Un grupo de jóvenes neonazis en República Checa desde la que se dirigieron a una barriada gitana para intentar asaltarla en junio de este año. / Gustav Pursche (Corbis) |
Una de las máximas más repetida por los historiadores y
asumida por la sociedad es la de que “Quien no conoce su historia, está
condenado a repetirla”. Tal vez encierre esta afirmación un optimismo genuino
hacia el ser humano, una esperanza de que sea posible para él aprender de los
errores. Sea como sea, la experiencia suele echar por tierra una y otra vez
esta idea; el ser humano no solo comete los mismos errores, sino que parece
despreciar completamente su pasado.
Un ejemplo es lo
que está pasando en la Europa del Este (y no tan del Este) con los grupos de
presión racistas. Poco importa que la Historia nos haya mostrado sus dientes,
que sepamos cuáles son las últimas consecuencias a las que se llega mediante
una ideología xenófoba; testimonios, documentos e imágenes de masacres parecen
diluirse con el paso del tiempo, a medida que las generaciones que vivieron
tales horrores van desapareciendo. Y es que nuestra memoria histórica parece
tener un peso mucho más leve que nuestra experiencia personal.
La crisis
económica, sin duda, tiene también un peso específico en esta ecuación. El
trabajo escasea, los alimentos son caros, y la protección social disminuye; se
fortalece el sentimiento tribal de grupo y se mira mal a todo aquel que viene
“de fuera” a quitarnos “lo nuestro”. Las crisis siempre son caldo de cultivo
para los extremos, y en ese contexto, se vuelve mucho más importante la
supervivencia diaria que la defensa de los derechos humanos. Y esa es la gran
oportunidad de los grupos racistas, que afloran sembrando su discurso de odio
cuando la gente está más desesperada y necesita que alguien le diga cómo salir
de esa crisis.
Tal vez sea mucho
más certero el dicho de que “Nadie se baña dos veces en el mismo río, porque ni
el río es el mismo, ni tampoco uno lo es”. Nunca se está exactamente en la
misma situación histórica que en el pasado, eso es cierto. Pero hay ríos de los
que sabemos que llevan aguas peligrosas. La pregunta es si queremos bañarnos en
ellos o dejar que pasen de largo y vayan a morir al mar.
Nieves Delgado
Docente de secundaria
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El fantasma del racismo recorre otra vez Europa
Los judíos confiesan que vuelven a tener miedo. Algunos gitanos van a colegios segregados. Europa se reencuentra con el odio
Lucía Abellán /
Miguel Mora
Ostrava
/
Budapest
15 DIC 2013
Todos los dirigentes europeos, sin excepción, han glosado esta semana
los méritos de Nelson Mandela. Muchos han pronunciado frases brillantes
y han asistido a los funerales del hombre que venció al odio racial y
al apartheid. Pero justo en la Unión Europea, donde la crisis
no termina, el paro afecta a 25 millones de personas y hay 80 millones
de pobres, la xenofobia y el racismo no dejan de aumentar.
El viaje comienza en Ostrava (República Checa). Aquí, los niños
gitanos son enviados a escuelas especiales. Algunos comparten aulas con
alumnos discapacitados, otros van a colegios solo para gitanos. Muchos
viven en barrios o pueblos separados del resto de la población y sin
acceso a los mismos derechos. Un régimen de apartheid.
Situaciones similares suceden en Hungría, donde el 90% de los gitanos
están en el paro. En Polonia, donde muchos restaurantes no dejan entrar a
romaníes. O en Rumanía, Eslovaquia, Eslovenia y Bulgaria.
Miroslav Turek, pedagogo social de la escuela Premysla Pittra, en
Ostrava, se parece poco a cualquier profesor europeo medio. Tras 10 años
de trabajo en una prisión y otro periodo en una casa de acogida
infantil, este maestro se encarga ahora del grupo más problemático de un
colegio en el que todos los alumnos son gitanos, a pesar de que el
barrio acoge también a otras comunidades. Turek dice tutelar a 14 chicos
de entre 13 y 15 años, aunque en la minúscula clase que regenta no se
ven más de 7. “En noviembre solo hubo ocho días en que asistieran
todos”. Y precisa que trabaja con los padres para minimizar las
ausencias.
A simple vista, Premysla Pittra no es una escuela diferente. Un
centro más de enseñanza primaria, acogedor por los trabajos infantiles
que adornan sus paredes. Pero este especialista debe emplearse a fondo
en lecciones ajenas al programa educativo. “Durante tres meses, por
ejemplo, me he dedicado a mostrarles la importancia de traer lápices a
clase”, expone con admirable serenidad. El profesor no se da por
vencido. Coopera con las familias y deja claras las reglas con métodos
sencillos: tarjeta verde a la primera infracción, amarilla a la segunda,
y a partir de ahí, orden de quedarse en clase después de que suene el
timbre.
Premysla Pittra es una escuela segregada: solo acoge a niños gitanos,
en gran medida de entornos desfavorecidos que lastran sus resultados
escolares. Pero aún existe una opción peor para estas familias con
problemas más graves que la educación de sus hijos. Que los críos
recalen en escuelas para “discapacidades mentales leves”, como las
denomina el sistema. Debido a un perverso círculo vicioso, la mayoría de
los que acaban allí son gitanos que no han superado la prueba de
aptitud que determina en qué escuela ingresan los niños de seis años.
La mayoría de los checos escolarizan a sus hijos a partir de los tres
años, una etapa en la que la educación no es obligatoria. Así que
llegan entrenados a ese pequeño examen —con pruebas como contar hasta 10
o pequeños juegos de lógica—. Pero los gitanos suelen enfrentarse a esa
evaluación con una mínima fase previa de adaptación a la escuela. Así
que muchos suspenden y acaban ingresando en lo que las autoridades
denominan eufemísticamente escuelas prácticas. Los datos oficiales
aseguran que un 3% de los niños entran cada año en ellas, aunque rehúsan
desglosar la proporción de gitanos. “No podemos almacenar los datos por
raza. Sería discriminatorio”, alega Martin Stepanek, vicealcalde de
Ostrava a cargo de la educación.
La segregación en las escuelas es un problema que afecta a toda
Europa del Este. Y emerge como el símbolo de un mal mayor que recorre ya
todo el continente: el odio a las minorías, con los gitanos, los árabes, los judíos y los negros como comunidades más perseguidas.
Al otro lado de Europa, en Holanda, Austria, Francia, Bélgica o Reino
Unido, el poder político lleva algunos años tratando de convertir a las
exiguas minorías gitanas en el chivo expiatorio de la crisis,
o de la gestión de la crisis. Silvio Berlusconi abrió el fuego en 2008
censando y expulsando en masa a los gitanos en Italia; Nicolas Sarkozy
tomó el relevo en 2010, y hoy el virus ha contagiado a los (supuestos)
progresistas.
Así el apartheid económico y racial y el odio al diferente
comienzan a ser una seña de identidad en muchos de los 28 países de la
UE. El fenómeno inquieta a algunos observadores. Según ha escrito el
filósofo francés Christian Salmon, “la política está siendo devorada por la xenofobia inherente al sistema económico neoliberal”.
En Francia y Reino Unido, las pulsiones xenófobas
han llegado desde la extrema derecha hasta la cúpula del Estado. El
sociólogo galo Eric Fassin explica que las diatribas del ministro del
Interior, Manuel Valls, contra los romaníes “legitiman el discurso
racista del Frente Nacional y tratan de hacer olvidar a los votantes que
el Gobierno socialista hace la misma política económica que Sarkozy”.
El Ejecutivo socialista lleva meses derribando chabolas de ciudadanos
europeos (gitanos) sin realojar a sus 17.000 ocupantes —la mitad niños—,
incumpliendo así la promesa electoral de François Hollande, las normas
internacionales y la circular de Interior de agosto de 2012. La idea era
tratar con humanidad y firmeza a las poblaciones “precarias”. Solo
queda la firmeza.
En paralelo, los racistas han dado un paso al frente y han ocupado
las calles, las redes sociales y los medios. La ministra de Justicia, la
guyanesa Christiane Taubira, ha sido comparada con un mono por una
excandidata del Frente Nacional, por una niña de 12 años en una protesta
contra el matrimonio gay y por una revista de extrema derecha. Los
ataques de la derecha populista contra la comunidad musulmana son ya tan
corrientes que no son noticia. La novedad es que, según una reciente
encuesta de la Agencia de Derechos Fundamentales, el 85% de los judíos
franceses creen que el antisemitismo es un problema en su país —frente al 66% de la media europea.
El portavoz de la Unión de Estudiantes Judíos de Francia (UEJF), Elie
Petit, comenta: “El discurso antisemita se ha legitimado y corre libre
por las redes sociales. Es como si el lenguaje de los años treinta
volviera a estar de moda. Pero lo más grave es que las ideas xenófobas
calan entre los jóvenes. Un 40% de los franceses de entre 18 y 25 años
se declaran dispuestos a votar a la extrema derecha en las europeas” de
mayo.
En Reino Unido, la cosa parecía ir mejor. Pero hace unos días, el
primer ministro, David Cameron, se subió a la ola antigitana con un
artículo en Financial Times en el que anunciaba que exigirá a
Europa medidas para regular la inmigración, y se refería a los “nómadas”
rumanos y búlgaros diciendo que su Gobierno les negará los derechos que
concede a otros inmigrantes, como las ayudas sociales para vivienda y
desempleo. Eso sí, Cameron recurrió al eufemismo, al escribir que Londres deportará a los “inmigrantes europeos que pidan limosna o duerman al raso”.
En tiempos de odio al diferente, los negros viven situaciones
similares a las de los gitanos y los judíos: rechazo inmediato a primera
vista e identificación con los clichés que siempre los han acompañado.
“Al negro se le tacha de perezoso o irracional. Y el estereotipo no
desaparece ni cuando son ricos”, explica Omar Ba, responsable de la
Plataforma Africana en Amberes, una próspera ciudad belga que vive su
particular recelo hacia las minorías. En este caso, la base no es tanto
económica como de identidad nacional: el nacionalismo flamenco endurece
los criterios para acceder a ciertas prestaciones con requisitos como el
conocimiento de la lengua, el holandés.
Ba alerta de que la extrema derecha se está acercando a la población
media, al tiempo que los partidos mayoritarios emulan los discursos
radicales. “Con la crisis, los políticos han mostrado su incapacidad.
Así que, como no es fácil encontrar culpables, y la ciudadanía está
frustrada, juegan la carta del extranjero. Pero hay que tener cuidado.
Antes de la II Guerra Mundial había este mismo discurso”, previene este
elocuente belga procedente de Senegal, que relata problemas al acceder a
algunos servicios que solo se solucionan cuando aparece su esposa,
belga de origen.
¿Quizá se inspiran los líderes de las viejas democracias en lo que
sucede en el Este de Europa? En el bloque del “capitalismo tardío”
residen la mayor parte de los ocho o diez millones de europeos gitanos, y
la palabra romaní se declina con tres pes: pobreza, paro y persecución.
Allí, manifestar en público el odio a los gitanos —y de forma creciente
a los judíos— sale cada vez más rentable.
El líder nacionalista eslovaco Marian Kotleba cuando intentó destruir, en 2012, las chabolas del barrio gitano de una ciudad en el sur del país. / J. Vajda (EPA) |
En Eslovaquia, por ejemplo, un neofascista acaba de ganar unas elecciones regionales con un vasto
programa político —como ironizó De Gaulle—: poner a los gitanos a
realizar trabajos forzosos. Los comicios de Banska Bystrica han
convertido en presidente de esta región, que en 1944 se levantó contra
los nazis, a Marian Kotleba, que basó su campaña en dos elementos:
denunciar la corrupción y acabar con el “parasitismo gitano” suprimiendo
las ayudas sociales a los romaníes y enviándolos a reconstruir las
carreteras. Según Peter Pollak, alto representante eslovaco para la
cuestión gitana, el 40% de los romaníes del país viven en guetos, frente
al 20% de hace una década.
El éxito de Kotleba retrotrae a la Europa de los años oscuros.
Fundador en 2003 de un grupúsculo violento llamado Comunidad Eslovaca,
Kotleba fue encarcelado varias veces por desfilar por los guetos gitanos
con un uniforme igual al de la guardia del sacerdote Andrej Hlinka, la
milicia clerical-fascista que lideraría monseñor Josef Tiso entre 1939 y
1945.
En Ostrava, una ciudad media de antiguo esplendor industrial donde los gitanos viven en distritos muy desfavorecidos, el apartheid
escolar de los niños gitanos saltó en 2006 porque unas familias
llevaron el caso al Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Este sentenció
que el sistema educativo incurría en una discriminación indirecta al
orientar a los chicos mayoritariamente hacia esas escuelas de menor
nivel. Y obligó al Estado a indemnizar a los demandantes.
Pese al fallo, las cosas han cambiado poco. “Incluso la comunidad
gitana tiene la impresión de que es peor ahora porque están más
concienciados”, explica Kumar Vishwanathan, responsable de Viviendo
Juntos, la ONG que lideró todo el proceso. Esta organización promueve la
convivencia de “gitanos y blancos” en varias comunidades de Ostrava,
con buenos resultados de integración. Renata Gaziová dirige una de
ellas. “Apenas un 3% de los niños gitanos van a buenas escuelas; el
resto están segregados”, explica esta romaní, que es tajante a la hora
de definir qué aprenden los niños en las escuelas que se apartan del
canon: “Nada. Conozco una niña de 15 años que no sabe leer ni escribir
su propio nombre”, relata.
Las familias tienen difícil apartarse del destino marcado por el
sistema. “Me gustaría darles a mis hijos la libertad de haber sido
médicos, por ejemplo, pero ya en la escuela les dicen que no pueden. Así
que yo misma le recomiendo a uno de ellos que sea cocinero. ¡Al menos
yo puedo enseñarle!”, bromea Iveta Kroscenova, madre de nueve hijos,
cinco de ellos matriculados en escuelas segregadas. A su lado, Jolana
Smarhovycová, activista para la integración de los gitanos, explica que
su hija iba a una escuela normal, pero la pusieron en una clase en la
que solo había gitanos. Cuando preguntó la razón, la cambiaron. “Y
entonces se convirtió en la única niña gitana de su clase. Al final nos
mudamos”, explica. Su sobrino Kristián no tuvo tanta suerte. Terminó con
buenas notas en una escuela para niños con dificultades de aprendizaje,
pero al salir se dio cuenta de que su preparación no le permitía
acceder a la educación secundaria.
Este es el círculo en el que se ven envueltos los gitanos, que suelen
recorrer el mismo camino de pobreza y marginación que sus padres. El
vicealcalde Stepanek se defiende: “Van a escuelas en las que solo hay
gitanos por criterios de proximidad. Y en cuanto a escolarizarlos en
centros especiales, son los psicólogos los que lo deciden”.
En Hungría, los gitanos están habituados a oír esas excusas y otras peores. Los datos dibujan una situación de profunda marginación.
Según un colectivo de ONG, la tasa de desempleo entre el colectivo
supera el 90%, mientras el paro entre la población no gitana es del 11%.
Además, un 40% de los 10 millones de húngaros viven bajo el umbral de
la pobreza; de ellos, casi un millón son gitanos. Pese a la violencia de
esos números, la voz de la minoría romaní es casi inaudible. Aunque
algunos empiezan a organizarse.
Estamos en Budapest, la capital de un país donde hace 70 años medio
millón de judíos y 100.000 romaníes fueron asesinados por los nazis con
la colaboración del régimen fascista del almirante Miklós Horthy. Aquí
acaba de nacer el Partido Gitano de Hungría (MCP), que ya presume de
tener 5.000 militantes y planea presentarse a las elecciones
legislativas y europeas de 2014. Aladár Horváth, su portavoz y
presidente de la Asociación para los Derechos de los Gitanos, explica
que la situación de los romaníes se ha deteriorado con el Gobierno del
populista Viktor Orbán: “La discriminación racial y social está
institucionalizada en la Administración y es omnipresente en los
medios”. A pesar de su nombre, el Partido Gitano quiere representar “a
todos los pobres, porque hoy, a los ojos del poder, todo el que es pobre
es gitano”, añade Horváth.
Curiosamente, el ideólogo y vicepresidente del Partido Gitano no es
gitano, sino judío: el aguerrido y lúcido militante antifascista Sandor
Szoke. Guionista y escritor, Szoke ayuda a los gitanos a repeler los
ataques de los paramilitares del partido neonazi Jobbik, la tercera
fuerza política del país, que tiene 44 diputados de los 386 totales y se
divierte sembrando el pánico en la comunidad romaní y agrediendo, de
momento solo verbalmente, a los judíos.
Szoke cuenta que empezó a ayudar a los romaníes a afrontar a los
cabezas rapadas hace seis años “porque tenía que haber algún blanco
entre ellos para defenderlos”. Mientras come una trucha en el decadente
café Astoria de Budapest, reconoce que fundar un partido gitano “no es
la mejor idea, pero no hay otra alternativa: no hay una izquierda que
les defienda, el consenso en la fobia es absoluto”.
Desde que en 1989 cayó el muro de Berlín, la situación de los gitanos
tornó en desastre. “Ellos eran los únicos que vivían mejor que ahora
bajo el comunismo. Como en otros países del bloque, la industria estatal
sostenida artificialmente se derrumbó dejándoles sin su mayor fuente de
trabajo. Muchos romaníes húngaros eran la mano de obra en esas
fábricas. En aquel momento la indigencia estaba prohibida y el paro era
ilegal. Si pasabas más de tres meses sin trabajar, te denunciaban por
‘parásito y fugitivo del trabajo’. Así que cuando cayó el Muro, los
gitanos volvieron a ser vistos como criminales, igual que antes de la II
Guerra Mundial. Hoy sigue siendo así”. Hay una segunda razón, añade
Szoke. La involución democrática. “Orbán partió de los años ochenta,
luego retrocedió a los sesenta y ahora vamos de cabeza hacia la sociedad
durmiente, feudal y clientelista de la Hungría de 1918 a 1944, la del
nacimiento del fascismo”.
La última reforma impulsada por el Gobierno es la de educación, que
ha reducido en dos años, hasta los 14, la edad obligatoria de
escolaridad. “La idea es brillante, copiada del comunismo: crear una
fuerza de trabajo gitana de bajo coste. Ahora los obligan a vivir en
pueblos partidos por la mitad: una parte gitana y otra blanca. En
Budapest viven en dos guetos porque nadie les alquila apartamentos y no
acceden al mercado laboral. Están como los árabes en Francia en los años
setenta, fuera del sistema. Ahora, Orbán les ofrece trabajos por 120
euros al mes. Si los rechazan, les dejan tres años sin ayudas sociales y
sin seguridad social”.
La inquietud es también palpable entre los judíos húngaros, la élite
social y económica, que reside mayoritariamente en la capital. Todos los
entrevistados en Budapest cuentan que tienen amigos y familias judías
que han emigrado. Los episodios antisemitas, dicen, suceden cada vez con
más asiduidad. “Todavía no nos pegan como a los gitanos, pero los
ataques verbales son continuos, y hay gente que se ha ido de Budapest y
otros que dudan si hacerlo”, dice Anna Szeslzer, una mujer risueña,
laica y nada dramática, que fundó la escuela privada Lauder de Budapest
en 1990 y se jubiló hace unos meses de la dirección del colegio. “En dos
años hemos perdido 28 alumnos, una clase entera”, explica con una
sonrisa amarga, “y paradójicamente ahora tenemos listas de espera, quizá
porque los ataques ayudan a despertar la conciencia judía”.
El acoso y la diáspora incipiente —que algunos prefieren atribuir
solo a la crisis— se entienden con un suceso reciente. Antes del verano,
un destacado dirigente de Jobbik, Márton Gyöngyösi, pidió en el
Parlamento que se elaboren listas de los judíos, “sobre todo los que
están en el Gobierno y el Parlamento, porque suponen un riesgo para la
seguridad del país”, dijo. Ahora, Gyöngyösi declina una invitación de
este diario para explicarse. El Gobierno de Orbán condenó sus palabras y
aseguró que toma “las más estrictas medidas contra toda forma de
racismo y de comportamiento antisemita”. Pero la comunidad judía no
tiene eso tan claro, dice desde Nueva York Esther Susán, una joven que
ha decidido dejar su país. “Yo me he ido temporalmente, no por el
antisemitismo, sino por todo lo que ha pasado en el país en los dos
últimos años. No creo que tenga futuro allí, pero no solo por ser
judía”. Desde Barcelona, David Stoleru, director del programa The Beit
Project, que cuenta el Holocausto por colegios de toda Europa, afirma
que “Hungría está emitiendo una luz roja muy intensa”.
Daniel Bodnar, presidente de la Fundación Acción y Protección (FAP),
la primera asociación húngara contra el antisemitismo, no parece sentir
miedo y entra en el café Astoria sonriente. Cuenta que la FAP detectó
“hace año y medio” el malestar de la comunidad judía
y lleva ocho meses analizando las razones. “El 99% de los ataques son
verbales. Ese acoso es superior a la media europea, pero a cambio no hay
ataques físicos. El 90% de los ataques proceden de la política”. “Y el
mayor problema es que la justicia no actúa. Yo he denunciado 29 ataques
en los últimos seis meses y solo uno ha acabado en proceso. ¿La culpa?
De los fiscales y la policía. Desde 1990, en Hungría solo ha habido dos
sentencias por antisemitismo”.
En las sinagogas de Budapest se respira un ambiente de tensa
serenidad, o de tensión resignada. Un joven rabino de Buda, Tamas Vero,
cuenta que “algunas familias del barrio se han ido a Israel, y otras, a
Viena y a Berlín”, y que su mujer quiere irse también “por las niñas”,
porque en los libros de texto los judíos no existen y “porque dice que
estamos otra vez en 1933”. El rabino intenta que su esposa no se
preocupe, pero admite que los viernes se concentran jóvenes ante la
sinagoga haciendo el saludo nazi: “Le digo que el capitán es el último
que abandona el barco, y que no es cierto que Hungría nos odie, ¿qué
puedo hacer? Pero ella tiene razón en una cosa: el Estado y Orbán no nos
protegen lo suficiente. En todo caso, yo todavía paseo tranquilo por el
barrio con mi kipá, aunque a ciertos sitios la llevo debajo de la
gorra. Pero su primera diana son los gitanos”.
Al otro lado del Danubio, otro joven rabino, Istvan Horvath, recibe
al periodista en la puerta de la Gran Sinagoga de Pest. Cuando entra al
despacho, se quita la gorra y aparece la kipá. Horvath está preocupado
por “la oscuridad espiritual” que aqueja a los jóvenes europeos y por la
“escasa conciencia” de los judíos húngaros. “Mis padres son laicos y lo
ignoran casi todo sobre el judaísmo. Como tantos que sobrevivieron al
Holocausto, ocultaron su origen durante años. Mi abuela decía: ‘Somos
todos iguales’. Quizá porque perdió la fe en Auschwitz. Allí murieron 28
miembros de la familia. Creo que a los nietos nos toca intentar
reforzar el significado de esa identidad perdida. Y es un trabajo muy
duro. Porque no es verdad que los ataques de Jobbik, que son nazis de
corazón, refuercen el sentimiento de pertenencia a la comunidad judía.
Al revés”.
Cuando se le pregunta si Europa está volviendo a su pasado más
oscuro, el joven rabino responde: “A veces se parece a lo que pasó hace
70 años. Pero no es igual. Hoy tenemos recursos que entonces no
teníamos. Aquí hay ocho o diez asociaciones judías, y está la Unión
Europea”. Ya, pero a los gitanos les atacan físicamente... “Esa es la
gran vergüenza. Nadie hace nada para ayudarles, incluido yo. Por eso,
cuando oigo a un judío meterse con ellos, grito y lloro”.
Los gitanos en Europa
Encuestas de la Agencia de Derechos Fundamentales de la UE y del
Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), realizadas en
2011 a partir de 102.000 entrevistas personales (el 20%, a ciudadanos
gitanos; el resto, a sus vecinos no gitanos) en Bulgaria, República
Checa, Francia, Los europeos de etnia gitana están excluidos de la vida
económica, social y política. Comparados con los no romaníes, son más
pobres, sufren más el desempleo, estudian menos años y tienen menos
acceso al agua potable, al alcantarillado y a la electricidad.
Los gitanos tienen más probabilidades de sufrir enfermedades crónicas
y menos acceso al sistema de salud. Las gitanas son la población menos
favorecida de la UE. Las jóvenes que se casan y tienen hijos antes de
los 20 años duplican la media de las no gitanas y tienen menos
probabilidades de completar su educación.
La mitad de los gitanos dicen haber sentido discriminación en el último año.
El 90% de los gitanos viven por debajo de los niveles nacionales de pobreza.
Un tercio de los gitanos están en paro.
El 67% de los que trabajan tienen empleos sin cualificar o poco cualificados, frente al 16% de los no gitanos.
El 30% de los gitanos con educación universitaria están en paro, frente al 14% de los no gitanos.
El 45% vive en viviendas en las que falta al menos uno de estos elementos: cocina techada, baño, ducha o luz.
El 40% vive en comunidades donde al menos una persona se fue a la cama con hambre una vez en el último mes.
Los judíos en Europa
Estudio de la Agencia de Derechos Fundamentales de la UE sobre las
experiencias de los judíos en los ocho países de la UE —Bélgica,
Francia, Alemania, Hungría, Italia, Letonia, Suecia y Reino Unido— donde
reside el 90% de la población judía europea.
2/3 de los judíos entrevistados consideran que el antisemitismo es un problema en sus países.
Un 76% cree que el problema se ha agravado en los cinco últimos años.
1/3 tiene miedo a sufrir una agresión física por ser judío.
Más de la mitad ha presenciado algún incidente en el que se negó, se trivializó o se minimizó el Holocausto.
El 23% dice que en alguna ocasión ha evitado asistir a actos judíos o visitar lugares judíos por miedo.
Más del 40% de los preguntados en Bélgica, Francia y Hungría indican que han pensado en emigrar.
La única europarlamentaria gitana: Lívia Járóka
Es la única eurodiputada en un hemiciclo de 766. “Si fuera
proporcional a la población, tendríamos que ser al menos 21”, explica
Lívia Járóka, húngara, de 39 años, que logró estudiar y escapar al
sombrío destino que aguarda al pueblo romaní. Esta ha sido una buena
semana para la visibilidad del colectivo en las instituciones europeas.
Los Estados miembros se han comprometido a aplicar medidas de
integración, la Eurocámara ha clamado contra las expulsiones ilegales y
la propia Járóka ha presentado un informe que pone el acento en el
segmento más vulnerable: las mujeres gitanas. Pese a todo, la situación
dista mucho de mejorar.
“El principal argumento para integrarlos es económico. No
introducirlos en el sistema cuesta cinco veces”, asegura la
eurodiputada, con el razonamiento de que los gitanos constituyen buena
parte de la fuerza laboral del Este. Mantenerlos en desempleo cuando
esos países necesitarán mano de obra de aquí a unos años es absurdo,
aduce.
Járóka censura la educación segregada, especialmente la prueba que
les hacen a los niños para decidir si van a una escuela normal o
especial. “Los gitanos tienen una gran capacidad emocional que el test
no mide”. Según sus datos, el 40% de todos los niños gitanos en Europa
van a escuelas segregadas.
El discurso se vuelve más benévolo al referirse a su país. Járóka,
perteneciente a Fidesz —el partido del controvertido primer ministro,
Viktor Orbán—, defiende la “progresiva integración” que apoya el
Gobierno.
El europarlamentario nuevo judío: Csanád Szegedi
La comunidad judía húngara y la asociación ortodoxa Chabad tienen hoy
en sus filas un refuerzo que nadie esperaba: el hombre que hasta hace
unos meses era el dirigente más fanático del partido neonazi Jobbik. El
hombre se llamaba Csanád Szegedi, es eurodiputado y nació en 1982 en
Miskolc. Szegedi ascendió en política negando los campos de exterminio.
Pero hace unos meses descubrió que su abuela estuvo en Auschwitz, y
Csanád se convirtió en David: el antisemita por antonomasia era judío.
“Un día me llamó por teléfono y me pidió una cita con el rabino”,
recuerda Daniel Bodnar, portavoz de Chabad. “Pensé que era una
provocación, porque era el más odiado del Jobbik”. ¿Y llamaba para
convertirse? “No, no lo necesitaba porque su madre es judía. Solo tuvo
que circuncidarse. Lo hizo, dejó el Jobbik y ahora es un eurodiputado
independiente y apoya a Israel”.
Su caso, siendo extremo, es frecuente entre los judíos húngaros. Tras
la muerte en las cámaras de gas de más de 500.000 miembros de la
comunidad, muchos supervivientes ocultaron su condición. “Mis padres
solo supieron que eran judíos en los setenta”, dice Bodnar; “como a
muchísimos otros, sus padres no se lo contaron”.
“Somos el país europeo con una comunidad local de supervivientes del
Holocausto más amplia, y esto explica que las tensiones sean tan
fuertes. La dinámica sospechoso-víctima sigue mandando. Necesitamos una
ley de memoria y una ley de perdón”, dice Bodnar.
Tomado de El País
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Nieves Delgado. |
Nieves Delgado (Coruña) Estudió astrofísica y actualmente ejerce como profesora de educación secundaria en la comunidad autónoma de Galicia. Escribe relatos de ciencia ficción y terror que han sido publicados en las revistas digitales “Portalycienciaficción” , “Ianua Mystica” y “Los zombis no saben leer”, así como en la web “Sitio de Ciencia-Ficción”. Así mismo, su relato La Condena formó parte de la Antología SdCF de Relatos de Ciencia Ficción 2012. En el año 2014 su cuento Casas Rojas fue incluído en la antología de relatos de ciencia ficción en español escritos por mujeres Alucinadas.
Podéis leer algunos de sus relatos en su perfil de Wattpad:
La ficha bioliteraria de Nieves Delgado fue tomada de Ficción científica.
Gran introducción de Nieves y soberbio artículo... lástima que hablemos de racismo en lugar de soluciones al desempleo.
ResponderEliminarUno quiere creer que a mayor cultura, a mayor formación más dificultad de tropezar en la piedra del racismo, pero ni la Alemania de Hitler, ni la Chequia actual son precisamente incultas.