Estimado Amigos
Hoy le obsequiamos esta entrada sobre Oliverio Girondo (Buenos Aires, 17 de agosto de 1891 - Buenos Aires, 24 de enero de 1967) un escritor que gran parte de la gente en Venezuela conoció gracias a la película de Eliseo Subiela "El lado oscuro del corazón"
Esperamos disfruten de la entrada.
Espantapájaros
No se me importa un pito que las mujeres
tengan los senos como magnolias o como pasas de higo;
un cutis de durazno o de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero,
al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco
o con un aliento insecticida.
Soy perfectamente capaz de soportarles
una nariz que sacaría el primer premio
en una exposición de zanahorias;
¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible
- no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar.
Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!
Ésta fue -y no otra- la razón de que me enamorase,
tan locamente, de María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos?
¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo
y sus miradas de pronóstico reservado?
¡María Luisa era una verdadera pluma!
Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina,
volaba del comedor a la despensa.
Volando me preparaba el baño, la camisa.
Volando realizaba sus compras, sus quehaceres...
¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando,
de algún paseo por los alrededores!
Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado.
"¡María Luisa! ¡María Luisa!"... y a los pocos segundos,
ya me abrazaba con sus piernas de pluma,
para llevarme, volando, a cualquier parte.
Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia
que nos aproximaba al paraíso;
durante horas enteras nos anidábamos en una nube,
como dos ángeles, y de repente,
en tirabuzón, en hoja muerta,
el aterrizaje forzoso de un espasmo.
¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera...,
aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas!
¡Que voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes...
la de pasarse las noches de un solo vuelo!
Después de conocer una mujer etérea,
¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre?
¿Verdad que no hay diferencia sustancial
entre vivir con una vaca o con una mujer
que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender
la seducción de una mujer pedestre,
y por más empeño que ponga en concebirlo,
no me es posible ni tan siquiera imaginar
que pueda hacerse el amor más que volando.
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Por Juan Sasturain
Cinco por la negativa: las carencias
Uno. No
saber quién es. Es el mejor motivo y el que a él más le hubiera gustado.
Enterarse de que es –para muchos– el mejor poeta argentino del siglo XX
es un dato que puede despertar al menos la curiosidad, primer paso
hacia la posibilidad de tener una aventura; quiero decir: una
experiencia que nos cambie la vida. Conocer a Girondo vale la pena
precisamente por eso: te deja diferente de cómo te encontró.
Dos. No
haberlo leído. Es una suerte, como no haber leído todavía a Pessoa o a
Pound. O no haber ido a China o no conocer Africa. Se te abre un mundo
desconocido, una puerta. A mí me pasó cuando tenía algo más de veinte,
en la segunda mitad de los ‘60, y el Centro Editor lo reeditó en una
colección barata y popular. Después encontré la edición de Losada de
Persuasión de los días, de 1942, en Fray Mocho. Es lo que más me gusta
de él. La tengo todavía.
Tres. No
leer poesía en general. Oliverio está especialmente indicado para los
prejuiciosos o escaldados por algún contacto negativo con textos
poéticos que les provocaron desconcierto/rechazo/alergia/fastidio.
Girondo se entiende y se disfruta. No necesita exégetas ni mediadores
letrados (que los hay, casi en exceso). Jamás un libro suyo se te cae de
la mano. Reconcilia con la poesía.
Cuatro.
Estar amargado / estar engrupido. La lectura de Girondo (como la de
Drummond de Andrade, por ejemplo) vacuna contra la estupidez de la queja
sistemática y/o la autosatisfacción del acomodado en su molde comprado a
plazos. Ni la hipocresía ni la autoconmiseración.
Cinco.
Querer amasijarse / ser un boludo alegre. Incluso en sus momentos más
jodones y festivos, Girondo habla en serio: nunca es solemne; y en los
momentos de mayor desesperación –que los tiene– tiene la humildad de
admirar el Misterio de lo dado y reconocer el Error, la soberbia
pretensión manipuladora de saberes e instituciones (incluso el mismísimo
lenguaje). Por eso nunca es patético. Te cura de la soberbia elocuente
(regodeo en el sinsentido) y de la ignorante (hacerse el boludo).
Seis. Veinte
poemas para ser leídos en el tranvía (1922) y Calcomanías (1925). Su
primer libro, desprejuiciado fundador de la vanguardia argentina de los
‘20, son viñetas, croquis, apuntes tomados al paso de Mar del Plata a
Venecia, de Buenos Aires y Río de Janeiro a Venecia. Ahí está el
“Exvoto”: “Las chicas de Flores se pasean tomadas de los brazos para
transmitirse los estremecimientos, y si alguien las mira en las pupilas,
aprietan las piernas del miedo de que el sexo se les caiga en la
vereda”. Famoso. El segundo salió en España, con dibujos suyos. “Calle
de las sierpes”, Sevilla, 1923: “Cada doscientos cuarenta y siete
hombres / trescientos doce curas / y doscientos noventa y tres soldados /
pasa una mujer”.
Siete.
Espantapájaros (1932). El primero editado en Buenos Aires, y el más
perfecto hasta entonces. Dos docenas de breves prosas inolvidables,
algunas inquilinas habituales de toda antología: las setenta y dos
acciones amorosas del texto 12. “Se miran se presienten se desean / se
acarician se besan se desnudan / se respiran se acuestan se olfatean”.
Las maravillosas maldiciones del 21: “Que te enamores tan locamente de
una caja de hierro que no puedas dejar, ni un momento, de lamerle la
cerradura”. Qué bárbaro.
Ocho.
Persuasión de los días (1942). Son poemas existenciales, si cabe; la
pura intemperie espiritual sin ningún tipo de franela compensatoria.
“Dicotomía incruenta”: “Siempre llega mi mano / más tarde que otra mano
que se mezcla a la mía / y forman una mano (...) Por eso es muy posible
que no acuda a mi entierro / y mientras me riegan de lugares comunes /
yo me encuentre en la tumba / vestido de esqueleto / bostezando los
tópicos y los llantos fingidos”.
Nueve. Campo
nuestro (1946). Ya a fines del ’30 había vuelto –con la crisis, con la
guerra, con el desastre europeo– a mirar para adentro, a reflexionar
sobre la cuestión nacional: la cultura, la economía, incluso el paisaje.
Hay varias versiones, hasta el cincuenta, de sus poemas a la
(redescubierta) pampa primordial, vaca madre, plana nada elocuente. Es
el Girondo menos conocido y manipulable.
Diez. En la
masmédula (1956). Es el final, el salto en el vacío experimental, la
ruptura de las palabras y de la sintaxis, la busca absoluta. Es el
Girondo que seduce a surrealistas tardíos (Molina) y marca el camino de
la puesta en tensión extrema del instrumento que empujará a la larga a
algunos de los mejores, como Lamborghini, a sus propios confines. “El
puro no”: “El no / el no inóvulo / el no nonato / el noo (...) / el
macro no ni polvo / el no más nada todo / el puro no / sin no”. Apaga y
vámonos.
Cinco por cuestión de salud
Once. Saber
reír. Con Girondo, el humor irrumpe en la poesía argentina como un pedo
en misa, un chiste verde en un velorio, un codazo en un desfile. Se da y
concede permisos. Del humor ingenioso –que comparte con Ramón Gómez de
la Serna, por ejemplo– saltará al humor negro y escatológico. No es un
adorno, ni un chiste. Es una manera (la única digna) de mirar el mundo.
Doce.
Cagarse en (casi) todo. La irreverencia (“¡Se celebra el adulterio de la
Virgen María con la Paloma Sacra!”, de “Verona”) y la provocación
iconoclasta que picotea los bordes de los tabúes con ingenio y
desparpajo tienen una violencia corrosiva inusitada. Espantapájaros, por
ejemplo, no es sólo una provocación sino un libro memorable, único para
su época y para nuestra cultura.
Trece. Saber
enojarse. Girondo no es un ruidoso payaso oportunista íntimamente
integrado sino un observador feroz de la sociedad y las costumbres
perversas de su tiempo. “Lo que esperamos”: “Yo sé que todavía / los
émbolos / la usura / el sudor / las bobinas / seguirán produciendo / al
por mayor / en serie / iniquidad / ayuno / rencor / desesperanza / para
que las lombrices con huecos portasenos / las vacas de embajada / los
viejos paquidermos de esfínteres crinudos / se sacien de adulterios / de
hastío / de diamantes / de caviar / de remedios”.
Catorce.
Celebrar la vida. Porque a la hora de reconciliarse con el mundo, ya
despojado del “miasma” del comercio humano, a contrapelo de una
“civilización” descaminada, Girondo descubre –y sabe revelar para
nosotros– el soberano estupor ante lo natural visto con mirada adánica.
“Inagotable asombro”: “Este perro / este perro / ¡Indescriptible! /
¡Unico! / (...) Cotidiano, inaudito / que demuestra el milagro / que me
acerca al Misterio / que dan ganas de hincarse / de romper una silla”.
Quince.
Angustiarse en serio. Pocas veces en la poesía contemporánea –en la
latinoamericana, sólo en Vallejo– la expresión de la angustia ante las
cuestiones de sentido que atraviesan al poeta en vida y muerte, alcanza
la radicalidad –sin clichés ni recetas verbales o existenciales– del
último Girondo. En la masmédula es, como sucede con un solo de Parker,
un gesto definitivo e irreductible.
Y cinco porque sí
Dieciséis.
El nombre que le pusieron. Llamarse así no suele ser gratis. Qué hace
alguien que se llama así. Y de chiquito. Hay que bancársela. Creo que en
su caso fue un estímulo: debió estar a la altura, con ese nombre de
payaso, equilibrista o político radical al estilo Crisólogo Larralde.
Toda su obra es un comentario, una prolongada digresión tragicómica a
partir de su nombre.
Diecisiete.
La cara que tenía. También tuvo que hacer algo con la cara, remontarla.
En eso, como Macedonio (otro que vino con un plus nominativo), ganó cara
y equívoca venerabilidad con el tiempo. Era de ojos saltones, dientudo y
con mentón fugitivo: las caricaturas de la época son alevosas. La barba
lo disfrazó, pero operando al revés de las caretas: lo puso grave,
reservando la gracia y la ironía para los ojos.
Dieciocho.
Las cosas que hacía. Las jodas famosas, la prolongada estudiantina, su
espíritu juguetón, iconoclasta. El memorable lanzamiento por calle
Florida, en coche fúnebre, de Espantapájaros, con el muñeco de la tapa,
dibujado por Bonomi, convertido en escultura de papel maché, y con
chicas vendiendo el libro.
Diecinueve.
La mujer con la que se casó. Un hombre también se justifica/explica por
las mujeres que amó y lo amaron. Oliverio conoció a la brillante
colorada Norah Lange en 1926 y se casaron en el ‘43. Fue su mujer, su
amiga, su cómplice talentosa. La oradora de banquetes que supo reunir en
Estimados congéneres, la memoriosa de Cuadernos de infancia, la
novelista de Personas en la sala.
Veinte. Las
fechas del almanaque. Acaso sea un pretexto que hoy, 24 de enero, se
cumplan 44 años de la muerte de Oliverio, en el verano de 1967. Norah lo
sobrevivió sólo cinco más. El otro pretexto que nos da el almanaque
para leer a Girondo es que este año, el 17 de agosto, se cumplen 120 de
su nacimiento en 1891. A ver si nos acordamos
Esta nota fue publicada en la contratapa de Página 12 del 24/01/2011.
Tomado de Página 12
Llorar a lágrima viva...
Llorar a lágrima viva.
Llorar a chorros.
Llorar la digestión.
Llorar el sueño.
Llorar ante las puertas y los puertos.
Llorar de amabilidad y de amarillo.
Abrir las canillas,
las compuertas del llanto.
Empaparnos el alma, la camiseta.
Inundar las veredas y los paseos,
y salvarnos, a nado, de nuestro llanto.
Asistir a los cursos de antropología, llorando.
Festejar los cumpleaños familiares, llorando.
Atravesar el África, llorando.
Llorar como un cacuy, como un cocodrilo...
si es verdad que los cacuíes y los cocodrilos
no dejan nunca de llorar.
Llorarlo todo, pero llorarlo bien.
Llorarlo con la nariz, con las rodillas.
Llorarlo por el ombligo, por la boca.
Llorar de amor, de hastío, de alegría.
Llorar de frac, de flato, de flacura.
Llorar improvisando, de memoria.
¡Llorar todo el insomnio y todo el día!
Muy bueno...
ResponderEliminarGracias Nono por dejar tu comentario. :)
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