“Me dedico en este momento a lo que los hombres llaman útil, pero no dejo de ser el contemplador religioso de lo ideal y de lo bello; veinte versos de Virgilio ocupan más lugar en el espíritu humano y, añado, en el progreso de la civilización que todos los discursos de la Tribuna pronunciados o por pronunciar. Este es mi credo de pensador.” (V. Hugo, citado por Jean-Marc Hovasse)
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EL PUEBLO ES UN SILENCIO, YO HABLARÉ POR LOS MUDOS
El pueblo es un silencio, yo seré el inmenso abogado de este silencio. Yo hablaré por los mudos.
Los derechos políticos, las funciones de los jurados, del elector y de la guardia nacional entran evidentemente en la formación de todo ciudadano. Todo hombre del pueblo es a priori un ciudadano.
Sin embargo, los derechos políticos, para ejercerlos, hay que comprenderlos. En buena lógica, la comprensión de una cosa debe preceder a la utilización de la misma. Por tanto, es necesario -nunca insistiremos demasiado en ello- ilustrar al pueblo para que llegue el día en que podamos formarlo. Y es un deber sagrado de los gobernantes apresurarse a iluminar a esas masas oscuras en las que descansa el poder definitivo.
Todo tutor honesto urge a su pupilo a emanciparse. Multiplicad pues los medios que conducen a la inteligencia, a la ciencia, a la aptitud. La Cámara debe ser el último peldaño de una escalera en la que el primer escalón sea una escuela.
Porque además, instruir al pueblo es mejorarlo; ilustrar al pueblo es moralizarlo; alfabetizar al pueblo es civilizarlo. Toda brutalidad se funde a fuego lento con el hábito cotidiano de las buenas lecturas.
ALGÚN DÍA LA LIBERTAD Y LA SALUD SE ASEMEJARÁN
El edificio social del pasado se apoyaba en tres columnas: el sacerdote, el rey y el verdugo. Hace ya mucho tiempo que una voz dijo: “¡Los dioses se marchan!”. Últimamente se ha alzado otra voz para proclamar: “¡Los reyes se van!”. Y ahora se eleva otra que afirma: “¡El verdugo se va!”.
A quienes lamentan la supuesta ausencia de los dioses podemos decirles: Dios se queda. A quienes lamenten la de los reyes podemos decirles: queda la patria. A quienes lamenten la del verdugo, no tenemos nada que decirles.
Y el orden no desaparecerá con el verdugo, no lo creáis. La bóveda de la sociedad futura no se hundirá por no disponer de esa odiosa clave. La civilización no es más que una serie de transformaciones sucesivas. La benigna ley de Cristo impregnará al fin la ley y resplandecerá. Se considerará el delito como una enfermedad, y esa enfermedad tendrá sus médicos que sustituirán a los jueces; sus hospitales, que sustituirán a las cárceles.
La libertad y la salud se asemejarán. Donde antes se aplicaba el hierro y el fuego se aplicará el bálsamo y el aceite. Se tratará con caridad el mal que antes se trataba con cólera. Esto será tan sencillo como sublime.
CON MONARQUÍA O CON REPÚBLICA, LA MAYORÍA DEL PUEBLO SUFRE
Esta es la cuestión. Ocupaos de ella. Ya debatiréis después si los botones del uniforme de la guardia nacional deben ser blancos o amarillos, y si la seguridad es algo mejor que la certidumbre. Señores del centro, señores de los extremos, la mayoría del pueblo sufre.
Tanto si lo llamáis república como si lo llamáis monarquía, el pueblo sufre. Esto es un hecho. El pueblo pasa hambre; el pueblo pasa frío. La miseria lo empuja al delito y al vicio, según el sexo. Tened piedad del pueblo, a quien la cárcel arrebata a sus hijos y el lupanar a sus hijas. Tenéis a demasiados hombres condenados a trabajos forzados, y demasiadas prostitutas. ¿Qué muestran estas dos llagas sociales? Que el cuerpo social tiene el vicio en la sangre.
Y ahí estáis reunidos en consulta junto a la cabecera del lecho del enfermo; ocupaos de la enfermedad. Se trata de una enfermedad… que tratáis mal. Estudiadla mejor. Las leyes que hacéis, no son más que paliativos y parches. La mitad de vuestras leyes son pura rutina, la otra mitad empirismo.
La tortura, la cárcel y la pena de muerte son interdependientes. Si habéis suprimido la tortura y sois lógicos, suprimid el resto. Con lo que les pagáis a los ochenta verdugos podéis pagar a seiscientos maestros de escuela. Pensad en la mayoría del pueblo, escuelas para los niños, talleres para los hombres.
Los países tienen un cerebro mejor o peor según sus instituciones. Roma y Grecia tenían la frente ancha. Ensanchad cuanto podáis la frente de vuestro pueblo. Pero cuando Francia sepa leer, no dejéis sin dirección esa inteligencia que habéis desarrollado. Eso sería otro error. Porque es preferible la ignorancia al falso saber.
SE HALAGA DEMASIADO AL PUEBLO; NO LO HALAGUEMOS, AMÉMOSLO
La verdadera reforma de las cárceles, la verdadera reforma del código penal sería una ley que diese gratuitamente educación a quienes no pueden pagarla o, por lo menos, la enseñanza primaria. Sería una legislación que resolviese la complicadísima cuestión del trabajo.
En cuanto a mí, sufro, sufro profundamente cuando pienso que hay a mi alrededor muchos hombres, compatriotas míos, mis hermanos, mis iguales ante la ley, semejantes a los ojos de Dios, que en unos casos no saben leer y en otros no tienen pan. Señores, sacad al pueblo de esas cárceles viejas y espantosas, escuelas de delincuencia, talleres del crimen.
Sacad al pueblo lo antes posible de esas horribles prisiones, pero sacadlo también de esas dos otras cárceles más crueles aún: la ignorancia y la miseria. Y para terminar diré que en los tiempos que corren se halaga demasiado al pueblo. Pero no lo halaguemos, señores, amémoslo.
¿Qué es un ajusticiamiento?, pregunta Bentham. Es una tragedia solemne que la legislación ofrece al pueblo congregado. El derecho de gracia, dice Beccaria, es una descalificación tácita de las leyes existentes. “Si la pena es necesaria”, dice Bentham, “no se la debe anular; si no es necesaria, no se debe aplicar”. Haced buenas leyes y no precisaréis del derecho de gracia. El derecho de gracia supone el reconocimiento perpetuo de que la ley es mala. Es curioso, la clemencia regia puede salvar de la muerte, pero no de la infamia.
LAS GRANDES MENTES SIEMPRE HAN PROCLAMADO LA JUSTICIA UNIVERSAL
Cuando Voltaire calificaba así a los jueces de Calas: “¡Ah, no me habléis de esos jueces, mitad monos y mitad tigres” [risas]; cuando Chateaubriand llamaba a la ley del doble voto “ley estúpida y culpable”; cuando Roger-Collard, en plena Cámara de los Diputados, a propósito de no recuerdo ya qué ley de censura, lanzó este grito terrible: “Si aprobáis esta ley, juro que la desobedeceré”; cuando esos legisladores, cuando esos magistrados, cuando esos filósofos, cuando esas grandes mentes, cuando esos hombres, hablaban así, ¿qué hacían? ¿Le faltaban al respeto a la ley, a la ley local y momentánea?
Es posible que, como ha dicho el señor fiscal, yo lo ignore; pero lo que sí sé es que eran el religioso eco de la ley de leyes, ¡de la conciencia universal! ¿Ofendían a la justicia, a la justicia de su tiempo, a la justicia transitoria y falible? No lo sé, pero lo que sí sé es que proclamaban la justicia eterna. [Murmullos generales de adhesión.]
Es cierto que, en la actualidad -se nos ha hecho la gracia de decírnoslo en el seno mismo de la Asamblea Nacional-, llevarían ante los tribunales al ateo Voltaire, al inmoral Molière, al obsceno La Fontaine, al demagogo Jean-Jacques Rousseau. [Risas] Eso es lo que se piensa, eso es lo que se confiesa, ¡a eso hemos llegado! ¡Pensad en ello, señores del jurado!
LA FILOSOFÍA ILUMINA LA MENTE, LA RELIGIÓN HACE VIBRAR EL CORAZÓN
Mire usted, señor fiscal, se lo digo sin acritud: no defiende usted una buena causa. Inútilmente afronta una lucha desigual contra el espíritu de la civilización, contra la moderación de las costumbres, contra el progreso. Tiene en su contra la íntima resistencia del corazón del hombre. Tiene en su contra todos los principios a cuya sombra, desde hace sesenta años, Francia camina y hace caminar al mundo: la inviolabilidad de la vida humana, la fraternidad con las clases ignorantes, el dogma de la rehabilitación que sustituye al dogma de la venganza. Tiene contra usted todo lo que ilumina la razón, todo lo que vibra en las almas, tanto a la filosofía como a la religión; por un lado a Voltaire y por el otro a Jesucristo.
En cuanto a ti, hijo mío [Carlos Hugo], te conceden hoy un gran honor, te han considerado digno de combatir, acaso de sufrir, por la santa causa de la verdad. A partir de hoy entras en la auténtica vida de un verdadero hombre de nuestro tiempo, es decir, en la lucha por lo justo y por lo genuino. Sé orgulloso, tú que no eres más que un simple soldado de la idea humana y democrática estás sentado en el mismo banquillo en el que estuvo Béranger, ¡donde estuvo sentado Lamennais! [Sensación.]
Sé inconmovible en tus convicciones, y si tienes necesidad de un pensamiento para afirmarte en la fe en el progreso, en la confianza en el futuro, en la devoción por la humanidad, en la execración por el patíbulo, en el horror a las penas irrevocables e irreparables, ¡piensa que estás sentado en el mismo banquillo en el que se sentó Lesurques! [Emoción profunda y prolongada que, durante unos momentos, interrumpe la vista.]
ESTABLEZCAMOS LA LEY DE LA VIDA
La república es la unión, la unidad, la armonía, la luz, el trabajo tendente al bienestar, la erradicación de los conflictos entre los hombres y entre las naciones, el fin de la explotación, la abolición de la ley de la muerte, y el establecimiento de la ley de la vida.
¿Cuándo se ajustará la ley al derecho? ¿Cuándo se inspirará la justicia humana en la justicia divina? ¿Cuándo repararán quienes están por debajo -jueces, sacerdotes, pueblo, rey- en que hay alguien por encima de ellos? Repúblicas de esclavos, monarquías de soldados, sociedades de verdugos. La fuerza reina en todas partes y en ninguna el derecho. ¡Ah, tristes amos del mundo! Enfermizas alimañas. Altivas serpientes.
La vida pertenece a Dios, a quien yo llamo Todopoderoso, inmenso y bondadoso. La Luz, la Verdad, la Justicia, la Conciencia, el Amor. Todo eso es Dios. Negar a Dios es negar todo esto. Estas formas del infinito se hallan contenidas en una palabra tan corta como inmensa: Dios.
El nacimiento, la muerte, son dos misterios. Tocas esos misterios, tratar de enmendarle la plana a los actos divinos, es un sacrilegio. Este que os habla no es más que una partícula de polvo en el infinito. No hace sino esforzarse, creer, confiar. Se sentirá feliz si un día dicen de él: “Al partir se llevó consigo la pena de muerte”.
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Hugo, escritor, senador y diputado francés, nacido en 1802, muere el 22 de mayo de 1885 en su domicilio. Se le inhuma en el Panteón. El Estado le tributa un funeral de carácter nacional. Acuden dos millones de personas. La ceremonia es laica, por deseo expreso suyo: “Rechazo la plegaria de todas las iglesias. Pido una oración de todas las almas. Creo en Dios”.
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VÍCTOR HUGO, Fragmentos de escritos, cartas y discursos contra la pena de muerte. Editorial Ronsel, 2002. Traducción de Víctor Pozanco. [FD, 26/11/2006]
Tomado de Filosofía Digital
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