jueves, 17 de noviembre de 2016

Los Poemas Queridos de Adhely Rivero



Estimados Amigos

Hoy tenemos el gusto de compartir otro aporte de nuestro compañero de ruta Alberto Hernández donde se acerca al más rciente libro que recopila el trabajo de nuestro amigo Adehely Rivero. El libro se llama Poemas queridos y podrán disfrutarlo en español y en italiano.

Deseamos disfruten de la entrada.

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1

Las varias lecturas de la poesía de Adhely Rivero han sido registros que andan por los distintos senderos de nuestra curiosidad. Desde hace décadas las hemos tenido presentes en notas, crónicas y aventuras en las que nunca ha faltado el paisaje de su vocación llanera. No se ha dejado pasar por alto el viaje desde las sabanas de Arismendi hasta el valle de la cuenca del Lago de Valencia, ciudad donde ha escrito casi toda su obra.




En esta ocasión, una nueva antología, un nuevo tanteo de voces provenientes de 15 poemas (1984), El sol de sed (1990), Los poemas de Arismendi (1996), Tierras de Gadín (1999), Los poemas del viejo (2002), Medio siglo, la vida entera (2005) y Compañera (2012). Todos han sido perfilados, anotados y releídos. Ha sido una larga jornada en la que continúa el paisaje rural, campesino, de este poeta crecido en la polis pero que no se ha desprendido del “olor a bosta”, del cuero de enlazar, del aroma del monte, del canto de sus pájaros, de los peligros que entrañan los ríos, de los diversos caminos andados y desandados.

Esa poesía la sabemos, la conocemos. Ahora, vertida en la lengua de Dante, suena lejana y cercana. Lejana porque reta al lector a encontrar alguna pista que lo lleve al origen del autor, y cercana porque el tono se mantiene. El traductor, Emilio Coco, a juicio de los entendidos, ha calcado el espíritu de Rivero en esta su versión en italiano. La edición corrió a cuenta de Carmen Isabel Martínez Pérez.


2

Por las circunstancias arriba señaladas, he seleccionado algunos poemas próximos a otra temática: el de la ciudad en la que Adhely Rivero ha frecuentado sus apariciones, sus recurrencias en la calle o en la casa, porque sería abundar acerca de una poética que ya este cronista ha trabajo en otras oportunidades.

Los textos que he seleccionado son “La casa”, “La sazón del hueso”, “Árbol”, “Ahora llueve”, “Cartas”, “La mosca en el avión” y “Los ojos del cielo sobre Valencia”.

La escogencia contiene el viaje. La salida de Rivero de su lar nativo y el recorrido vital por la Valencia a la cual ha regresado de nuevo cuando se ha dado cuenta de que tanto el llano como la ciudad se complementan. Va y viene. Pero esta vez, cuando la experiencia y el tiempo corrido lo han marcado, ha retornado a la comarca industrial donde estudió y escribió su poesía.

Cuando salí del pueblo pensaba regresar 

a comprar la casa de la esquina suroeste de la plaza,

cerca de un puerto solitario del río… (“La casa”).

Este es el texto que funda el viaje, es el poema de la despedida, pero también el texto que no olvida el viejo consejo del poeta calaboceño Francisco Lazo Martí, en el que exhorta volver a las pampas.

De ese primer poema quedó ese deseo, anclado ahora en las aventuras públicas de la ciudad:

Nada hay especial en las mujeres de la calle. 

Nadie sabe sus compromisos ni su salud mental.

La propiedad de sus trajes ligeros, sus zapatillas 

de piel importada (“La sazón del hueso”).

El cambio es evidente. La ciudad es otra mirada. Otro impulso. El paisaje ancestral pasa por un instante a un segundo plano o desaparece. El poema es Constantino Kavafis, cuando en el poema “La ciudad” expresó:

Dijiste: 

“Yo iré a otra tierra, a otro mar (…) La ciudad te ha de seguir: vagarás por estas mismas calles, 

en estos mismos barrios envejecerás 

y bajo estos mismos techos habrás de encanecer 

Siempre en esta ciudad terminarás”.

No obstante, el viaje siempre lleva consigo un símbolo, un elemento que no despega al sujeto poético de su quietud contemplativa:

Este árbol 

ha permanecido

en el mismo lugar 

Yo he cambiado mi residencia 

mi espacio 

lejos de los árboles 

que en la infancia 

daban sombra 

Dios expone demasiado a sus criaturas (“Árbol”).

¿En qué lugar está ese árbol? ¿Dónde quedó sembrado? ¿En la ciudad, en el campo? Es un árbol sagrado, como todo árbol, que se ha quedado en la memoria del poeta. Quien se ha movido ha sido él. No obstante, el árbol ha viajado en su texto, se ha movido: es otro árbol, es la nomenclatura de todos los árboles.

La ciudad marca. El llano no usa paraguas. Las tormentas eléctricas, las lluvias en el llano son cuantiosas, terribles, mares de animales ahogados, de ríos que embisten con la fuerza de bestias invisibles. Pero la lluvia en la ciudad es otro asunto:

Ahora llueve 

y las gotas negras 

los paraguas 

pasan por las calles 

Ahora puedo ver por la ventana 

un edificio temblando en el agua 

Un hombre saltando 

Una mujer pintada 

en la pared contra la lluvia 


Temprano 

veía esta nube en el cielo 

Ahora yace desplomada 

en el pavimento (“Ahora llueve”).

La experiencia es otra. Y el poema se revela metáfora bajo la certidumbre de estar ante una ventana, frente a una pantalla que ofrece un espectáculo revelador: en el monte no hay gente bajo la lluvia, solo animales. Entonces, los animales de la ciudad son domeñados por las gotas, perseguidos por una lluvia benigna que dibuja cuerpos y los somete a la rendición.

Adhely Rivero. 1995 Fotografía de Yuri Valecillo tomada del libro Rostro y poesía


3

Uno de los poemas más redondos de Adhely Rivero es “Cartas”. Es un poema de tres versos que acumula una imagen realmente hermosa. Es un homenaje al silencio. Es una carta que no dice en su interior. Son cartas que esperan ser encontradas:

A veces nos sorprende una
nube dobladita
bajo la puerta.

Este poema no se podría decir en plena sabana llanera. Este es un poema citadino, metropolitano. Con la singular presencia de una nube en la que se lee un metamensaje. La carta es una definición, un sentido que descubre una espera.

“La mosca en el avión”: un hombre —temeroso de la altura— se distrae con un insecto. Puedo revelar una experiencia personal con Adhely Rivero durante un vuelo de Barcelona a Valencia. Al subir al aparato, sentí que mi amigo estaba asustado, como yo, pero en él se notaba más. Creo que rezaba con los ojos abiertos. Durante los cuarenta minutos de la travesía, Adhely sólo quería silencio. No deseaba que le hablaran. Con los ojos cerrados, demostraba que yo también, llanero al fin, estaba aterrado. Había turbulencias. Nuestras manos aferradas a los asientos. Cuando la nave aterrizó, salimos en carrera. Adhely casi se arrodilla en la pista. Me pidió un cigarrillo y lo consumió entre la puerta del avión y la puerta de la aduana. Me dijo: “Veguero, llegamos”. Estaba contento de pisar tierra. Y quien esto escribe también. Estábamos en tierra dos animales de la tierra, dos pamperos deseosos de oler el polvo, de sabernos a salvo.

Imagino que este poema, dedicado a Víctor Manuel Pinto, debe tener algún correlato, algún referente en uno de esos sustos de quien se sube en un avión. Por eso, para proyectar su emoción en otro aspecto, se pregunta:

¿A cuánta altura tiene miedo La Mosca? 

En tierra busco a mi familia y los beso…”.

Este segmento dice mucho de aquel viaje en el que el miedo era una mosca con los ojos cerrados.

Alejandro Oliveros. 1995 Fotografía de Yuri Valecillo tomada del libro Rostro y poesía


4

Y el poema con el que cierro, es el que afinca a Rivero en la ciudad donde se hizo profesional y escribió sus libros. El título: “Los ojos del cielo sobre Valencia”, poema dedicado a Alejandro Oliveros, un poeta de Valencia que ha escrito sobre grandes ciudades del mundo.

Podría afirmar que se trata del poema que completa el círculo de un viaje.

He aquí el texto completo:

Este día nos mueve el corazón
a la memoria eterna.
Atrás el tiempo de los reptiles en los rieles,
la prisa de la locomotora, la gente
y las viejas estaciones.
Vienen los vagones
llenos de habitantes.
Vienen del sur y van del norte
cruzados de sonrisas.
El río es un tren de pasajero maltrecho
que viaja al Lago Tacarigua.
El tren es un río de gente que llegará hasta el mar.
Ya vendrán los enamorados a sumarse a la fiesta.
Pondremos en el oficio a los hombres
bajo la mirada de Dios.

Este homenaje a la ciudad, este tributo al río Cabriales, al viejo tren, a los vagones estacionados en la plaza 5 de Julio. Esta mirada a la ciudad, este viaje interior por sus calles, es el mismo viaje que comenzó en el llano y dibujó el paisaje de la casa en Arismendi, la casa de esquina que compraría cuando se realizara el retorno lazomartiano.

Pero también es el poema del regreso a la ciudad luego de varios meses en el pueblo natal. El poema se recoge contrito. Baja la guardia, espera un nuevo comienzo.

Y los que he dejado al margen, los de la mujer. Una mujer, las mujeres, las que también desandan los caminos, las que se hacen poemas y luego se despiden. Las que llegan con el aroma del monte o se quedan bajo el paraguas en medio de la lluvia metropolitana.

Nota al margen:


Un yerro de quien hizo la selección fue el no haber señalado las fuentes de los textos que aparecen en este libro. Quien lee se extravía. Por eso sugiero que para una próxima edición se añadan los títulos de donde fueron tomados los poemas.


Tomado de Letralia

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Alberto Hernández

Nació en Calabozo, estado Guárico, el 25 de octubre de 1952. Poeta, narrador y periodista. Se desempeña como secretario de redacción del diario “El Periodiquito” de la ciudad de Maracay, estado Aragua. 

Fundador de la revista literaria Umbra, es miembro del consejo editorial de la revista Poesía de la Universidad de Carabobo y colaborador de publicaciones locales y  extranjeras. Su obra literaria ha sido reconocida en importantes concursos nacionales. En el año 2000 recibió el Premio “Juan Beroes” por toda su obra literaria.

Ha publicado los poemarios La mofa del musgo (1980), Amazonia (1981), Última instancia (1989), Párpado de insolación (1989), Ojos de afuera (1989), Bestias de superficie (1993), Nortes (1994) e Intentos y el exilio (1996). Además ha publicado el ensayo Nueva crítica de teatro venezolano (1981), el libro de cuentos Fragmentos de la misma memoria (1994) y el libro de crónicas Valles de Aragua, la comarca visible (1999).  Recientemente ha publicado «Poética del desatino» y «El sollozo absurdo».

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