lunes, 4 de diciembre de 2023

Un Mefisto Hurtado a Pocaterra


Mephisto


Estimados Liponautas


Hoy tenemos el agrado de hacerles llegar un acercamiento  que el escritor Rafael Simón Hurtado hace a unos de los cuentos grotescos de José Rafael Pocaterra. El cuento fue publicado en la revista electrónica Cárcava número 13. Esta revista es editada en Ciudad Guayana por Francisco Arévalo, Diego Rojas Ajmad y Carlos Yusti.



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José Rafael Pocaterra


La revista Cárcava, publicación electrónica venezolana realizada en Ciudad Guayana, estado Bolívar, para recordar la figura del escritor venezolano José Rafael Pocaterra, -y en particular para celebrar el centenario de su libro Cuentos Grotescos-, convocó a un grupo de escritores para que, desde sus estilos y obsesiones particulares, reescribieran un cuento del valenciano universal. 





Al conjunto de nueve relatos publicados, los editores de la revista, lo denominaron Nuevos Cuentos Grotescos. Mefistófeles fue el cuento recreado por Rafael Simón Hurtado para esta edición.

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El Ángel del Mal. Joseph Geefs



Mefisto (cuento)

“Ustedes los que escriben tienen esa funesta habilidad: hieren donde les place sin que más nadie se entere”. Mefistófeles. Cuentos grotescos. José Rafael Pocaterra.



Júpiter y Tetis, 1811. Jean Auguste Dominique Ingres.


I

“Me malogró la vida, amigo, ya no hay nada qué hacer”, me dijo.

Y por más que intenté convencerlo de que tenía que sobreponerse al escándalo, Alberto Postigo, insistió en que no había salida, que su vida había llegado al final.

En un enigmático diálogo público, a través de twitter, el escritor aceptaba los reclamos de una mujer que lo acusaba de haber abusado de ella aprovechándose de una relación de poder. El intercambio entre Alberto Postigo y una joven que decía llamarse “Rita”, ponía al descubierto un encuentro prohibido entre el escritor de treinta y cinco años y la joven que decía tener quince, cuando ocurrieron los hechos. Postigo admitía el deseo que le provocó la adolescente, su ansia confusa de comérsela entera.

En tuites, con interminables hilos, la mujer tejió un detallado expediente en el que acusó a Postigo de haberla violado. La muchacha relató que se consumaron encuentros sexuales, cuyos recuerdos, cinco años después, aún la perturban. Según ella, el autor de la famosa novela Escritos bajo la piel, comenzó a seducirla, al principio, pidiéndole mensajes eróticos, como ejercicios poéticos; luego, desnudos; después, videos cortos, prometiéndole a cambio oportunidades de figuración en los medios que la convertirían en una célebre escritora. Si complacía sus peticiones, le ofrecía publicar sus poemas, sus crónicas, sus narraciones en la revista digital del que era director.



Fauno y Ninfa, 1868. Pál Szinyei Merse.



II

Su nombre verdadero no era Alberto Postigo, sino Luis Ermita. En la tarjeta de graduación de bachiller, aparecía su nombre legal: Luis Eduardo Ermita. Alberto Postigo, pues, era un heterónimo, todo un juego de escapismo que había ideado para evitar una vida llena de inseguridades. Con la decisión de cambiar su nombre, no sólo se atribuyó una nueva personalidad, sino un nuevo carácter, una diferente biografía que le proporcionaron, en cuanto al escritor que quería ser entonces, una nueva emotividad. No era una máscara literaria, sino una proyección de lo que él consideraba su “genio creador”.

Con ello dejaba tras de sí una historia llena de vergüenzas. Una amiga de su infancia me dijo que de adolescente le decían “Ermitaño”, parodiando su apellido real, y su condición de lector irredento, que sufría de las lecturas por una miopía acuciante y una fotofobia que lo encandilaba. El oftalmólogo le decretó como obligatorio el uso de lentes, con lo que impuso a sus ojos, -y, a través de ellos, a su conciencia-, la convicción de que lo que veía era lo verdadero, así fuese inapropiado, sin darse cuenta de que en ese cambio ficticio dejaba ver con claridad lo que realmente sentía.

Cuando salió del consultorio, con la fórmula que catalogaba su ceguera, Luis Ermita supo que de ahora en adelante sería el blanco de la burla de los compañeros de clase. A través de sus anteojos nuevos, oscuros y como fondos de botella, -que lo hacían parecer un enano obeso con antiparras de soldador-, vio venir en actitud amenazadora al grupo que esparcía el acoso en las puertas del instituto. Las burlas le hicieron saber que, tras haber sido juzgado y condenado por ser él, debía cambiar de identidad.


Eco y Narciso, 1903. John William Waterhouse.


III

Al ingresar a la Universidad, decidió transformar su vida. Optó por convertir toda aquella humillación y despecho, en ira, arrebato y soberbia. Pero, eso sí, cerniendo estos sentimientos a través del poder de la escritura, la que había descubierto en sus días de confinamiento de lector adolescente.

“Para levantar la Biblioteca de Alejandría hicieron falta personas normales y corrientes, trasformadas en héroes a través del conocimiento”, me dijo una vez.

Las humillaciones vividas en su mocedad, desaparecieron en las redes sociales. Periódicamente, subía fotografías con mudanzas en su apariencia. Bajó de peso, y después de cada kilo perdido, desnudaba su torso para mostrar los avances de su mutación. Alteró su forma de vestir, dejó que su cabello creciera hasta los hombros en rizos exóticos y grasientos; y aquellos lentes, con forma de lágrimas, con los que el oftalmólogo había decretado su vulnerabilidad, se convirtieron en cristales fotocromáticos que ocultaron su mirada, no sólo de la luz, sino del escrutinio impertinente de quienes siempre percibieron en él, a un muchacho débil que le costaba ver directamente a los ojos de su interlocutor.

A su nueva apariencia, -pantalón fuerte apretado al muslo, mocasines de gamuza y franela de algodón-, se agregó su pasión por la literatura. La lectura extenuante de libros de poesía, ensayos y novelas, como una tela de frío que lo arropaba, tejieron una trama que delataba la atmósfera infernal que lo poseía.

La lectura, -decía-, no te hace una buena persona. Puede, por el contrario, llevarte al fondo de tus miserias. Los peligrosos, amigo, no son los libros, sino los lectores”.

Tenía una fascinación por Goethe y el Fausto. Y yo creo que acabó pareciéndose al personaje, en su soberbia, en su egoísmo y en su angustia existencial. Casi como una premonición, aquellas lecturas prefiguraron el heterónimo en el que se convirtió.

No lo sé, pero, quizás, su fobia al sol era un amor inconsciente a la oscuridad; de quien no ama la luz. Creo que intentó contrarrestar esta certeza a través de la literatura, de la que fue, sin duda, un cultor. Su condición secreta de lector se había manifestado en su adolescencia en contra de la caja oscura de unos ojos que lo mortificaban en su percepción de las cosas y lo encerraban en el círculo de los desterrados.

Otro episodio traumático había contribuido con su patología. El suicidio de su padre. La persona que más amor le había ofrecido en la vida, un buen día decidió, sin explicación ninguna, quitársela. No hubo signos estimables de una muerte advertida, ni el conocimiento de causas de riesgo para un suicidio inminente; e, incluso, tampoco se supo de tentativas de ensayos frustrados para pensar que aquél hombre había perdido la esperanza.

Mientras el cadáver estuvo tendido en el piso de la casa, -luego de haberse disparado a la cabeza-, los minutos que transcurrieron hasta que la policía vino a levantarlo, Alberto pudo contemplar con detalle los estertores de la muerte. Durante las seis horas transcurridas desde el momento del disparo, hasta que llegaron a recoger el cuerpo, pudo vigilar los postreros borbotones de sangre que las sienes exudaron a través de los orificios de entrada y salida de la bala. Nunca supo por qué su padre tomó esa decisión. La idea de que huía de algo, rondó siempre sus pensamientos.

Una vez, entre tragos, sentados uno frente al otro, acodados en la mesa del bar, mientras nos mirábamos a la cara como quienes se confiesan, me dijo con su estilo literario:

“Amigo, lo que yo vi envuelto en aquella sábana sanguinolenta fueron sesenta y cuatros años, siete meses y casi una semana, convertidos en un bulto llevado en hombros por dos policías que caminaban al vaivén de un fardo muerto.”


Apolo y Dafne, 1908. John William Waterhouse.



IV

Con lo anterior, no intento justificar las acciones de Alberto Postigo. Al cabo de los años, cuando yo lo conocí en la Universidad, ya era una celebridad, que se paseaba -perilla, bigote, altura de estrella de cine, con el brazo derecho tatuado con la frase “La literatura salva”- presumiendo entre sus alumnos, su fama de profesor carismático, de semiólogo político, escritor, poeta y dramaturgo.

En los pasillos de la Universidad se comentaba sus aires presumidos de autor persuasivo, amigo de actrices, a quienes asesoraba en sus cuentas de Instagram. Un escritor admirado, seguido y lisonjeado, que formaba parte de la categoría de influencer en las redes sociales. Este prodigio provocaba los celos y el resentimiento en ciertos seguidores en las redes. Algunos amigos cercanos, quienes sabían que Alberto se valía de su posición de poder para acercarse a sus víctimas en las aulas de clase, eran incapaces, sin embargo, de oponerse abiertamente a la evidencia de un comportamiento criminal. Uno de sus camaradas me confesó cierta vez el desprecio que le causaba el personaje.

“Es Mefistófeles, un ser de mente fría y racional que, en razón del uso de una cierta lógica, atrapa a las personas para hacer que sigan sus designios. Para ese maldito, sus ínfulas de escritor no son más que una justificación estética, pues, según él, el arte expía los delitos”


Echo, 1874. Alexandre Cabanel.


V

Fue entonces cuando apareció una muchacha que dijo llamarse “Rita”, que, oculta detrás del tuit @mefistoabusador, acusó abiertamente a Alberto Postigo de estupro, poniendo a correr en una larga lista de mensajes, la acusación pública que lo haría objeto de un linchamiento mediático. La chica, que afirmaba haber sido también su alumna en la Cátedra de Apreciación Literaria I, cuando al cabo de los años ingresó a la Universidad, en el primer mensaje escribió:


@mefistoabusador He resuelto hablar de mi experiencia de abuso infantil que tú, Alberto Postigo, cometiste contra mí.

@mefistoabusador Usaste tu fama y tu posición de poder para ejercerlo en contra de la niña que yo fui hace 5 años, y que te admiraba por tu escritura.

@mefistoabusador Decidí contar mi historia desde el anonimato, y después de todos estos años, porque sabía que no estaba preparada para la crueldad de la reacción pública.


A partir de entonces, y a lo largo de 30 tuits, quien decía llamarse “Rita” narró los pormenores de su encuentro con Alberto. Mediante capturas de pantalla de algunas conversaciones virtuales que la muchacha mantuvo con el escritor durante un año, relató cómo, cuando ella aún usaba el uniforme del colegio, el reputado novelista se aprovechó del deseo intenso que tenía la quinceañera de involucrarse en la escena cultural de la ciudad, para manipularla.

En aquel período, “Rita” fue incapaz de reconocer las estrategias de control que Postigo practicaba sobre sus víctimas. Eso dijo. La encandilaba, diciéndole que la pondría en contacto con poetas, escritores y editores, a quienes mostraría los escritos que la niña pergeñaba en sus cuadernos de estudiante.

Luego de los primeros 15 tuits, en los que él le pidió absoluta reserva, y en los que Alberto Postigo hacía gala del virtuosismo de la palabra poética, de las que se valía para seducir a su víctima, se consumaron tres encuentros sexuales que ella rememoró como traumáticos.


@mefistoabusador Me decías que querías volver a recorrerme, desde mi lengua hasta embestirme tras mi espalda.


La joven oculta en el avatar @mefistoabusador dijo que, durante el encuentro en la casa del novelista, acostada en su lecho, rodeada de libros y obras de arte -desnuda, desconcertada y sin poder abrir los ojos-, se sintió como si estuviese en un quirófano, esperando a ser diseccionada por un cruel cirujano.


@mefistoabusador Me dijiste repetidas veces que, para alcanzar la lucidez literaria, había que librarse de las imposiciones, de la moral, y vivir en el libertinaje y el hedonismo, como los griegos.


La cuestión fue, que, con el pretexto de leer algunos de los poemas de la muchacha, Postigo la invitó un día a su estudio. La teatralidad de su refugio siempre fue motivo de comentarios entre sus colegas. Lo había dotado con una puesta en escena que daba al lugar un aire litúrgico. El día que “Rita” visitó a Postigo, el escritor abrió la puerta vestido con un atuendo cardenalicio, mientras sonreía ante la disminuida silueta de la niña dispuesta para el sacrificio.

En uno de sus tuits, “Rita” resumió el encuentro de esta manera, como una forma de desquite, como una admirable venganza:@mefistoabusador Me masturbaste con tus largos dedos y restregaste tu sexo entero contra mis genitales. Nunca un hombre me había rozado. Yo sólo tenía 15 años.



Apolo y Dafne, entre 1615 y 1620. Francesco Albani


VI

A muchos nos tomó por sorpresa el escándalo que se produjo en twitter. Alberto me lo hizo saber a mi directamente con un evidente tono de preocupación. Su imagen de intelectual reconocido y elogiado, había comenzado a resquebrajarse. Su tragedia se escenificaba en las redes, esos espacios de tránsito, que el propio escritor frecuentaba como parte de su oficio, y en donde el encuentro con “Rita” dejó de ser casual e inesperado.


“Ayúdame”, me dijo. “¿Qué puedo hacer?”.


Le reclamé. Le dije que yo podía entender que un acto de seducción poética podía ser algo hermoso cuando se hacía con la persona adecuada. Con alguien a quien queríamos, y con quien compartiésemos la decisión. Pero usar la palabra cual arma de seducción, -como sin duda lo sabía hacer él-, con alguien que no era capaz de valorar las implicaciones, es, como mínimo, cobarde.

Él convirtió a “Rita” en víctima y también en culpable. De hecho, la preocupación de la chica de resguardarse en el anonimato, encontró su fundamento en lo que después ocurrió. Los mensajes en twitter decían que había sido una niña sin pudor, que iba a encontrarse a solas con un hombre, a quien previamente le había enviado fotos. Era como decir que ella lo tentaba. Olvidaban que era a Alberto Postigo a quien le correspondía poner los límites. Si bien la muchacha se había puesto a distancia de tiro, no es menos cierto que Alberto detonó el arma.

Aun hoy, cierro los ojos y puedo imaginarme a un desconocido amigo, llevando hasta sus labios la siniestra receta que lo transfiguraba. Acariciándola con sus manos, esperando el fogonazo del que tanto se jactaba en sus escritos de amor.


“Porque alucino en tu sombra, / en la suave cortesía de tu sonrisa erecta. / Quiero imaginarte con un nuevo apetito; /besando tus piernas, /tus muslos tibios por el sueño. / Quiero saber de tu humedad, / mientras tus caderas, / tiemblan en mi boca.”


Podía imaginar en la evidencia de las capturas de pantalla, bajar por su garganta el líquido de las palabras con las que el influencer embobaba, con poesía y ofrendas, a encandiladas impúberes.

“¡Coño, Alberto, la cagaste! -le grité, viendo cómo el mundo se le venía encima-. ¡Eres un intelectual de mierda!”.



Ninfas y sátiro, 1873. William-Adolphe Bouguereau.


VII

El mundo se le vino encima. Encontró la desgracia en la traición de su propio peldaño. Su mirada se hizo retrato metafórico de quien sucumbía en su ceguera. Por eso todos lo abandonamos, incluidos los amigos que sabíamos que era un cazador que usaba su poder para abusar de adolescentes. Y aunque Alberto Postigo intentó amortiguar los efectos de aquella avalancha, -reconociendo sus culpas, pidiendo perdón-, el mismo medio que usó “Rita” para acusarlo, sirvió también como patíbulo para su linchamiento.

Toda la rabia y el asco fueron escupidos en extensos hilos, pues sus disculpas fueron interpretadas como una muestra de cinismo y prepotencia con velada intención persuasiva. La venganza fraguada, durante los últimos cinco años, por quien decía llamarse “Rita”, había cumplido su objetivo. Fue como si ahora ella ejerciera una pedagogía criminal. No hubo retorno. Las agresiones verbales cobraron la virulencia necesaria para que el mensaje cruzara las fronteras. No fue posible reparar el daño que ya había hecho metástasis en el morbo, la impudicia y la impunidad de las redes sociales.



Apolo y Dafne, 1622-1625. Gian Lorenzo Bernini.


VIII

El fragor del escándalo obligó a Alberto Postigo a refugiarse en el nombre con el que había sido inscrito en su partida de nacimiento. Regresó a ocultarse en el Luis Ermita que nunca quiso ser. Escondido en su apartamento, dejó de recibir llamadas, no abría la puerta a las visitas, y apenas se asomaba por la ventana del séptimo piso en donde vivía, y en el que había recibido a “Rita”, la muchacha que ahora “vivía” con él, en la soledad de su tortura.

Pero volver a su verdadero nombre tampoco lo ayudó. “Rita” ya había encendido la llama que inició la mediática masacre. El mundo, -su edificado mundo-, se abrió bajo sus pies. La zanja incluso siguió agrietándose después de que pidió perdón vía online, a través de las redes que ahora lo sacrificaban.

Consideró la posibilidad de mudarse a otra ciudad, de irse del país, de hacerse una cirugía plástica, de cortarse el pelo, de cambiar de identidad, pero el miedo a ser reconocido en la calle, lo aterraba, al extremo, de que, sólo pensar en asomarse a la puerta del apartamento y de encontrarse con un vecino, lo horrorizaba. Las manos le temblaban, le sudaban con un sudor frío, y lo asaltaban en su pecho los sístoles y diástoles de la culpa. Durante las noches, el desorden de sus venas bajo la sábana, exaltaban la ferocidad del insomnio.

Sentía el sudor viscoso que su cabeza destilaba en el cuenco oscuro de la almohada. Sus ojos, entonces, se sumergieron en una lejanía, y desde ese confín, se fue desvaneciendo hasta convertirse en un desahuciado.



Apolo y Dafne, (detalle) 1622-1625. Gian Lorenzo Bernini

IX



Alberto Postigo contó hasta tres antes de saltar al vacío. En una ironía brutal que sólo se le puede ocurrir a la muerte, la conspiración del juicio social había surtido efecto. El arma con la que Alberto se había vengado de las burlas sufridas en la adolescencia, expresaban ahora la experiencia de su dolor.

La noche anterior no había podido conciliar el sueño. Su eterna oscuridad no lo dejaba. Había tomado la decisión de obtener la tranquilidad a través de un suicidio lúcido. Esa mañana alcanzó a sorber un té de manzanilla; rezó, por primera vez en su vida, un padrenuestro, y al cabo de unos segundos, sobrevenida una leve calma, doblado sobre el barandal del balcón, se dejó caer, como si fuese trasportado por un ángel envuelto en un estado de revelación, desde el séptimo piso en donde vivía.

Dejó anotado un verso de Cesare Pavese, en un último tuit dirigido a “Rita@mefistoabusador “Todo esto da asco. / No palabras. Un gesto. No escribiré más.”



Apolo y Dafne, (detalle) 1622-1625. Gian Lorenzo Bernini



X



No voy a negarlo, muchos de los colegas de cátedra de Alberto Postigo envidiábamos su talento, sobre todo, quienes conocíamos su historia, -como yo. Esos celos eran la comidilla en los pasillos de la Universidad. Fue un genio, que, sobreponiéndose a sus complejos, alcanzó la notoriedad. Esa fue su desgracia. Para quienes compartimos con él un libro, una cerveza o una confesión, Alberto fue un hombre complejo. Con su aire de Mefistófeles, marcó el camino del riesgo y del asombro, ocultando horrores. Todos lo sabíamos, pero nadie quiso hacer nada para no llevarle la contraria a su éxito. Era como si Alberto hubiese sido capaz de robarnos nuestro propio deseo de alcanzar el gozo de los premios y los reconocimientos. Y, tal vez, por eso mismo, lo odiábamos.

Cuando supimos del caso de la muchacha que había violado siendo una menor, vimos la oportunidad de hacer justicia, finalmente. Creamos a “Rita”, la de @mefistoabusador, para arrojarlo a la turbamulta, para hacerle pagar con una condena categórica e inmediata, sus delitos. Como en la novela de Mary Shelley, fuimos tras el monstruo, con nuestras antorchas encendidas, a satisfacer en la red nuestros instintos de venganza y aniquilamiento.

Él nunca supo quiénes estuvimos detrás del avatar. Nos convertimos en fiscales, jueces y verdugos, que, si bien es cierto, deseábamos condenarlo al vacío por sus canalladas enfermas y sus vilezas, también queríamos arrojar sus logros literarios a la hoguera pública, despojándolos de cualquier posibilidad de vida, en un acto de justicia poética, camuflados, como él, en la ficción.

Resguardados en la ausencia de corporeidad que provee la virtualidad, nos alimentamos con su carne de víbora, con su propio veneno, empapando nuestras lenguas con el ácido de sus palabras, poniendo al descubierto al depredador que fue Alberto Postigo, -Luis Ermita-, el hombre que amaba la oscuridad.


El Genio del mal. Guillaume Geefs. Imagen tomada de La Hornacina.


Mephisto Trailer 1981




Tomado de Bibliontecario




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Rafael Simón Hurtado. " Al fondo la Basílica de Nuestra Señora de Chiquinquirá en MaracaiboEstado Zulia


Rafael Simón Hurtado

Escritor y periodista venezolano. Licenciado en comunicación social egresado de la Universidad Católica Cecilio Acosta (Maracaibo, Zulia). Ha obtenido el Premio Municipal de Literatura Ciudad de Valencia (años 1990 y 1992), el Premio Nacional de Periodismo Científico (2008),  el Premio de Periodismo “Jesús Moreno” (Universidad de Carabobo, 2009) y el Premio Nacional de Literatura “Rafael María Baralt" (2016). Ha publicado el libro de cuentos Todo el tiempo en la memoria y las crónicas literarias “Leyendas a pie de imagen, croquis para una ciudad”. Fue editor-director de la revista cultural Laberinto de Papel y de las publicaciones de divulgación científica Saberes Compartidos y A Ciencia Cierta, todas de la Universidad de Carabobo. 



Ficha tomada de Letralia.


 

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