domingo, 17 de septiembre de 2023

DEMASIADO SOL, DEMASIADA LLUVIA

Un cuento de José Pulido

 



Este es un cuento que no he publicado. Alguna vez lo terminaré o lo mejoraré. Quise escribir cuentos para niños pero aun no he podido conseguir tal cosa. Creo que me salen crueles los aconteceres


DEMASIADO SOL, DEMASIADA LLUVIA 

 

Un día martes de mucha lluvia nació un caracolito sin concha, y sus padres apenas pudieron ponerle el nombre de Cochito, que en el idioma de los pequeños animales significa “Ni mucho sol ni mucha lluvia”. Nacieron cien, pero uno tiritaba. 

Apenas pudieron darle nombre al caracolito que nació sin concha, porque aquello era una exageración de lluvia. Truenos y relámpagos estremecían el aire y las pesadas nubes soltaban chorrerones de agua. Una corriente espantosa que doblaba los árboles jóvenes y quebraba las ramas de los árboles viejos, arrastró a papá y a mamá caracol hacia otros ríos y quizás llegaron muertos al mar: no se sabe.

Se dificulta el saber porque un kilómetro es toda una vida para un caracol, demasiada distancia para un caracol. Es como ir caminando desde aquí hasta el planeta Marte. El río se llevó a los padres de Cochito muy lejos: a cientos de kilómetros y sólo el mismo río podría regresarlos. Es cosa bien sabida que ningún río se devuelve por su propia voluntad.

El amor inmenso que mantenía perfectamente unidos a los dos caracoles y que existía para proteger a su caracolito, no pudo decidir, y ellos, antes de perder el conocimiento y encogerse dentro de sus conchas, pensaron “No sólo ha nacido desprovisto de concha: también tendrá que tratar de vivir sin nosotros. Nunca más lo veremos y él tampoco podrá saber quién lo amó”.

Por lo que pasó ese día martes lluvioso, las ramas de los árboles lloraron gotas atrasadas y grandes que caían ¡clac! ¡clac! Sobre las hojas anchas de las matas menores, y parecía estar lloviendo de nuevo aunque el sol pintaba listones en los vegetales tejidos de la montaña.

“Ni mucho sol ni mucha lluvia” era el significado del nombre de Cochito, porque en el habían sintetizado sus padres el deseo primordial de todo caracol y de todo animalito indefenso: demasiada agua los ahoga, los mata, les quita sus lugares existenciales; y demasiado sol los seca, porque los caracoles son lentísimos, len-tí-si-mos. Ellos tienen cuerpo de gelatina y alma de perfumes vegetales.

Cochito quedó solo, incrustado entre raíces húmedas, y aprendió inmediatamente a sacar sus antenitas y a captar las formas de todas las cosas, que le parecían monstruosas, agresivas, gigantescas. Su vista era tan corta que no llegaba a percatarse del cielo, por ejemplo. No entendió por qué le dolía tanto el cuerpo ni por qué se arrastraba, casi rodando, sobre la rugosa condición de las raíces.

Un pájaro mojado y de pico tieso le observaba con ganas de comérselo, y Cochito trató de irse a otro sitio por lo que desarrolló una carrera de dos centímetros por hora: allí seguía el pájaro.

—Te quiere comer… escóndete… —susurró una voz, y Cochito volteó su cabecita babosa y pelona hacia donde le hablaban. Vió unos ojos amarillos, como miel con sal, encendidos dentro de una cueva. Así conoció a la primera serpiente de su vida y sintió que los ojos fijos del animal le contemplaban con hambre igual que los del pájaro mojado, que era marrón, como las suelas de los zapatos viejos.

Cochito presintió el peligro: sus antenitas temblaban y quiso tener pies, ser un ciempiés, agitar muchísimas patitas para correr, pero lamentablemente no las tenía, y tampoco una concha para esconderse, aunque ignoraba que debía poseer una concha: cuestión de identidad. De todas maneras, si la naturaleza le hubiese dado patas o pies, tampoco habría podido huir porque era un caracolito bebé que necesitaba una cuna cálida, una canción de madre y un tiempo benigno para crecer.

El pájaro descendió una rama, dos ramas más abajo. La serpiente avanzó su cabeza llena de escamas brillantes. Pum pum pum palpitaba el corazón de la selva. Cochito se movió la cuarta parte de un centímetro. La serpiente se sintió más cerca y capaz de arrebatar el bocado al pájaro mojado y comenzó a hacer eses de plata verde entre las hojas podridas. Cochito guardó sus antenas de hule gris con terror y aunque su cuerpecito trató de ayudarle con un caminito de baba luminosa, su alma era chiquita y también era bebé, un alma bebé, y tenía miedo. Un alma con miedo tampoco es muy veloz.

El pájaro mojado se lanzó cual avión de combate y la serpiente perdió un segundo de tiempo en un hueco lleno de agua sucia que se le atravesó en su camino. Cochito se pegó a la raíz donde estaba y sintió que dos garfios rodearon su cuerpo y entonces vio que todo el bosque giraba y se asombró de estar vivo aún en un mundo al revés, viajando a tantísima velocidad que se sintió crecer un poco, hasta casi dejar de ser un caracolito recién nacido.

—¿Qué será comer? –pensó recordando la advertencia hipócrita de la serpiente y comenzó a llorar entre las patas del pájaro que volaba y volaba hacia quién sabe dónde.

Al fin, sobre una montaña llena de palmeras, helechos, árboles gigantescos, comenzó a descender el pájaro y Cochito pudo haber rezado si hubiese conocido una oración. El ave lo acostó sobre un montón de ramitas y plumas: su nido, y se colocó a pocos centímetros mirándole.

—¿Qué eres tú? –le preguntó con voz refinada mientras se sacudía las plumas de su ala izquierda, que todavía goteaban agua.

—Un caracolito… -respondió Cochito temeroso.

El pájaro reventó en carcajadas que saltaban como ranas de goma por todo el bosque, y casi se cae de la rama, de tanto reírse y carcajearse ante aquella respuesta.

—No puede ser… -aludió- los caracoles tienen concha…

—¿Qué es concha?

—Algo que llevan encima y les protege: una casita con dibujos redondos.

—Mi mamá y mi papá tenían casitas así.

El pajarote dejó de reír y comenzó a morisquetear con la cabeza observando al caracolito. “Se parece a un caracol, es cierto”, pensó y pensó también que tenía hambre, pero las antenitas tristes de Cochito le inspiraban profunda lástima. Era un pájaro que había crecido sin familia, sin pájara, sin pajaritos, y sabía conseguir alimento sin tener que comerse aquella cosita melancólica que se creía caracolito. Bien.

—¿Tienes miedo? –preguntó.

—¿Miedo es dolor? tengo miedo. ¿Miedo es frío? tengo miedo…

—¿Qué comes tú?

—No sé.

El pájaro voló cerca y regresó con una mora sangrante en el pico.

—Lámela… -dijo.

El caracolito lamió la mora rota y se sintió mejor.

—Es buena… -comentó, y se le cerraron los ojitos y las antenas. Y se durmió.

Cuando despertó había pasado como un año, aunque en realidad sólo dos horas transcurrieron, y en ese tiempo el pájaro hizo una camita con una hoja redonda a la cual puso de almohada una flor sin abrir.

—Ahora tenemos que hacerte una concha, pero de esas cosas no sé nada. Lo mejor será consultar en el bosque cómo se fabrica algo así… -explicó a Cochito. En seguida le comentó, con cierta donosura: “Me llaman Campanero”.

Su plumaje se había secado y parecía más bonito, como un zapato nuevo. Cochito lo vio con cariño y ya no le tenía miedo, aunque las patas de uñas largas del pájaro infundían respeto, sobre todo a un cuerpo como el que tiene un caracolito sin concha, que acusa blandura de molusco.

Campanero alzó entre sus patas la hoja con su almohada de flor sin abrir, y se dirigió hacia el pueblo del bosque cargando un problema llamado Cochito.

Se detuvo en la casa del búho, en la del antílope, en la de las ardillas, en la residencia florecida de la garza y hasta en la madriguera del león, pero ninguno le supo decir cómo se hacía una concha para un caracol con ex-conchitis infantil.

—Eso deberías preguntárselo al gusano de seda…él es un reconocido artesano… -le aconsejó un loro que repetía cuanto ruido o sonido se escuchaba entre las breñas. Campanero voló hasta el taller donde moraba el gusano de seda. El taller olía a clorofila.

El gusano de seda observó bien a Cochito, le midió la pequeña espalda y hasta se resbaló haciendo esa tarea, porque era una espalda diminuta pero resbaladiza.

—No se puede… de seda no se puede, porque su cuerpo es muy húmedo y se dañaría la cáscara, aparte de que se le pegaría al cuerpo, se le ensuciaría y hasta se le deshilaría. 

Tienes que llevarlo al mar, pero está lejos… puede llegar anciano al mar si vas poco a poco. En la rumorosa orilla debes preguntar por la ostra que fabrica perlas, pero no se si podrás hablar con ella porque vive en lo más profundo –expuso el gusano de seda, y Campanero regresó a su nido con Cochito, a quien el sol y la desesperanza le causaban espasmos en todo el cuerpo y se le doblaban las antenitas.

Ir al mar. Campanero había avistado una vez el mar, pero le tuvo miedo y pensó en aquella ocasión que jamás volvería a estar cerca de ese borroso lugar. Alguien le había contado que en el fondo del mar hay árboles, plantas y animales como en la montaña y hasta peces pájaros que vuelan brevemente por encima de las olas.

Observó a Cochito y sintió mucha pena por él.

—Mañana partiremos hacia el mar… —le apuntó y después de comer ambos, (uno dos lombrices y el otro un trocito de mora), se acostaron y soñaron que tenían miedo. Miedo. Muchísimo miedo.

El sueño de Campanero era un torbellino de angustias, se sentía volando sin tino y a punto de chocar con las cosas porque en el sueño era lento y pesado y  cada vez movía las alas con mayor lentitud, como si su carne fuera igual a la de Cochito.

 Despertó asustado y viendo dormir a su amiguito sin concha pensó que su lentitud era muy frustrante y dolorosa porque jamás sabrá lo que significa un año de existencia.

Campanero se durmió queriendo un poco más a su amigo y sintiendo pena por no poder ayudarle en caso de necesitar ayuda. El caracolito tampoco podría ayudarle a él de ninguna manera: un caracolito sin concha o con concha puede hacer poco por un pájaro. Sobre todo si el pájaro obedece solamente a los impulsos del hambre.

El sol estaba saliendo entre las enramadas, detrás de los montes cuando Campanero y Cochito subieron hacia las nubes. Campanero hablaba muy de vez en cuando porque debía batir mucho las alas. Cuando podía planear sin moverlas preguntaba al caracolito cómo se sentía.

—Me siento como una gota de agua sucia que no termina de caer… —dijo y ambos rieron porque Cochito había crecido un poco y Campanero se sentía más joven.

El mar estaba allí de pronto como un león, como un planeta furibundo. Pocos árboles había y Campanero se detuvo sobre una rama blanca, seca y descascarada, que sobresalía de la orilla de un río lleno de ramas rotas. El mar estaba gris, de verdad gris.

—¿Qué buscas en mi país? —preguntó a Campanero un pájaro vestido de blanco y muy limpio y hasta barrigón. El pajarote no había visto a Cochito.

—Una concha para él… —contestó Campanero con cierta reverencia ante un pájaro tan suelto y mundano.

—¿Concha para quién? ¡Dios, que molusco más horrible! Ni con toda el hambre del océano lo comería… —expresó el ave y Campanero se puso furioso y respondió con un graznido de combate pero la pelea no llegó a realizarse porque Cochito dijo:

—No debes pensar en mí como alimento nada más… por algo soy un ser vivo y hay muchas cosas que puedes aprender conmigo.

—Me llamo Omar y me gusta comer— dijo agitando las alas.

El pájaro se fue y regresó en un vuelo pedante que al parecer le hizo cambiar de opinión, pues al momento comentó: “La ostra puede decirles, pero no sé llegar hasta ella”.

—¿Quién podría hacerlo? —preguntó Campanero.

—Un pez, o la tortuga… Hablemos con ellos.

Esto aconsejó el pájaro marino pero en ese momento un gran estruendo se dejó oír.

—¿Qué pasa? —preguntó Cochito asustado.

—Es el río crecido que desemboca en este momento. Tenemos que irnos hacia otro lugar —respondió Omar, el pájaro marino, y acto seguido voló sin dejar de ver hacia el sitio donde estaban sus nuevos amigos.

Campanero tomó la hoja con Cochito y voló detrás de Omar, pero Cochito había visto un signo fugaz en la corriente, algo con espirales sepias semejante a la concha de su madre y por eso gritó:

—¡Están volando en el agua!

Y de la manera más inenarrable se movió con ganas de tener brazos y pies y correr, hasta tal punto logró ser veloz que se cayó de la hoja y Campanero se tiró siguiéndolo en el aire, tratando de salvarlo.

¡Cochito! Gritaba el pájaro a su amigo, y en medio de la rapidez con que caían presintió que Cochito se estrellaría contra unas rocas lisas. Sin pensarlo más, apuró la picada con toda la velocidad que pudo desarrollar y se colocó debajo del caracolito y lo detuvo en su mullido lomo, pero no pudo evitar el golpe que las piedras reservaron a su caída de avión emplumado.

Se quedó quieto después de un temblor de alas y Cochito gimiendo le preguntó “Campanero, Campanero, ¿qué tienes?”.

Campanero abrió los ojos y notó dos caracoles viejos flotando hacia la otra orilla. En un último esfuerzo dijo a su amigo:

—No te muevas, vamos tras tus padres… —y se dejó llevar por el frío caudal  hacia donde estaban los dos caracoles rodeados de espuma. Los tocó usando el pico y nadie respondió. Metió la cabeza cerca de la abertura de las conchas y vio que estaban vacías. Saludó varias veces y nada.

—No están… si los veo alguna vez en donde no se necesitan ojos para mirar a los demás, les hablaré de ti, Cochito. Ahora  no te muevas: te voy a meter en la concha de tu padre hasta que puedas ir a la playa a escoger una del color que prefieras. Hay  montones de conchas lindas.

Cochito se acomodó anonadado dentro de la concha que le quedaba grande y vio por primera vez con sencilla nitidez lo que era la muerte. Toda la muerte. La auténtica y feroz.

Campanero cerraba los párpados tratando de sonreír y con el pico tieso besó suavemente, muy suavemente la carne de Cochito.

Luego la corriente se lo llevó hacia los escarpados, rumbo a las olas. Parecia volar sobre las aguas con las plumas desparramadas, mientras Cochito gritaba llamándolo.

Cochito lloró doblemente, lentamente. Omar se acercó.

Era un pájaro elegante a pesar del llanto.

—No temas… yo te cuidaré de ahora en adelante…- dijo en un susurro.

Agarró la concha entre sus espinosas uñas y llevó a Cochito hasta la aurífera playa, donde el mar cachorreaba, jadeando con su lengua de espuma a los pies de la eternidad. Omar colocó a Cochito en la concha grande sobre la arena infinita.

Omar no estaba destinado a saber que allí el sol era como un incendio extrovertido.


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José Pulido. Fotografía de Gabriela Pulido Simne

José Pulido

Poeta, escritor y periodista, nació en Venezuela, el 1° de noviembre de 1945.

Vive en Génova, Italia. 

En 1989 obtuvo el Segundo Premio Miguel Otero Silva de novela, Editorial Planeta. En el 2000 recibió el Premio Municipal de Literatura, Mención Poesía, por su poemario Los Poseídos. Ha publicado cinco poemarios y nueve novelas. Desde el 2018 el Papel Literario de El Nacional creó la Serie José Pulido pregunta y publica las entrevistas que ha realizado a creadores y artistas.

(Ha fundado y dirigido varios suplementos y revistas de literatura. Si se requiere información detallada sobre estas publicaciones, favor solicitarla a este  correo: jipulido777@gmail.com)

Forma parte de la Antología Por ocho centurias, XXI Encuentro de Poetas Iberoamericanos, Salamanca, España, entre otras. Ha sido invitado a festivales en Irak, Colombia, Brasil, Chile, España y Génova. Participó, en 2012, como invitado de los Encuentros de Poetas Iberoamericanos que se celebran en SalamancaEn el 2018 y en el 2019 invitado al Festival Internacional de Poesía de Génova. 

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