Antonio Ballester dejó la ciudad para los paisajes de la Vera. / CARLOS ROSILLO |
- La crisis empuja a un creciente número de creadores a un éxodo hacia lo rural
ROCÍO HUERTA / Madrigal de la Vera/ 9 AGO 2012
El artista Antonio Ballester (Madrid, 1977) vivió en Berlín. Y allí hizo todo lo que se supone que un artista español debe hacer en Berlín: arte conceptual, vídeoarte, fotografía, alguna instalación… “Terminé harto de tanto concepto; de tanto intelecto”, explicaba esta semana en su casa de Valverde de la Vera, en Cáceres. Lejos de la agitación urbana, protegido por la vegetación de ribera, un huerto y hasta un viñedo, recordaba que, vuelto de Berlín y harto de Madrid, acabó aquí, en esta vivienda construida con sus propias manos. Con su mujer y sus dos hijos y un recobrado “gusto por la artesanía más allá del arte”.
Ballester es solo uno más entre los artistas, emergentes o consagrados, que han optado por mudarse al campo. Por una deslocalización de los entornos urbanos en busca de un nuevo estilo de vida: más tranquilo, más espacioso y, sobre todo, más barato. Ahora que todo se somete a revisión, no parece descabellada la idea que aconseja repensar el lugar del artista.
No es exactamente algo nuevo (Pollock huyó de Nueva York agobiado por la fama, las vanguardias ya reclamaron una ruptura con lo urbano y el land art se ha normalizado como forma de creación), ni un fenómeno exclusivo de los creadores. A falta de datos oficiales, los expertos constatan que la crisis está produciendo cierto éxodo hacia lo rural. Carles Feixa, antropólogo de la universidad de Lleida, explica que estos nuevos vecinos han sido bautizados como “neorurales o rurbanos”. “A diferencia de los neohippies de los años setenta no sienten un rechazo por la cultura urbana sino que buscan una hibridación o mixtura entre la vida en el campo y la de la ciudad. Es vivir en el campo sin renunciar a nada de lo que aporta la ciudad. Hoy, el teletrabajo permite a artistas, arquitectos o escritores trasladarse al pueblo”.
A esto colabora, obviamente, la generalización de las nuevas tecnologías más allá de las urbes; una buena conexión a Internet ayuda a mantener los lazos con la ciudad, donde, hasta nuevo aviso, aún se produce, se exhibe, circula y se consume la cultura. Mudarse al pueblo ya no significa condenarse al ostracismo.
Como apóstol de esta nueva creencia cabe contemplar el artista Fernando García Dory, impulsor del proyecto Campo Adentro, que implica a los ministerios de Cultura y Agricultura “para tratar el papel que puede jugar el arte contemporáneo en el medio rural, el modelo agroalimentario, y también, cómo esa inmersión en el contexto rural puede contribuir en el nuevo desarrollo del arte”. La parte más visible de su iniciativa es un programa de residencias de artistas en entornos rurales. Y en el horizonte utópico sitúa el “establecimiento comunidades de artistas ligadas a la agricultura”.
De momento, el asunto ha encontrado eco fuera de España. La prestigiosa feria londinense Frieze ha invitado a algunos de los creadores de Campo Adentro a Grizedale Arts, evento aliado con la Tate Modern que se celebra en Cumbria, en Inglaterra, cuyas pintorescas colinas y lagos han visto pasar a artistas de la talla de Jeremy Deller, Marcus Coates o Pablo Bronstein. No es la única iniciativa de estas características: el año pasado en Berlín la exposición El Arte de Sobrevivir implicó a miles de personas en una gran despensa con productos locales.
Para muchos, en efecto, es una cuestión de supervivencia. Es el caso de Rafael SMP, que recientemente ha expuesto en el MUSAC de León su obra En nuestros jardines se preparan bosques, que se trasladó a Cercedilla por necesidad; o Carmen Cañibano (Zamora, 1974), que vuelve al pueblo donde creció, Prado, lleno de palomares derruidos y campos de la meseta castellana para filmar, en tiempo real, las horas que lleva el cultivo industrial de un cereal de secano, y hacer un análisis “casi marxista” de a lo que equivale una hora de trabajo.
Para otros, como Antje Schiffers (Heiligendorf, Alemania, 1967), artista invitada de Campo Adentro, es el interés por las costumbres y los modelos socioeconómicos lo que despierta la necesidad de sumergirse en este medio de vida. Junto a su compañero Thomas Sprenger, lleva a cabo un proyecto de trueque con ganaderos y agricultores del País Vasco: pinta los caseríos donde son acogidos como huéspedes, y los agricultores se presentan a sí mismos en un vídeo donde muestran y explican su forma de vida. “Yo, en cambio, voy con el caballete en la mano, como un pintor del siglo XIX”, cuenta Schiffers. Una semana en cada aldea para pintar, grabar y convivir. “Los cuadros se quedan con los agricultores, y nosotros con los vídeos”. El proyecto, llamado Me gusta ser agricultor y quiero seguir siéndolo, ha viajado ya por Rumanía, Macedonia, Reino Unido, Suiza, Holanda y Alemania. “En los pueblos se tarda menos en tomar decisiones; parece que todo el mundo aquí tiene más tiempo, aunque no tienen menos cosas que hacer”.
A unos diez kilómetros por las carreteras sinuosas de Valverde, hogar de Antonio Ballester, vive en Madrigal de la Vera el artista sufí y escultor Cristóbal Martín (Madrid, 1956), que sabe mucho de aprovechar el tiempo en un lugar con la quietud suficiente. “Me vine aquí porque me gusta todo lo que no está hecho por el hombre. Mi vida ahora consiste en dedicarme lo máximo a la meditación”. Él, superviviente de la movida madrileña, representa a otra generación de emigrantes rurales, que contemplan con satisfacción la llegada de sus nuevos vecinos artistas. Claro que desde su estudio, situado en un inmenso jardín poblado por sus esculturas, rodeado de bosques de pinos, con caballos, ovejas, gallinas, vacas y una vista panorámica de la sierra de Gredos, todo parece más fácil.
Tomado de El País
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