Milan Kundera en París. 1975. |
MILAN KUNDERA
Es por demás sabido que en el mundo de la literatura, hay creadores cuyas obras transcienden el tiempo y se erigen en verdaderas joyas literarias que avivan el alma del lector. Entre estas obras se ubican las del reconocido escritor de origen checo y francés por adopción, Milan Kundera, quien es uno de esos escritores que ha dejado una huella -pudiéramos decir que ya indeleble- en el cosmos de las letras. Y es que su estilo de prosa, enmarcado en la belleza y la poesía, posee una particular capacidad de tejer y destejer esa complejidad de la existencia humana en una prosa realmente delicada y profunda, invitando a mirar y explorar con la palabra ese laberinto de emociones y reflexiones que conforman la condición humana. Porque Kundera, recurriendo a una inteligente combinación de ideas y escritura, le permite a sus lectores, aproximarse al misterio que ocultan las palabras, palabras estas cargadas de gran musicalidad. ( Por cierto que no estaría demás recordar que Kundera tenía habilidades musicales que tal vez influyeran en esa musicalidad de su estilo narrativo). El gran novelista que era el autor checo-francés logra decir entre líneas, con cada frase cuidadosamente construida, verdades sobre la vida, la identidad y la fugacidad del tiempo, zurcidos por la cotidianidad y la fragilidad pero también la belleza de esa vida, particularidades que destacan en una narrativa desafiante y cuestionadora de un tiempo histórico, a veces amargo y lamentable, pero también a veces propicio para el sueño y la esperanza.
Fue un escritor culto y de allí que su obra esté amalgamada de referentes culturales. Cuidadoso también por las traducciones de sus libros, un hombre que vivió y plasmó su tiempo en su producción intelectual. Tuvo larga vida y murió a los 94 años un 11 de julio de este año 2023, pero quedará vivo en la historia literaria universal. Y no le decimos adiós, lo celebramos con una frase suya " Los que contemplan las ventanas de Dios no se aburren; son felices".
Seguidamente les brindamos la historia 1 y la historia 51, contenidas en su novela "La lentitud "
María Sorquíbea Garzón.
historia 1
Se nos antojó pasar la tarde y la noche en un castillo. En Francia, muchos se han convertido en hoteles: un espacio perdido de verdor en una extensión de fealdad sin verdor; una parcela de alamedas, árboles y pájaros en medio de una inmensa red de carreteras. Voy conduciendo y, por el retrovisor, observo un coche que me sigue. El intermitente izquierdo parpadea y todo el coche emite ondas de impaciencia. El conductor espera la ocasión para adelantarme; aguarda ese momento como un ave de rapiña acecha un ruiseñor.
Vera, mi mujer, me dice: «Cada cincuenta minutos muere un hombre en las carreteras de Francia. Mira todos esos locos que conducen a nuestro alrededor. Son los mismos que se muestran extraordinariamente cautos cuando asisten en plena calle al atraco de una viejecita.
¿Cómo es que no tienen miedo cuando van al volante?».
¿Qué contestar? Tal vez lo siguiente: el hombre encorvado encima de su moto no puede concentrarse sino en el instante presente de su vuelo; se aferra a un fragmento de tiempo desgajado del pasado y del porvenir, ha sido arrancado a la continuidad del tiempo; está fuera del tiempo; dicho de otra manera, está en estado de éxtasis; en este estado, no sabe nada de su edad, nada de su mujer, nada de sus hijos, nada de sus preocupaciones y, por lo tanto, no tiene miedo, porque la fuente del miedo está en el porvenir, y el que se libera del porvenir no tiene nada que temer.
La velocidad es la forma de éxtasis que la revolución técnica ha brindado al hombre. Contrariamente al que va en moto, el que corre a pie está siempre presente en su cuerpo, permanentemente obligado a pensar en sus ampollas, en su jadeo; cuando corre siente su peso, su edad, consciente más que nunca de si mismo y del tiempo de su vida. Todo cambia cuando el hombre delega la facultad de ser veloz a una máquina: a partir de entonces, su propio cuerpo queda fuera de juego y se entrega a una velocidad que es incorporal, inmaterial, pura velocidad, velocidad en sí misma, velocidad éxtasis.
Curiosa alianza: la fría impersonalidad de la técnica y el fuego del éxtasis. Recuerdo una norteamericana, a la vez ceñuda y entusiasta, especie de apparatchik del erotismo, que hace treinta años me dio una lección (gélidamente teórica) sobre la liberación sexual; la palabra más recurrente en su discurso era la palabra <<orgasmo»; conté las veces: cuarenta y tres. El culto al orgasmo: el utilitarismo puritano proyectado en la vida sexual; la eficacia contra la ociosidad; la reducción del coito a un obstáculo que hay que superar lo más rápidamente posible para alcanzar una explosión extática, única meta verdadera del amor y del universo.
¿Por qué habrá desaparecido el placer de la lentitud? Ay, ¿dónde estarán los paseantes de antaño? ¿Dónde estarán esos héroes holgazanes de las canciones populares, esos vagabundos que vagan de molino en molino y duermen al raso? ¿Habrán desaparecido con los caminos rurales, los prados y los claros, junto con la naturaleza? Un proverbio checo define la dulce ociosidad mediante una metáfora: contemplar las ventanas de Dios. Los que contemplan las ventanas de Dios no se aburren; son felices. En nuestro mundo, la ociosidad se ha convertido en desocupación, lo cual es muy distinto: el desocupado está frustrado, se aburre, busca constantemente el movimiento que le falta.
Miro por el retrovisor: siempre el mismo coche que no consigue adelantarme por culpa del tráfico en sentido contrario. Al lado del conductor va una mujer; ¿por qué el hombre no le cuenta algo gracioso?, ¿por qué no descansa una mano en su rodilla? En lugar de eso, maldice al automovilista que, delante de él, no avanza lo bastante rápido; tampoco la mujer piensa en tocar al conductor con la mano, conduce mentalmente con él, y ella también me maldice.
Entretanto pienso en aquel otro viaje de París a un castillo en el campo, que tuvo lugar hace más de doscientos años, el viaje de Madame de T. y el joven caballero que la acompañaba. Es la primera vez que están tan cerca el uno del otro y la indecible atmósfera de sensualidad que les envuelve nace precisamente de la lentitud de la cadencia: mecidos por el movimiento del carruaje, los dos cuerpos se rozan, primero sin querer, luego queriéndolo, y se traba la historia.
historia 51
Vera viene a instalarse a mi lado en el coche.
-Mira allí -le digo.
-¿Dónde?
-¿Vincent? ¿El que se sube a la moto?
-¡Alli! ¡Es Vincent! ¿No lo reconoces?
-Sí. Temo que vaya demasiado deprisa. Sufro de verdad por él.
-¿A él también le gusta ir rápido?
-No siempre. Pero hoy, irá como un loco.
-Este castillo está embrujado. Traerá mala suerte a todo el mundo. Por favor, iarranca!
-Espera un segundo.
Quiero contemplar todavía a mi caballero que se dirige lentamente hacia la calesa. Quiero saborear el ritmo de sus pasos: cuanto más avanza más lentos son. Creo reconocer en esa lentitud una señal de felicidad.
El cochero le saluda; él se detiene, se acerca los dedos a la nariz, luego sube, se sienta, se arrellana en un rincón, las piernas agradablemente alargadas, la calesa se tambalea, pronto se adormilará, luego se despertará y, durante todo ese tiempo, se esforzará por permanecer lo más cerca posible de la noche, que, inexorablemente, se funde en la luz.
Sin mañana.
Sin oyentes.
Por favor, amigo, sé feliz. Tengo la vaga impresión de que de tu capacidad para ser feliz depende nuestra única esperanza.
La calesa ha desaparecido en la niebla y yo arranco.
Octubre de 1993 -abril de 1994
Fuente: La lentitud, Milan Kundera: Tusquets Editores, 1995
Tomado de Donde el Tiempo pierde el tiempo
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