Marcos Ordóñez
11 de junio de 2012
En aquella extraña época (últimos sesenta, primeros setenta) la literatura fantástica y policial florecía, no me pregunten por qué, en los kioskos españoles. Por quince o veinte pesetas podías encontrar revistas con goloso formato de libro, como Alfred Hitchcock Magazine (aún puedo recitar, como una letanía, los nombres que encabezaban su dream team: Henry Slesar, C.B Gilford, Jack Ritchie, Bruno Fisher, Miriam Allen De Ford) o su hermana de sangre, Ellery Queen’s Mystery Magazine, donde Chesterton, O’Henry y John Dickson Carr cerraban filas junto a Donald Westlake y Patricia Highsmith. Cuando las revistas se acababan siempre podíamos recurrir a las selecciones de Acervo, que publicaba las novelas y relatos de Cornell Woolrich, y las fantasías belgas de Jean Ray (desde Maupertuis a las aventuras de Harry Dickson) y también tenía un vasto catálogo de ciencia-ficción, o a las recopilaciones del omnívoro Forrest J Ackerman en Bruguera, donde no tardaría en aparecer la fastuosa e inesperada Antología de la literatura fantástica española que compiló el tentacular José Luis Guarner, y que iba desde El brujo postergado, del Infante Don Juan Manuel, hasta Calders y Gimferrer (¡sorpresa!), pasando por aquel extraordinario relato de Fernández Flórez llamado Tinieblas.
Todo eso devorábamos mis cuates y yo, y corríamos a los cines de reestreno para ver las películas de episodios, a cual más sanguinario, del sello Amicus, competencia directa de la Hammer desde Doctor Terror, con títulos tan promisorios como La mansión de los crímenes, Refugio macabro (ambos a partir de cuentos de Robert Bloch) o Condenados de ultratumba, o nos abalanzábamos sobre los tebeos de Selecciones Vértice (con Max Audaz y Zarpa de Acero en lo alto del pedestal ) o la galería de espantos de Dossier Negro.
Muy cerca del Instituto Menéndez y Pelayo (exactamente en la esquina de Vía Augusta con Alfonso XII) había abierto sus puertas una resplandeciente librería llamada Ianua, que no en vano quería decir puerta o portal en latín (eso fue casi todo lo que aprendimos del latín), y que importaba los libros de la mexicana editorial Novaro y de la argentina Edhasa/Minotauro.
Fue allí donde, juntando nuestros magros caudales, compramos los truculentos relatos de Bloch, del que hasta entonces solo sabíamos que era el guionista de Psicosis, y los de Stanley Ellin, y de Fredric Brown, que tenía aquel cuento insólito (No mire hacia atrás) que pretendía matar a sus lectores, como luego La asesina ilustrada, de Vila-Matas, y descubrimos también al enorme Richard Matheson, y las Historias de fantasmas recogidas por Kurt Singer, pero por encima de todos ellos, arriba, muy arriba, como un patriarca benévolo o un marciano omnisapiente que hubiera vivido más de mil vidas, reinaba Ray Bradbury, al que habíamos descubierto gracias a Narciso Ibáñez Serrador. Es posible, pienso ahora, que el éxito televisivo de los programas de Ibáñez Serrador hubiera contribuido en cierta forma a aquella floración de revistas de misterio, terror y ciencia-ficción, una de las cuales, justamente, llevaba el nombre de su serie más famosa, Historias para no dormir: era mensual, contenía cuentos y artículos y guiones de sus episodios (no siempre los más populares), y unos extraños anuncios de productos farmacéuticos que contribuían notablemente a la sensación de artefacto malsano.
No sé si fue antes el huevo o la gallina, no sé si a Bradbury lo detectamos a partir de una de aquellas adaptaciones de Chicho (quizás El cohete, quizás La espera, y tal vez no fue en Historias para no dormir sino en una de sus series precedentes, Tras la puerta cerrada o Mañana puede ser verdad, con lo cual el recuerdo se vuelve casi evanescente, porque éramos unos críos entonces) o más bien en uno de los estupendos artículos divulgativos que en la revista firmaba Juan Tébar, otro de sus grandes apóstoles, en una tríada completada por José Luis Garci, que en los primeros setenta publicó en la editorial Helios su apasionado ensayo Ray Bradbury, humanista del futuro.
Todas aquellas puertas se abrían a otras puertas, como a Bradbury le hubiera gustado. El anuncio interior de un número de Mystery Magazine (de eso me acuerdo con absoluta claridad: entre un cuento de Margery Allingham y otro de Santiago Lorén) me reveló a Gonzalo Suárez, que publicitaba Trece veces trece con estas suculentas palabras: “Mi libro es terrible. Contiene cadáveres descuartizados, perros rabiosos, epidemias, monstruos, aberraciones de toda índole y un humor que no tiene maldita gracia” (como dice la canción, who could ask for anything more?), y leyendo las historias de Richard Matheson averiguamos la existencia de una serie llamada The Twilight Zone, porque aquellas antologías de Novaro se titulaban Historias de la Zona Crepuscular: solo había que tirar del hilo de Ariadna, y Ariadna, claro está, nos lleva de nuevo a Minotauro.
Los libros de Bradbury en Minotauro tenían crujientes páginas de color pardo, puro pulp, y las portadas de colores (verde, azul, naranja, violeta) que aquí reproduzco. Su territorio era y es inabarcable, pero muy pronto saltó a la vista que había un lado de luz y uno de sombra. Si tuviera que quedarme con un máximo representante de cada negociado, elegiría El vino del estío y El país de octubre.
La puerta de El vino del estío me llevó a La comedia humana, de Saroyan, porque Douglas Spaulding era un primo hermano de Homero McCaulay, y los grillos de aquel verano inacabable de los años treinta cantaron también en Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, y Una muerte en la familia, de James Agee: en todos esos libros reconocía la misma claridad lunar, el mismo paisaje (daba igual que fuera Norte o Sur), la misma mirada extasiada, que más tarde impregnaría memorables relatos de iniciación como El cuerpo, de Stephen King.
El país de octubre era lo que había al otro lado del verano. Transcribo el texto de su contraportada: “El país de octubre, donde siempre está haciéndose tarde. El país donde las colinas son niebla y los ríos neblina; donde el mediodía pasa rápidamente, donde se demoran la oscuridad y el crepúsculo y la medianoche no se mueve. Un país de sótanos, subsótanos, carboneras, armarios, altillos y despensas alejadas del sol. El país que habitan gentes de otoño, que solo tienen pensamientos otoñales; gentes que pasan por las aceras desiertas con un sonido de lluvia”. Relatos maravillosamente aterradores, como El siguiente en la fila, que me hizo jurar que nunca jamás en la vida visitaría la cueva de las momias en Guanajuato, o La guadaña, en el que un granjero descubre que su nueva tarea es una esclavitud inacabable, o La caja de las sorpresas, donde se nos confirma que ser Dios tampoco es un plato de gusto. O aquella historia llamada El emisario, de la que tan solo recuerdo el aura enfermiza, la casa aislada, el niño que solo puede comunicarse con el exterior a través de su perro y de una vecina, el desolador final y la sensación de que Ana María Matute hubiera podido firmarlo.
Bradbury era terriblemente contagioso, y en aquella época escribí un centón de cuentos a su manera. Pero no solo eso. Haciendo honor a su nombre y a sus poderes, enviaba rayos, guiaba, contaminaba en el mejor sentido imaginable. ¿No os ha pasado que después de ver la exposición de un gran pintor o un gran fotógrafo salís a la calle y lo contempláis todo con sus ojos?
Bajo su órbita seguían formándose constelaciones inesperadas, voracidades retroactivas (¿o es que todos nosotros no habíamos sido como él, rastreando historias fantásticas y tebeos y puertas ocultas o repentinas?) y también puentes impensables y transoceánicos. Durante un periodo de sequía, el sumo sacerdote me condujo hacia Dino Buzzati, su hermano italiano. Ya había leído El hombre ilustrado, y Fantasmas de lo nuevo, y Las doradas manzanas del sol, y Remedio para melancólicos¸y, por supuesto, Fahrenheit 451. Agotadas por el momento las fuentes minotáuricas (aunque diría que Fahrenheit no salió en Minotauro) se me fueron los ojos hacia la portada de Historias del atardecer, de Buzzati, en la colección Reno: la imagen rojiza de un alunizaje me hizo pensar que aquello bien podía estar a caballo entre las Crónicas marcianas y las Historias de la zona crepuscular.
El libro era la versión española de Il Colombre, que acababa de aparecer en Italia. ¡Tiempos aquellos, en los que un libro italiano se traducía a poco de su salida y se publicaba en una colección popular! Buzzati me pareció, como digo, cercanísimo a Bradbury: la misma timidez febril de niño solitario, la misma imaginación desbordante, la misma mirada hacia lo alto, hacia el mito y la leyenda (El secreto del bosque viejo, Los siete mensajeros), pero también atenta a desvelar las alarmas de lo cotidiano (Cinco pisos, que Azcona adaptó al cine en Italia con el título de Il fischio al naso) o abocada hacia la purulenta red de sótanos y subsótanos, como en aquel otro cuento magistral, En el jardín, donde bajo la calma de una silenciosa noche de verano laten salvajes guerras de insectos, tripas rajadas, élitros machacados, y los supervivientes caen en las fauces abiertas de un gato hambriento. Hablo de Buzzati para hablar de Bradbury, y es que a menudo el genio funciona por ósmosis y comparte aguas freáticas, del mismo modo que Cortazar advirtió aquel tumultuoso río subterráneo que enlazaba los cerebros de Edgar Allan Poe y Baudelaire.
En esa misma línea (de tranvía fantasma) sigo pensando que Bradbury nunca está donde lo esperas. Se han hecho muchísimas adaptaciones de sus historias, pero para mi gusto las mejores son aquellas en las que no aparece su firma pero sí su esencia. Dejando aparte a Charles Laughton con La noche del cazador, el director más cercano a Bradbury fue Robert Mulligan: su lado de sol (con bosques nocturnos) está en la adaptación de Matar a un ruiseñor, y su lado de sombra, con afilados tridentes escondidos en pajares, fue aquella joya siniestra llamada El otro, sobre la novela de Tom Tryon. Y pienso que el más perfecto destilado de La feria de las tinieblas no fue la película de Jack Clayton (que tampoco estaba nada mal) sino la rotunda, terrorífica e injustamente abortada Carnivale, perla negra de HBO. Para despedir la evocación vuelve a mi memoria un miscasting parcial: Truffaut estaba fantástico en Encuentros en la Tercera Fase, pero el papel del científico humanista que sabe conectar con los extraterrestres era un rol cantado para el tío Ray. Y digo parcial porque no olvidemos que Truffaut fue quien llevó al cine Fahrenheit 451. O sea que, para decirlo a la navarra, Bradbury no estaba, “pero como si estaría”.
Marcos Ordóñez. Escritor, periodista, profesor. Cada sábado escribe en Babelia la sección PURO TEATRO y, cada jueves, en Cultura, EL HOMBRE QUE FUE JUEVES. Intento escribir sobre lo que me da vida. Ultimos libros publicados: Turismo interior (Lumen, 2010),Telón de fondo (El Aleph, 2011).
Tomado de EL País
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