerías, se marea ante la inmensidad de todo lo que no ha leído, compra algo que le han dicho que es bueno, hace el intento de leerlo, sin éxito, y cuando tiene ya media docena de libros sin leer, se siente tan mal que no se atreve a comprar otros.

En cambio, la gente verdaderamente culta es capaz de tener en su casa miles de libros que no ha leído, sin perder el aplomo ni dejar de seguir comprando más.


José Gaos. Imagen tomada de El Financiero.

«Toda biblioteca personal es un proyecto de lectura», dice un aforismo de José Gaos. La observación es tan exacta que, para ser también irónica, requiere la complicidad del lector bajo una especie de imperativo moral, que todos más o menos acatamos: un libro no leído es un proyecto no cumplido. Tener a la vista libros no leídos es como girar cheques sin fondos: un fraude a las visitas.

Ernest Dichter, en su Handbook of Consumer Motivations, habla de esta mala conciencia en los clubes de libros. Hay gente que se inscribe como si entrara a un festival de la cultura; pero, a medida que los libros llegan y se acumula el tiempo que hace falta para leerlos, cada nueva remesa, y el montón, se vuelven un reproche muy poco festivo: una acusación de incumplimiento, hasta que rompe con el club, decepcionada y resentida de que le siga enviando libros, a pesar de pagarlos.

Por eso, se inventaron los libros que no son para leer. Libros que se pueden tener a la vista impunemente, sin sentimientos de culpa: diccionarios, enciclopedias, atlas, libros de arte, de cocina, de consulta, bibliográficos, antológicos, obras completas. Libros que la gente discreta prefiere para hacer regalos: porque son caros, lo cual demuestra aprecio, y porque no amenazan con la cuenta pendiente de responder a la pregunta: «¿Ya lo leíste?, ¿qué te pareció?» —lo cual demuestra lo mismo. El antieslogan más anticomercial del mundo pudiera ser, en efecto: «Regale un libro: es como regalar una obligación».

Los autores de libros no son tan discretos. Dejando aparte los casos extremos (los que llaman para ver en qué página va uno, cuándo terminará y, sobre todo, cuándo publicará una reseña larga, inteligente y objetiva), se sienten obligados a repartir obligaciones cada vez que publican. Ya se sabe que la elegancia torera en estos casos consiste en responder de inmediato con una tarjeta que diga: «Acabo de recibir su libro. ¡Qué estupenda sorpresa! Lo felicito y me felicito de antemano por la alegría que me dará leerlo». (Alfonso Reyes las usaba impresas, con espacios en blanco para la fecha, nombre y título.) Si no, la deuda se triplica y crece a interés compuesto, conforme pasa el tiempo, hasta que llega un momento en que el deber pendiente de leer el libro, de escribir una carta, que ya no puede ser tan breve, y de formular un elogio que no sea falso ni mezquino, se vuelve una pesadilla. No se sabe qué es peor, si esto o la tarjeta a vuelta de correo.

Pero hay más: ¿qué hacer físicamente con el libro? El autor puede presentarse un día y encontrarlo sin abrir. Otra buena medida, que desgraciadamente también requiere disciplina, sería desflorar las primeras páginas en el momento de recibirlo, y dejar un marcador, para indicar la intención. O hacerlo desaparecer, explicando, si es necesario, que un amigo se entusiasmó tanto que se lo llevó prestado, antes de que uno pudiera leerlo. En este caso, es prudente arrancar la dedicatoria. Los libros dedicados tienen la extraña vocación de acabar en las librerías de viejo, y hay esas historias horribles de los libros de Darío o de Rilke dedicados melosamente a Valéry y encontrados después con los buquinistas del Sena, sin abrir. O aquella historia del libro de Valle-Arizpe que encontró, intonso, en una librería de viejo, y que compró y envió de nuevo a su amigo: «Con el renovado afecto de Artemio de Valle-Arizpe».

Una pésima solución consiste en conservarlos, hasta formar una biblioteca de miles de volúmenes, diciendo: en realidad, no tengo tiempo de leerlos, lo hago para dejarles una herencia a mis hijos. Excusa cada vez más débil, hoy que las ciencias adelantan que es una barbaridad. Casi todos los libros se vuelven obsoletos desde el momento en que se escriben, si no antes. Y la mercadotecnia está logrando imponer la planned obsolescence hasta de los autores clásicos (con nuevas y mejores ediciones críticas), para acabar con la ruinosa transmisión de gustos de una generación a la siguiente, que tanta fuerza restó al mercado en otro tiempo.

La formación de bibliotecas obsoletas para los hijos se justifica como la preservación de ruinas: por razones puramente arqueológicas. Y hay excusas mejores que la biblioteca heredable. Si uno forma una biblioteca sobre historia de Tlaxcala, o, mejor aún, de ediciones del Quijote, nadie tiene derecho a exigirle que haya leído miles de veces el Quijote, una por edición. Aunque no faltarán visitas inocentes que se escandalicen de ver tantas veces el mismo título. ¿No es como retratarse y exhibirse mil veces, bajo mil ángulos, con el único pez gordo que se ha pescado en la vida?

Bajo el Imperativo Categórico de Leer y Ser Culto, una biblioteca es una sala de trofeos. La montaña mágica es como una pata de elefante que da prestigio, sirve de taburete y permite conversar de peligrosas excursiones al África. ¿Y qué decir del león que le guiñó un ojo al cazador antes de rodar a sus pies? Así, quien tiene las memorias de Churchill, dedicadas y sin abrir, dice: ¡Pobre Winston! Por respeto, las guardo como las recibí. ¡Qué formidable león británico! Le supliqué al taxidermista que conservara cuidadosamente el guiño...

Los cazadores tienen fama de exagerados. Por eso, es un principio de ética profesional del lector que aspira a ser culto, no exhibir jamás piezas no cazadas debidamente. Menos aún piezas que, en realidad, leyó un amigo, o el guía, en el safari cultural. De ahí también que un libro sólo pueda ser visto como un cadáver disecado, no un animal de presa vivo. ¿Tigres en el tanque de la gasolina? Pase. Pero, ¿rugiendo por toda la casa, echados en el cuarto de baño o en la cama, estirándose y bostezando en las ventanas, encaramados en los anaqueles? ¡Jamás! Por respeto a las visitas.

El Imperativo Categórico viene de los libros sagrados. Karl Popper (Los libros y el milagro de la democracia) supone que la cultura occidental nace con la aparición del mercado del libro en Atenas, en el siglo V antes de Cristo: el libro comercial acaba con el libro sagrado. Pero, ¿acaba? El mercado es ambivalente. Tener en casa y a la mano lo que antes sólo se veía en el templo es un gran atractivo para la demanda, porque los libros tienen todavía el prestigio del templo. La desacralización democrática prospera como simonía: permite vender lo que no tiene precio. No acaba con los libros sagrados: los multiplica.

Sócrates criticó el fetichismo del libro (Fedro). Dos siglos después, en otro pueblo del libro (el pueblo bíblico), dijo el Eclesiastés (12:12): «componer muchos libros es nunca acabar, y estudiar demasiado daña la salud. Basta de palabras. Todo está escrito». En el siglo I, Séneca le escribe a Lucilio: «La multitud de libros disipa el espíritu». En China, en el siglo IX, el poeta Po Chu Yi se burla de Lao-Tsé: «De sabios es callar, los que hablan nada saben» —dicen que dijo Lao-Tsé, en un librito de ochocientas páginas. En Argelia, en el siglo XIV, Ibn Jaldún: «Los demasiados libros sobre un tema hacen más difícil estudiarlo» (Al-muqaddi-mah VI 27). En Alemania, en el siglo XVI, Lutero: «La multitud de libros es una calamidad» (Charlas de sobremesa). Don Quijote, al enterarse de que se había escrito el Quijote: «Hay algunos que así componen y arrojan libros de sí como si fueran buñuelos» (II 3). Descartes: «abandoné el estudio de los libros, decidido a no buscar más ciencia que en mí mismo o en el gran libro del mundo» (Discurso del método). Samuel Johnson: «Para convencerse de la vanidad de las esperanzas humanas, no hay un lugar más impresionante que una biblioteca pública».

Alguna vez propuse un guante de castidad para los autores que no se puedan contener. Pero también puede servir un baño de agua fría: sumergirse en una gran biblioteca, para desanimarse, como Johnson, ante la multitud de autores desatendidos. El progreso ha logrado que todo ciudadano, no sólo los profetas elegidos, pueda darse el lujo de hablar en el desierto.

¿Quién podrá detener la multiplicación de libros? Por un momento, parecía que iba a ser la televisión. Marshall McLuhan escribió (¡escribió!) libros proféticos sobre el fin de los tiempos librescos. Pero la explosión del libro lo dejó hablando en el desierto.

El lanzamiento y apogeo comercial de la televisión en los Estados Unidos, medido en número de hogares con receptores, fue de 1947 a 1960, cuando pasó de 16 mil a 45 millones de aparatos, o sea prácticamente de cero al 88 por ciento de los hogares (Warde B. Orden, The Television Business). Todo estaba, pues, listo para acabar con el libro. Sin embargo, el número de títulos publicados cada año, en el mismo periodo, subió a más del doble: de 7 a 15 mil (Statistical Abstract of the United States). Mayor sorpresa: de 1960 a 1968, volvió a doblarse el número de títulos anuales, y en un periodo menor, mientras que el número de hogares con receptores, naturalmente, ya no podía subir más que a la saturación (98 por ciento).

A mediados del siglo XV, apareció la imprenta de caracteres móviles en Europa. No sustituyó de inmediato a los copistas ni a la impresión con placas de madera, pero multiplicó los títulos disponibles. En el primer siglo de la nueva imprenta, se publicaron unas 35.000 ediciones (Agustín Millares Carló,Introducción a la historia del libro y de la biblioteca), o sea 350 títulos por año, que tal vez empezaron siendo 100. Para 1952 (Robert Escarpit, La revolución del libro), se publicaban ya unos 250 mil. Esto implica un ritmo de crecimiento cinco veces mayor que el de la población.

Agustín Millares Carló. Imagen tomada de la Real academia de Historia.


Se suponía que la televisión iba a acabar con ambas explosiones, pero no sucedió, como puede verse en las cifras para el año 2000, estimadas a partir del Anuario estadístico 1994 de la Unesco. Después de la televisión, la población crece al 1,8% anual (en vez del 0,3% en el medio milenio anterior), y la publicación de libros al 2,8% anual (en vez del 1,6% anterior).



A partir de estas cifras gruesas, pueden hacerse interpolaciones también gruesas. Se publicaron unos 500 títulos en 1550, unos 2.300 en 1650, unos 11.000 en 1750 y unos 50.000 en 1850. La bibliografía acumulada hasta 1550 fue de unos 35.000, hasta 1650 de 150.000, hasta 1750 de 700.000, hasta 1850 de 3'300,000, hasta 1950 de 16 millones, hasta el año 2000 de 52 millones. En el primer siglo de la imprenta (1450-1550), se publicaron unos 35 mil títulos; en el último medio siglo (1950-2000), mil veces más: unos 36 millones.

La humanidad publica un libro cada medio minuto. Suponiendo un precio medio de quince dólares y un grueso medio de 2 centímetros, harían falta quince millones de dólares y 20 kilómetros de anaqueles para la ampliación anual de la biblioteca de Mallarmé, si hoy quisiera decir:

Hélas! La carne es triste y he leído todos los libros.

Los libros se publican a tal velocidad que nos vuelven cada día más incultos. Si uno leyera un libro diario, estaría dejando de leer cuatro mil, publicados el mismo día. Es decir: sus libros no leídos aumentarían cuatro mil veces más que sus libros leídos. Su incultura, cuatro mil veces más que su cultura.

«Es mucho el saber y poco el vivir», dijo Gracián. Pero, de nuevo, el aforismo opera poéticamente, más allá de su verdad cuantitativa, con ese dejo melancólico, porque remueve los sentimientos de culpa que nos da nuestra finitud frente a las tareas infinitas que exige el Imperativo Categórico. Sí, hay algo profundamente melancólico en ir a una biblioteca o librería llena de libros que no leeremos jamás. Algo que trae a la memoria aquellos versos de Borges:

Hay un espejo que me ha visto por última vez.

Hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo.

Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)

Hay alguno que ya nunca abriré.

¿Y para qué leer? ¿Y para qué escribir? Después de leer cien, mil, diez mil libros en la vida, ¿qué se ha leído? Nada. Decir: yo sólo sé que no he leído nada, después de leer miles de libros, no es un acto de fingida modestia: es rigurosamente exacto, hasta la primera decimal de cero por ciento. Pero ¿que no es quizás eso, exactamente, socráticamente, lo que los muchos libros deberían enseñarnos? Ser ignorantes a sabiendas, con plena aceptación. Dejar de ser simplemente ignorantes, para llegar a ser ignorantes inteligentes.

Quizá la experiencia de la finitud es el único acceso que tenemos a la totalidad que nos llama, y nos pierde, con desmedidas ambiciones totalitarias. Quizá toda experiencia de infinitud es ilusoria, si no es, precisamente, experiencia de finitud. Quizá, por eso, la medida de la lectura no debe ser el número de libros leídos, sino el estado en que nos dejan.

¿Qué demonios importa si uno es culto, está al día o ha leído todos los libros? Lo que importa es cómo se anda, cómo se ve, cómo se actúa, después de leer. Si la calle y las nubes y la existencia de los otros tienen algo que decirnos. Si leer nos hace, físicamente, más reales.


Tomado de La Jornada.


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