LA POESÍA VENEZOLANA CONTEMPORÁNEA: EL RUIDOSO
SILENCIO EN LA
ESTÉTICA DE REYNALDO PÉREZ SÓ
Giuseppe Gatti
(Universidad
de Salamanca)
RESUMEN: El presente artículo trata
de analizar la obra de un poeta venezolano contemporáneo, Reynaldo Pérez Só,
en el marco de la poética del silencio. Se examina, por una parte, la importancia
de la mística religiosa europea y de las filosofías orientales en la producción
poética del autor, que abarca casi treinta años de su vida. Por otro lado,
se comparan los rasgos peculiares de Pérez Só (minimalismo, búsqueda de Dios
a través de la ausencia de sonidos, incorporeidad) con elementos de la poesía
de Luis Alberto Crespo, otro poeta venezolano del silencio.
PALABRAS CLAVE: poesía venezolana - poética del silencio - mística - espiritualidad
- minimalismo estilístico.
ABSTRACT: The purpose of this article is to present the
production of Reynaldo Pérez Só, a contemporary poet from Venezuela and
his poetic of silence. We will try to analyze, at first, the importance of
European religious mysticism and Asiatic philosophies in his work, alongside
30 years. Then, we will compare the peculiar characteristics of Reynaldo Pérez
Só’s poetry (minimalism, search of God through the absence of sounds, body`s
transparence) with elements of the production of another Venezuelan poet of
the silence: Luis Alberto Crespo.
KEYWORDS: Venezuelan poetry - poetic of silence -
mysticism - spirituality – aesthetic minimalism.
“A plena luz, somos nuestra apariencia; en la oscuridad, somos lo más que
alcanzamos de nosotros mismos y, por ello, ya no somos”. (E. Cioran)
1.- APUNTES DE TRAYECTORIA ARTÍSTICA Y VITAL
Reynaldo Pérez Só, el poeta de una sola pieza. O, como afirma Juan Liscano,
el poeta que “sólo ha escrito un poema”. Puede parecer paradójico e incluso
arriesgado acercarse a la obra poética de Reynaldo Pérez Só empezando por una
afirmación tan voluntariamente provocativa; se puede correr el peligro de un
encasillamento a priori, con el consecuente inconveniente de sobrevolar sus
versos como si de un conjunto homogéneo e invariable se tratara, sin detenerse
en los matices que cada palabra guarda. Incluso, se podría caer en el error de
clasificar su poesía con criterios poco flexibles o simplistas. Una maniobra de
acercamiento tan arriesgada no es sino el resultado de una complejidad poética
que, a su vez, se refleja en la trayectoria vital del escritor.
Nacido en Caracas en 1945, Reynaldo Pérez Só se licencia en Educación por la Universidad de Carabobo y luego ejerce de médico cirujano hasta el momento en que decide dejar
su país para viajar primero a Brasil –donde se matricula en un curso de
postgrado en Literatura por la Universidad Federal de Río de Janeiro– y más
tarde a París. En la capital francesa el poeta ejerce un papel activo en el
movimiento del Mayo de 1968, cuyo foco central son las protestas universitarias
de la Sorbonne,
universidad que él frecuenta entre 1967 y 1969.
Durante la década de los ’70, otra vez en Venezuela, Reynaldo Pérez Só es
miembro del Grupo de Valencia y co-fundador
de la revista “Poesía” junto a
Eugenio Montejo, Teófilo Tortolero y Alejandro Oliveros. Para comprender el
clima social y cultural que se vivía por aquel entonces en Venezuela es
importante dar un paso atrás y asomarse a la ventana del pasado más reciente
del estado caribeño: cuando Pérez Só vuelve a Venezuela, la nación se encuentra
en una delicada etapa histórico-política, que había empezado en 1958, cuando –a
raíz del fin de la dictadura– se había instaurado en el país una democracia
representativa, como consecuencia de la toma de poder de una junta patriótica.
Este orden democrático, fundado en un sistema de bipartidismo que presenta más
de un parecido con el turno de los
partidos
instituido por Cánovas del Castillo en España a finales del siglo XIX, llega a
su fin en el año 1998, cuando Hugo Chávez se hace con la presidencia del
Estado.
En este clima de renovada confianza, durante la década de los ’70, Pérez Só
es editor fundador de revistas como La Tuna de Oro, La bicicleta, Amazonia, y Ediciones
Poesía, y al mismo tiempo – demostrando otra vez su “poliedricidad” cultural– destaca como incansable traductor de
poesía inglesa, portuguesa, francesa, italiana, gallega, alemana, catalana,
japonesa y en papiamento. La cronología de su producción poética abarca
los últimos treinta y cinco años de la vida cultural venezolana y cuenta con
nueve libros publicados, un número indudablemente significativo, pero todavía
lejos de la prolificidad poética de Luis Alberto Crespo –el otro gran poeta del
silencio– cuyo camino en el mundo de la poesía se abre en 1968 con la
publicación de Si el verano es dilatado
y que en el 2003 llega a editar su libro número 14 (La íntima desmesura). La publicación del primer libro de Reynaldo
Pérez Só, Para morirnos de otro sueño, se
remonta al 1970, cuando el poeta tiene 35 años; en 1972 se publica Tanmatra
y tres años más tarde ve la luz Nuevos
Poemas. En la década de los ochenta sólo se editan dos libros: 25 Poemas (1982) y Matadero (1986), mientras que en la década siguiente son cuatro los
libros publicados en Venezuela: Fragmentos
de un Taller (1990), Reclamo
(1992), Px (1996) y Solonbra (1998). En el momento actual,
en una etapa vital de recogimiento personal, Reynaldo Pérez Só se encuentra
alejado de toda actividad literaria y ha atravesado otra vez el Océano para
mudarse a Europa, en las islas Canarias.
2.- UN BALBUCEO EN EL SILENCIO
En un afán de clasificar cualquier actividad humana, se suele definir a
Reynaldo Pérez Só como “poeta de lo breve” o maestro de la brevedad poética. Y
es verdad: una parte de la complejidad temática mencionada a comienzo del texto
depende de la constante utilización de lo breve en sus versos. Sin embargo,
esta definición se torna disonante tras una lectura en profundidad de su
poesía, por no abarcar la entera dimensión conceptual de su aniquilación
física. Su brevedad es un no querer
decir, diciendo. De este decir casi involuntario surgen inevitables
cuestiones: ¿Cómo llega el poeta a la elaboración de una obra tan condensada,
tan reducida a lo esencial? ¿A través de qué recorrido alcanza el despliegue de
una metafísica tan abstracta? Una primera respuesta surge al remitirnos a las
influencias iniciales que marcan la poética de Pérez Só: la mística española,
el budismo Zen, la generación Beat norteamericana y otras fuentes orientales
hindúes, en un crisol de referencias culturales que hizo que su poesía se
definiera como “híbrida”.
Estas influencias primigenias son evidentes en Fragmentos de un Taller, obra en la que el poeta se conecta a sus fuentes
de carácter universal, valiéndose tanto de la Biblia como del Corán o de los textos de San Juan
de la Cruz. “La Biblia nunca ha sido asunto
de forma para formar el vacío... El Cantar de los cantares habla del hombre,
no de formas, imaginaciones, fantasías. Los judíos, generalmente, escriben de
sus miserias, grandezas; en ellos la imaginación no tiene lugar, porque la
verdadera poesía es tocable. Juan de la Cruz, Fray Luis de León lo comprendieron, de ahí sus
versiones, auténticas, fuera de toda imitación formal, [que] indagaron en lo
tangible, vivido”. Las
fuentes que nutren sus versos, y que acabamos de mencionar, no pertenecen al
mismo espacio poético de Luis Alberto Crespo, pese a que una parte de la
crítica tienda a aglutinar el discurso literario de ambos autores bajo una
común pertenencia a la estética del silencio.
Sin embargo, el silencio en Luis Alberto Crespo es un silencio relacionado
con el espacio físico: a Crespo le apasiona oír el silencio; oírlo en la medida
en que se aleja de Caracas, de lo urbano. En un acercamiento a la poesía
bucólica de Jorge Manrique, Crespo busca el silencio en un sitio terrenal,
rodeado de cardos, donde el mar se encuentra cerca de una llanura: en fin, en
un desierto que tenga el mar a su lado. Si de veras Crespo pudiese vivir allí,
no escribiría nunca más: y es justamente la carencia física de este lugar
inalcanzable lo que le hace posible escribir, escribir y fantasear sobre este
paraíso perdido.
En cambio, el silencio que construye Reynaldo Pérez Só es un silencio que
no precisa de un lugar concreto: en su poesía no aparece la nostalgia por un
lugar, no aparece ni siquiera un entorno geográfico definido porque su espacio
físico es lo trascendente. Como dice el mismo autor, el silencio no es uno
solo, sino que depende del amanuense. En el silencio de Pérez Só se vislumbra
otra vez el árbol genealógico de su poesía, inspirada en el budismo Zen: a
través de frecuentes referencias a esta filosofía, el poeta plantea con pocas
palabras el complejo mundo de la espiritualidad. El suyo es un continuo
poético, un soliloquio sin interrupción discursiva, un ensimismamiento en
comunicación con lo divino. Este ensimismamiento determina una aparente
dificultad para expresarse, poniendo los cimientos para una poesía balbuceante,
caracterizada por versos breves, en los que –a veces– la palabra se corta,
dejando una inicial sensación de incompletud, de pensamiento inacabado,
inexpresado.
En realidad, en este corte, el poeta da a la palabra el sentido de lo
impronunciable y quizá una de las claves para entender su balbuceo poético sea
la comprensión de que la pobreza expresiva es un medio para acercarse más a lo
espiritual, a lo interior. La poesía se convierte así en un método de
investigación interior: cuanto más balbuceantes los versos, tanto más
estremecedor el vértigo, y mayor posibilidad de acercarse a lo supremo. Este
planteamiento atribuye a la palabra un poder espiritual, en el sentido de
convertirla en puente para la comunicación con lo sublime, lo cual lleva a Pérez
Só a afirmar la sacralización de la palabra misma: “Un poema lleva a Dios, pues
un poema es una forma de Dios. No es el hombre quien habla, es Dios, solamente
Dios por medio del poeta. Salomón no nos canta en el Cantar de los cantares, es Dios, de aquí el misterio del verdadero
poema”.
3.- LA MIRADA
CREADORA
Atribuyendo un poder sagrado a la palabra, el poeta se convierte en un
sacerdote, en un oficiante; de esta forma, Pérez Só barre el dilema entre la
aceptación de la palabra como don o como logro humano. Es el poeta quien está
creando al creador. Aparentemente se podría afirmar que el ars poética que Pérez Só pone de manifiesto en Fragmentos de un Taller confluye -aunque matizada– con el creacionismo
de Vicente Huidobro; sin embargo en la obra del escritor chileno la fascinación
por el Übermensch de Nietzsche se
manifiesta de una forma anti-divina: Dios ha muerto, el hombre ya está solo y
no le queda otro remedio que ocupar el espacio dejado vacío por él. En la obra
de Huidobro el hombre es, sí, un creador, pero afectado por una enfermedad
incurable: la megalomanía. Es el caso de Cagliostro,
“primer actor” de una novela
fílmica en la que el protagonista –el mago italiano de finales del siglo XVIII,
padre del eletromagnetismo y de la hipnosis– aparece como un hombre superior
que ha atravesado los siglos buscando la manera de devolver el soplo vital a
los difuntos.
Huidobro proyecta sus aspiraciones en el protagonista y
Cagliostro se convierte en un super-ego del mismo escritor. A lo largo de toda
la obra, el autor chileno –que siempre estuvo orgulloso del magnetismo que
despedía su mirada– hace que el lector de su novela/guión se fije en los ojos
del mago: lo que busca Huidobro es una compenetración con el personaje que
acaba de crear o reinventar; el suyo es un intento de compenetración con el
super-hombre Cagliostro: “¿Habéis visto sus ojos? Sus ojos fosforescentes como
los arroyos que corren sobre las minas de mercurio, sus ojos de repente han
enriquecido la noche...”
También en Adán, se repiten las
alusiones a la mirada del primer hombre, identificado con el artista por su
capacidad de ver la realidad con ojos vírgenes: “Veía en todo el verdadero
sentido y todo lo que miraban sus pupilas su cerebro adquiría”.
Reynaldo Pérez Só parte del mismo planteamiento: si para Huidobro “el hombre
empieza por ver, luego oye, después habla y por último piensa”,
para el poeta venezolano, “La primera lectura es visual, para los ojos; la
segunda lectura es para el oído...”. Sin embargo, pese a este aparente planteamiento
común, Pérez Só da un paso más: en sus
versos, Dios no ha muerto, sino que es la meta; el poeta intenta instaurar un
diálogo con la divinidad en un proceso de acercamiento paulatino que le permita
tocar lo intangible a través de una poesía táctil, sonora. Para alcanzar este
contacto entre lo divino y lo humano, su creación poética tiene evidentemente
que ser el resultado de un vértigo que el poeta padece en su intento de
transparentar el cuerpo.
Este intento queda en evidencia ya desde su primer libro, Para morirnos de otro sueño, que se
remonta a 1970: Pérez Só tiende a la consecución de la transparencia porque el
cuerpo es sólo un lugar transitorio y la tarea del poeta es la de transparentar
progresivamente su fisicidad:
No me importo
porque yo no soy
un hecho de importancia
como mi padre
o
como mi madre
ellos eran diferentes
o el pedazo de tierra
tras la casa
eso era más importante.
(de: Para morirnos de otro sueño, 1970)
Lo que nos presenta Pérez Só es una “desrealización” progresiva del hombre,
del poeta, que se convierte en un ser afantasmado. Este proceso de marginación
deliberada, que casi conduce a una desaparición material del autor, es propio
de toda autoflagelación mística. Y si es cierto que puede haber una mística
atea, el misticismo en la poesía de Reynaldo Pérez Só desemboca en la religión:
ya a partir de su primer libro, el autor nombra directamente a lo divino, se
dirige, busca a Dios. Y finalmente escribe la palabra “Dios”.
El poeta, evidentemente, “construye” una presencia sobrenatural que se
convierte en meta a alcanzar; se sitúa, pues, muy lejos de la megalomanía
creacionista de Huidobro, fundada en las teorías ateas de procedencia germánica
(Übermensch). Al mismo tiempo, traza
unas líneas poéticas que van definiendo su propio silencio, un silencio que
–como ahora veremos– no coincide con aquello trazado por Luis Alberto Crespo en
su obra.
4.- SILENCIOS DIFERENTES
El proceso interior de alejamiento del ruido llevado a cabo por los dos
“poetas del silencio”, Reynaldo Pérez Só y Luis Alberto Crespo, converge sólo
en parte hacia un centro común. A nivel comparativo, es verdad que también
Crespo construye una poética de lo breve que exige un léxico de depuración y
precisión, descubriendo el silencio como leit-motiv:
Me doy con amargura
donde dice Aregue
Y me arde aquel sucio
como una herida
Digo palabras con cabras
El viento apura todo
Sólo el crujido del monte
es como ser.
(de Si el verano es dilatado, 1968)
Hay que nombrar las cosas todos los días (donde dice Aregue), afirma Crespo, si no desaparecen; el poeta
trata de emparentarse a la sonoridad, al ruido del silencio: por eso en algunas
palabras (arde, crujido) las aliteraciones aparecen como un intento de dar
corporeidad a lo sonoro. El viento que apura todo transmite la idea de un
movimiento constante, todo va, todo se mueve: se trata de contar la esencia de
las cosas cuando ya se han ido. Crespo se sirve del ensimismamiento del
lenguaje y a través del silencio traza las líneas de una poética de la ausencia, que –sin embargo– no es lo mismo que la poética de la transparencia y la
iluminación instantánea de Reynaldo Pérez Só. Otra vez, Crespo:
Entre nosotros el áspero
La puerta,
su marca en las manos,
llaves perdidas
Esta, la otra, su polvo
El día, en el reloj, igual de
noche
De cuarto en cuarto,
caminos cerrados
Hablando como tierra
Palabras de quedarse, de irse,
pero adentro, más adentro.
(de: Si el verano es dilatado, 1968)
Lo áspero aparece aquí como metáfora de la lejanía, como ausencia: es una
falta que agobia al poeta y que él necesita expresar. Crespo no escribe lo áspero, sino el áspero: le está
atribuyendo una individualidad, ve a lo áspero como ser, en un incesante
transcurrir del tiempo (El día, en el
reloj, igual de noche). Hay mudez, mutismo, enmudecimiento en la poesía de
Luis Alberto Crespo.
En cambio, el silencio en Reynaldo Pérez Só se convierte en algo más: es el
misterio a través del cual la poesía consigue plantear, con pocas palabras, la
inmensa complejidad del mundo espiritual. Para ambos poetas la palabra es un
puente, pero Crespo se sirve de ella para crear su espacio, porque su escritura
es su paisaje y en la escritura está su paisaje; él teme nombrar, pero debe
hacerlo; tiene miedo de dar un nombre a lo que no existe, pero sabe que –cuando
lo nombre– esa ausencia “existirá”: nombrar en su poesía se convierte entonces
en un delirium tremens. Por el
contrario, en los versos de Pérez Só el espacio físico se desmaterializa, el
paisaje no existe porque el poeta mismo es el espacio, es él quien se prolonga:
... yo era el viento… (de Tanmatra, 1972) en un desplazamiento
hacia dentro en el que cualquier temblor es un crepitar espiritual: ...y ellas van al fondo / temblando... (de Tanmatra, 1972).
Reynaldo Pérez Só necesita construir su silencio, y el silencio no es uno
solo, sino que depende del amanuense, como indicábamos antes. Por eso crea esta
poesía balbuceante que testimonia una aparente dificultad para expresarse; en
algunos versos la palabra se corta de improviso y es justamente mediante ese
corte que el poeta consigue dar a la palabra el sentido de lo impronunciable.
Hay que construir lo etéreo a través de la descripción de un ser menudo,
pequeño, porque es en el cuerpo donde se encuentran los obstáculos para que el
ser se produzca, para que se alcance lo espiritual:
Yo debo creer
en dios
por eso me da miedo
correr por este lado del río
escucho a veces el rumor
de su voz gruesa
y el fuego silbando
por amanecer
otras
me siento pequeño
y camino
está frente a mí
mirándome.
(de: Para morirnos de otro sueño, 1970)
El hombre se convierte en un ser precario, que puede morirse en cualquier
momento, anonadado frente a Dios. Pero sólo esa condición tan pequeña, reducida
a lo inhumano, le puede permitir captar lo supremo. El proceso se compone de
dos fases: el poeta no puede pronunciar lo celestial, lo espiritual, sin pasar
por el cuerpo; pero luego tiene que deshacerse de él. La anulación del cuerpo,
la desmaterialización de la carne se convierten en la clave para entrar en
contacto con lo eterno:
así se silencia su cuerpo
y su piel despide
nombres ajenos
voces o remordimientos
(de: Matadero, 1986)
A partir de aquí el cuerpo ya no es sino un cuerpo-tumba:
La carne está hueca
Y yo me ocupo
adentro
(de: Matadero, 1986)
Sólo a través de su personal “desdibujamiento” el individuo puede captar lo
intangible, porque el cuerpo sigue siendo un obstáculo en el camino hacia lo
divino.
4.- LA
CREPITACIÓN DE LO ESPIRITUAL
En la poesía de Pérez Só la subjetividad está potenciada casi a niveles deíficos
y esto produce un desgarramiento que hace consciente el poeta de la muerte y de
su precariedad. En su obra se genera, entonces, una estridencia interior y él
se pregunta cómo puede nombrar esta íntima intemperie en la que los ruidos y
los crujidos son un instrumento necesario para alcanzar un estado de
contemplación mística. Otra vez, no hay más que volver a su primer libro Para morirnos de otro sueño:
escucho a veces el rumor
de su voz gruesa
y el fuego silbando
por amanecer
(de: Para morirnos de otro sueño, 1970)
El fuego silba en una crepitación de lo espiritual: el poeta se sirve de
esta introducción sonora para que aparezca lo supremo. Se vislumbran aquí los
dos temas príncipes de la poética de Pérez Só; por un lado, su necesidad
pujante de entrar en contacto directo con Dios, sin intermediarios. Esta misma
exigencia de conectarse directamente con la divinidad la manifestó, ya antes de
la Segunda Guerra
mundial, Emile Cioran: “El mayor fracaso del Cristianismo es no haber sabido
endurecer las relaciones entre el hombre y el Creador. Demasiadas soluciones y
demasiados intermediarios.”
Por otra parte, la segunda gran temática es la presencia del ruido dentro
del silencio. En Pérez Só el silencio tiene que ser ruidoso. El ruido es, al
mismo tiempo, la manifestación de una necesidad de ser oído (y escuchado) por
lo divino y un instrumento para alcanzar aquel estado de contemplación que sólo
es posible gracias a los sonidos que suben a la superficie del hombre.
Hace dos siglos, William Blake inundó sus versos de un silencio que
gritaba. De la misma manera que Pérez Só, el poeta inglés también precisó del
ruido para que la divinidad pudiese oírle. Mad
Blake, como le llamaban sus contemporáneos, se acercó a Dios tanto
componiendo versos como sirviéndose del arte plástico: ilustraciones, grabados
y acuarelas con los que decoraba sus propios libros. La publicación de obras
como Song of Innocence, Song of
Experience y sobre todo Marriage of
Heaven and Hell, a finales del siglo XVIII, le hizo tachar de visionario y
rebelde; sin embargo, lo que hizo Blake –al igual que Reynaldo Pérez Só– fue
simplemente utilizar “imágenes” provenientes de culturas y tradiciones muy
distintas, del budismo al arte hindú (incluso rescatando rasgos místicos que ya
habían desaparecido en Inglaterra después de la supresión de los monasterios
católicos) para crear una poética de estridencia silenciosa que le pudiese
acercar a lo intangible: “Sólo las cosas mentales son reales. Nadie conoce el
domicilio de eso que llaman corporal. Su situación es una falacia y su
existencia una impostura.”
Ambos poetas comparten la preocupación de rescatar el mundo invisible que
se esconde delante de nuestros ojos; ambos quieren penetrar en lo intangible
hasta alcanzar el estado de trascendencia que Blake llamó eternidad espacio-temporal (“Si las puertas de la percepción se
depurasen, todo aparecería a los hombres como realmente es: infinito”).
Para Pérez Só se trata de la comunión con lo espiritual.
|
Reynaldo Pérez So. Fotografía de Rosa Elena Pérez Méndoza |
5.- ELEVACIÓN MÍSTICA Y MINIMALISMO
Reynaldo Pérez Só utiliza su poesía como método de investigación interior y
de elevación hacia lo divino, en un proceso en el que el poeta no precisa de
una ayuda humana exterior, sino que dirige su búsqueda hacia dentro. Se trata,
evidentemente, de una desmaterialización que nada comparte con la tradición de
presencias externas (sobre todo, femeninas) que levantan al hombre elevándolo
al cielo.
Marc Chagall, en su cuadro “Promenade”
(1917-18) se auto-representa anclado al suelo, en un mundo monocromático en el
que las casas de Vitebsk aparecen verdes como la campiña: sólo la llegada desde
el cielo de una mujer que vuela –su esposa Bella Rosenfeld– y que le toma la
mano, deja entender al espectador que el artista está a punto de elevarse en
vuelo, metáfora de una elevación espiritual, posible a través de la presencia
femenina.
El mismo tema de la elevación conseguida a través de un ser querido se
aprecia en Oliverio Girondo, esta vez gracias a la conjunción carnal con la
mujer amada: “No me importa un pito que las mujeres tengan los senos como
magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija... Pero
eso sí. Y en esto soy irreductible, no les perdono, bajo ningún pretexto, que
no sepan volar”.
En la obra de Reynaldo Pérez Só, sin embargo, no existen presencias
exteriores, ni mujeres salvíficas: es el vacío creador lo que le permite
alcanzar un punto trascendente en el centro. Su poesía es mística y no hay
misticismo poético sin el vértigo de este vacío creador. El poema necesita
estar “centrado” –dice Pérez Só– porque el centro es ebullición, es donde el
vértigo se encuentra. Como los místicos, que se retiraban en cuevas, aislados
del mundo, el poeta decide vivir al margen para que lo omnipresente aparezca.
Pérez Só lo consigue planteando una realidad inhóspita, incluso desastrosa, que
debe ser superada a través de una rebelión, de una trasgresión: se trata de una
rebelión en contra de la corporeidad que le lleva por el camino de un
progresivo minimalismo estilístico y conceptual.
Este minimalismo estilístico es evidente en la ya mencionada y voluntaria
insuficiencia del lenguaje: ahora bien, decía San Juan de la Cruz que la insuficiencia del
lenguaje es una consecuencia de la naturaleza de Dios y de la incapacidad del
entendimiento del ser humano para comprenderlo. No es posible, dice el Santo,
aprisionar lo que Dios da a conocer y sentir porque esto carece de parecido con
los conceptos y las experiencias que entran por los sentidos. Por eso, Pérez Só
se sirve de este minimalismo expresivo y lo lleva a lo extremo ya en su primer
libro:
Esta es una silla
sólo una silla
en ella
se sentó mi padre
mis hermanos
todos
mis mejores amigos
ahora está sola
sin nadie
una silla
(de: Para morirnos de otro sueño, 1970)
Una silla como emblema de lo estrictamente necesario; una silla para
representar una vida vivida como en una celda de clausura, en un afán de
misticismo. La silla se convierte en un alter
ego del poeta: él está sólo como una silla en un proceso de traslación del
ser al objeto, lo mismo que los místicos con los elementos de la naturaleza.
se seca la hierba al
verano
y todo el fuego quema
la raíz
el agua llega en invierno
chorrean los árboles
y los ríos crecen
(de: Nuevos Poemas, 1975)
El poema, que es Dios mismo, contiene y expresa el tiempo a través del
natural desarrollo de las estaciones: flor, viento, raíz son palabras del
léxico místico que Pérez Só va utilizando más a menudo a medida que avanza en
su elevación espiritual. Sus versos logran nombrar lo inefable, referirse a
todo cuanto –desde las entrañas del espíritu– se niega a ser verbalizado y, sin
embargo, puede serlo. Todo eso en virtud de una expresión lingüística que aúna
la música del propio poema, el ritmo y –ante la insuficiencia del lenguaje– el
símbolo.
El poeta, al igual que San Juan de la Cruz, quiere entregarse a Dios, desea alcanzar lo
divino. El Santo lo intenta conseguir a través de la Nada: en el dibujo Monte de perfección, en el que se
propone la subida al Carmelo, San
Juan define tres caminos posibles para alcanzar lo divino. El camino primero
–errado– se trata de poseer el gozo, el saber, el consuelo y el descanso
terrenos; el segundo –imperfecto– se inclina por los bienes del cielo, gloria,
gozo, saber, consuelo y descanso. Por fin “describe el tercero con una sola
palabra repetida seis veces a lo largo del camino y otra en la cima: “Nada,
nada, nada, nada, nada, nada, y aun en el monte, nada.
El camino del poeta no es tan seguro y él avanza tambaleándose y tropezando, en
un continuo ascender:
Este mi ser
también sube la montaña
también baja.
(de: Nuevos Poemas, 1975)
El proceso pasa por una primera fase en la que se produce una ascención
espiritual, para luego volver a lo terrestre. Es un vaivén ininterrumpido en el
que el poeta vive la tensión hacia lo sublime como una exaltación espiritual,
un éxtasis del ser; el simple perfume de una flor es un efluvio, una fragancia
espiritual que crea un puente con Dios:
La flor que crece es blanca
y se abre a Dios
(de: Nuevos Poemas, 1975)
Una flor, su perfume: es la representación de lo tangible, de lo vivido,
que le permite al poeta llegar a la simplicidad absoluta y así, desdibujándose,
atravesar por fin el umbral.
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Muy buen artículo, Gracias
ResponderEliminarMuchas gracias Raquel por tu lectura!
EliminarMuy buen artículo, Gracias
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