Fredy Reyna. Fotografía de Marietta Perez |
Hoy estaba recordando a un valor humano de esos que le dan esperanzas al país desde lo que hicieron en el pasado: Fredy Reyna. La foto del angelito se la hizo su padre Federico Reyna Herrera.
EL JUGUETERO RETRATADO
En una fotografía que le tomaron hace pocos años, con su melena blanca conduciendo electricidad, Fredy Reyna tiene la mano derecha sobre las cuatro cuerdas, como si estuviera enhebrando hilos de luz. Y la mano izquierda, indudablemente, aprieta la herida desde la cual pugna por salir a borbotones esa luminosidad.
Los ojos de Fredy miran hacia un punto que sólo él sabía ubicar, una especie de hoyo sideral que se hallaba a centímetros de sus ojos y sus manos, y cuya abertura le mostraba un mundo paralelo, repleto de imágenes y sonidos que él extraía de acuerdo a las necesidades de su alma y de las almas de aquellos que estaban escuchándolo.
Cuando era un niño construyó un bergantín, tan parecido a un bergantín verdadero, que en la fotografía tomada por su padre, Fredy se veía como un gigante metido hasta la cintura en el mar. En esa fotografía su posición es idéntica a la gráfica donde está tocando el cuatro. Su mano derecha sostiene la blancura de las velas y su mano izquierda aferra el mástil como si fuera un diapasón. Y ahí aparecen sus ojos, concentrados. Ahí está esa observancia cautiva, atrapada en el túnel misterioso que se abría para él como la boca de un frasco caramelero.
Estudió artes plásticas y guitarra clásica, fue integrante del Orfeón Lamas y jamás dejó de crear juguetes, títeres, marionetas, muñecas. Fue titiritero y fundó junto con su esposa Lolita, el Teatro de Títeres Tamborón, uno de los más afortunados eventos culturales que nutrió los inicios de la televisión en Venezuela. Tamborón, (según relata el guitarrista y escritor Alejandro Bruzual, en el inigualable ensayo biográfico que escribió sobre Reyna) mostraba personajes que enseñaban a los niños lo importante que era para el país conservar la flora, la fauna y el sentido común.
Fredy Reyna era un creador de juguetes, porque como él mismo afirmaba, toda la vida tuvo seis años de edad. Crecía hacia la sinceridad espiritual y la creatividad desprejuiciada de los niños. Era un niño en potencia. Por eso veía más allá que los demás. Ojos de periscopio en un océano de adultos.
En una ocasión, Fredy descubrió que el cuatro escondía en su seno toda la música que se había compuesto desde que el hombre produjo un sonido agradable por primera vez. Todo: Mozart, tambores, cantos gregorianos, Vivaldi, vihuela, flauta, gaita, parranda, joropo, serenata, Beethoven, corridos.
Toda la música desde que el ser humano captó por primera vez la belleza de una gota cayendo ¡plum¡ o de un pájaro cantando. Pero para poder abrir esa puerta musical era necesario fabricarle un juguete al cuatro. Aunque nadie lo creyera, el cuatro tenía necesidad de jugar también y Fredy le hizo un juguete al cuatro cambiándole la afinación a las cuerdas.
Fredy coleccionaba juguetes de todas partes y de todas las épocas, como siguiendo una senda. Títeres, marionetas, columpios, monos tamborileros, circos, cajas de música, trompos, yoyos, carros, trenes, diligencias, animalitos de Dios. Cuando observaba un juguete indígena precolombino o cualquier juguete antiguo de cualquier continente, hurgaba en sus detalles como si adivinara los gestos y los pensamientos de aquellos jugueteros antiguos que habían sucumbido a la fascinación por los juguetes.
Jugueteros del pasado que habían tenido su misma inquietud, y que tal vez también curioseaban a través de un boquete expresado en el vacío. A lo mejor esos antiquísimos jugueteros otearon innumerables veces el futuro desde ese extraño ventanal y seguramente en una de esas alcanzaron a ver el estilo con que Fredy Reyna inventaba, de la nada, una canción o un bergantín.
Fredy Reyna también fue un juguete construido por él mismo. Voy a hacer un señor que jamás deje de tener seis años de edad y que nunca deje de conmover a los demás con ese juego de manos. Y, en efecto, ocurrió de esa manera. El niño de cabellera blanca dedicó su existencia a demostrar que los juguetes hablan, cantan, enseñan y que en cada objeto hecho por el hombre hay un juguete básico rechazando la violencia y tendiendo a la búsqueda del bien común.
EL TERCER FEDERICO
Cerca del Capitolio dos músicos de mediana edad, de mediana estatura y con medianas ganas de tocar bajo el sol pervertido del centro de Caracas, le sacan pedazos desgreñados a sendos cuatros de “Amalia Amalia Amalia Amalia Amalia Rosa, esa es la que yo me llevo, esa es la que yo me llevo porque es la más buenamoza”. Y los hombres cantan con alegre desidia, a sabiendas de que los billetes escasearán en el pote.
Viendo esos instrumentos grasientos, aporreados, humildes y llevacoñazos, no es posible olvidar a Fredy Reyna, ni a esa carga de magia que transportó humildemente a lo largo de su vida y que repartió a diestra y siniestra sin que se le agotara jamás. Porque está clarísimo que esos cuatros de la calle saben que cualquier día pueden convertirse en instrumentos sublimes si el espíritu de Fredy Reyna pone un dedo en sus cuerdas.
Fredy Reyna existió, de eso no cabe duda, y esa existencia se confirma aún más cuando se recuerda todo lo que fue capaz de hacer con su juguete preferido: el cuatro.
Federico Reyna Revenga nació en La Candelaria, Caracas, el 3 de abril de 1917. Hijo del pintor, dibujante y fotógrafo Federico Reyna Herrera, quién era a su vez hijo de Federico Reyna Francia.
Federico Reyna Herrera, era primo hermano de Antonio Herrera Toro, quien dirigió la Academia de Bellas Artes a principios del siglo pasado (XIX).
Ese padre de Fredy Reyna, que llamó a su hijo Fredy para que no anduvieran llamándolo Federiquito, era un fotógrafo inquieto, humorístico, creativo. Y retrataba constantemente a Fredy. En una ocasión, cuando Fredy era un recién nacido, lo fotografió metido en una cesta llena de legumbres y frutas, y tituló la obra “Buena compra”. Una vez lo captó recostado en un mueble, con cara de fastidio. También lo retrató usando alas de ángel. Era un angelito que estaba medio arrecho ese día. Y logró también, don Federico, una imagen de Fredy, que lo perfila para siempre: el niño aparece vestido de marinero. Se halla recostado a un porrón y a su lado hay un juguete muy hermoso: un caballo de madera uncido a una carreta y el caballo está como esperando a que Fredy termine de ver lo que está mirando hacia su lado derecho.
En todas esas fotografías, Fredy Reyna es un ser concentrado en ese punto maravilloso que sólo sus ojos fueron capaces de descubrir. El ojo de una cerradura en el tiempo, la grieta de un cielo creativo, algo que está enfrente de todos, pero que casi nunca se revela a los seres humanos. Porque es bien sabido que cuando las personas crecen, pierden las pupilas hipersensibles de la infancia.
Ese redondo e invisible hoyo universal que es fuente de magia para los escasos magos verdaderos que ha habido, se parece una barbaridad al hueco del cuatro y sin ninguna duda, desde el otro lado, Federico Reyna Revenga está mirando para acá, silbando para acá, cantando para acá. Epa, mira, no me olvides.
Y frente al Capitolio, la muchedumbre se deja llevar, se entrega al calor y al ritmo, ensayando un movimiento de marionetas, al compás de dos cuatros que ya quisieran haber conocido a Federico.
*******
José Pulido. Fotografía de Gabriela Pulido Simne |
Enlaces Relacionados:
Arthur Miller: No hay nada nuevo que pueda decir sobre Marilyn
No hay comentarios:
Publicar un comentario