Con indistinto afecto para mis amigos y si alguien no se considera de mi aprecio, para él también, porque el polvo es universal y para allá vamos todos. Ex corde.
NATIVIDAD DEL AUSENTE
Las luces de diciembre se precipitan sobre su advenimiento, el mismo de siempre para el rito agrario de un ciclo por venir. Hieráticas figuras observan, interrogan. La divinidad tiene rostro de niño; sí, los dioses son niños, párvulos entre los haces de una estrella y las mieses del campo. Reían, agasajaban los magos, Nazareth toda; la ciudad del pan, Belén. En el cenit, un círculo de amor, el esplendor y el milagro: un niño arroja su luz bajo el halo de la Vía Láctea. ¿Revelación o sueño? El lenguaje, nuestro pobre lenguaje de las cosas y el mundo, no hace más que zurcir lo invisible. Poblamos el relámpago y de regreso, otra vez en el círculo, en el alfa, en las plegarias y festividades del nuevo alumbramiento. La natividad del Padre, del poeta, del sabio; natividad del Hijo, del siempre naciente, del Salvador, del que viene todos los días, del eterno, del que transmigra, arquitecto del aire, va y vuelve en cada amanecer; el que sosiega, trasiega, el reverberante, el omnipotente, el numinoso, el que llega y no está porque habla desde el silencio, el que calma y pondera el firmamento de la oración, el justo alarife de la nada, el que obra fuera del tiempo, el que bendice, sana la hora impar y reina sobre cada principio y cada fin, y nos sostiene en la caída, y nos levanta, y “fiat voluntas tua”, y nos crea y nos cree y nos olvida y le oímos “ego sum via, veritas et vita”, y nos conserva en la resurrección de cada palabra y vuelve anualmente al genésico ardor de las epifanías. Está allí, es él, está de vuelta, fehaciente, auroral, el impoluto, el único, sonoro pitagórico número, y es el pez, el Cristo, el que consagra la nueva primavera.
El que no obsta, no consta, el que ve crecer el musgo en la penumbra y está por encima de todas las cosas, el que desciende del verbo y asciende en el martirio de la carne, el que lleva el madero y hace de la cruz el pan para la nueva era, el vasallo y su cohorte de ángeles, el que anunció Virgilio ante las inminentes ruinas del imperio, el que se cobija con el bien y es ángel exterminador de lo que no está en su semejanza, el que es todo deseo, aroma de brújula en la noche infinita, abra en el tiempo de los hielos, el que renueva la templanza, los plexos de luz donde el cuerpo festeja cada acto en el signo, el que cifra su existencia en la Palabra, en el Logos, en la Parábola, y es Dios-niño Enkidu, Dios-niño Akenaton, Dios-niño Wanadi. Dios-Niño Henoc, Dios-niño Krishna, Dios-niño Quetzacoalt, Dios-niño Amalivaca, Dios-niño Jesús, el que regala mangos a Panchito Mandefuá en las barriadas del cielo, el alma, el suspenso, el coro de voces invisibles que esperan la leche del amanecer, el regalo, la simiente del nuevo día donde la vida continúa después de los confites y alabanzas, después de la noche eterna que se pierde entre un cantar de gallos.
Ramón Ordaz |
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