Por
Héctor Seijas
Mi
infancia son recuerdos de viejas películas rancheras, transmitidas
en horario vespertino. Una tanda, pues, de filmes protagonizados por
charros que ya eran legendarios dentro de nuestra incipiente memoria
de adolescentes adictos a la tv. Ellos eran, por orden fantasmal y
mítico sentimental: Jorge Negrete, Pedro Infante, Miguel AcevesMejía con su mechón de falsete blanco; el Ruiseñor de las
Américas, Pedro Vargas (que no era charro), vestido de impecable
traje como de abogado o de bachiller lustrado con brillantina y
letras apiladas en algún despacho ministerial del gobierno de MiguelAlemán.
Y uno que me parecía
el más dramático, el más barrio adentro, el más vibrante de
sentimiento y experiencia de duro trabajador (panadero, carnicero,
cargador en el mercado, lavador de automóviles, aficionado al boxeo,
al béisbol, a la lucha libre), y el amador más concreto, más
urbano, a medio paso de zaino entre el campo y la ciudad de México
D.F. y sus charros de plazas y meados.
Éste era el payaso
con careta de alegría –de quien se dice que nació en una
localidad (Nogales) de Sonora y que luego se vino a la capital–. El
loco abrazado de un árbol, ese que aún camina tanteando las sombras
de un amor ciego, borracho, perdido en los espesos infiernos del
despecho y la desgarradura interior. Un charro con psiquis, y punto y
aparte.
Era la tele ni más
ni menos el túnel visual por donde penetraba toda la corte de las
sombras, muy adentro por los ojos, se nos metía por los ojos.
Y decir la tele era
decir Televisa.
En las pantallas
donde las estrellas brillaban en blanco y negro, veíamos cada tarde
aquellas películas aliñadas con lágrimas furtivas y cierta
propensión a la miopía que nos obligaba a una distancia de espejo
contra espejo. Tirados cuan largo éramos a ras del piso frente a
frente con aquella caja sonora de sombras mexicas asomadas desde los
umbrales de Tlatelolco.
“Sombras nada más,
entre tu vida y mi vida, sombras nada más, entre tu amor y mi amor”.
La educación
sentimental a caballo, a veces con cananas, aperos de faena o de
guerra y gruesas notas de reciedumbre herida por una hembra perdida
en la noche de Huitzilopochtli.
A contraluz:
Las sombras ofrecen
serenatas de cuadrillas enguitarradas colgadas de las madrugadas
debajo de los balcones (romeosjulietas) de la casa de la hacienda
patriarcal donde una paloma acurrucada despierta cucurrucucú paloma.
Y el eterno caballo
cuyo olor (se supone) se confunde con el aroma de las rosas y
jazmines del jardín perpetrado por los juglares parranderos que
también son los amiguetes del jilguero ataviado a la ranchera con
calzones de lana y terminados de cuero, tequila y valor. Hay que
darse ánimo para confrontar la ofrenda ritual de la serenata. Y es
que un estambre de esa flor puede más que un regimiento de Pancho
Villa.
Javier Solís
(1931-1966) representa la debacle del Imperio
de los sentidos
(¿Se acuerdan de aquella película japonesa?), en una época
pre-porno, más allá de los prostíbulos del “porfiriato”
revisitados por Carlos Monsiváis.
Una tierra de nadie
de los corazones sacrificados en medio de la multitud de la capital
azteca. Y un charro que tiende a proletarizarse. A sufrir de soledad
urbana, de amor de pobre, a quien el mundo se le revela como un
“cofre de vulgar hipocresía”.
El charro se
inscribe en el PRI y vota por un candidato y busca trabajo en lo que
sea y así va siendo la necesidad de amar como los trabajos y los
días.
Por ningún lado hay
sexo (parejo quiero decir), sino metafísica y espejo negro de la
vida. Un charro extraviado en Garibaldi con una pea depre. Puros
machos. Hasta que llega Juan Gabriel y estallan los estereotipos y
otros astros; otros ídolos agrupados como Maná y Café Tacuba,
aledaños al Zócalo.
El caballo quedó
atrás, en las praderas que no son verdes sino pixeladas de negro
coyote bajo la luna de un México idealizado, una y mil veces por
guionistas y novelista y poetas ejidos.
Prorrumpe el
vozarrón melodioso y afincado como un aria de barrio donde tendrá
lugar un haraquiri espectacular; digno de una de las primeras
películas de Akira Kurosawa, también en blanco y negro:
“Quisiera
abrir lentamente mis venas,
mi sangre toda verterla a tus pies,
para poderte demostrar
que más no puedo amar
y entonces
morir después.”
La
biografía de Gabriel Siria Levario mejor conocido como Javier Solís
–protagonista citadino de las composiciones de Agustín Lara,
Rafael Hernández y Pedro Flores–, puede resumirse en un antes y un
después de la música de mariachis. Asume la lírica urbana propia
del tango, la milonga y el huapango que desembocan en una síntesis
de bolero ranchero. Una ópera de barrio, al igual que la Lupe, tan
desgarrada muy adentro como María Callas. Y en este reparto Javier
Solís es el dramatis
personae
de una muchedumbre de sombras que vienen desde Comala (el mismo
pueblo de Juan Rulfo), rumbo a la ciudad de México, sombras nada
más.
Héctor Seijas
Ha publicado: La posibilidad infinita (1989); La flor imaginaria (1990); Cuadernos de pensión (1994); Cruz del Sur, una revista, una librería, una causa (2002); Comprensión de nuestras ciudades (2005); Siete poetas rumanos (2009); Caracas revisited. Una poética de la nocturnidad (2010); Amada Caracas. Antología esencial de la ciudad contemporánea (2014) y El spleen de Caracas. Crónicas en el bajo mundo (2015). Ha colaborado en publicaciones periódicas de larga enumeración. Fue jefe de redacción de la revista A Plena Voz y durante la cuarta república trabajó como docente en barrios de pobreza crítica para el ministerio de la Cultura, la Biblioteca Nacional, el Ministerio de la Familia y otras instituciones. Hasta el año pasado (2015) se desempeñó como cronista en El Correo del Orinoco, pero fue desalojado de allí por una junta interventora. En la actualidad, integra el Ejército de Reserva del Proletariado, a causa del desempleo inducido por el macartismo y la lumpen burocracia que prevalece. Por ahora.
P.D.: En busca de editor: Los asesinos del zen. Crónica de los hombres infames (2016).
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