miércoles, 22 de abril de 2015

Un día cualquiera.

Un relato de Freddy Yance






Queridos amigos lectores.

En el ánimo de disfrutar de la literatura desde todos los ángulos posibles, hoy les acercamos un texto del joven narrador Freddy Yance (Maracaibo, Venezuela.
1996).

F.Y: -Qué pasará si los cuentos se publican?
Yo: -No pasará nada, pero puede que los lean.
F.Y: -Y qué pasará si los mando a concurso?
Yo:-No pasará nada tampoco, pero puede ser que los lean.
F.Y.: -Bueno, haré las dos cosas entonces."

Hemos escogido estos trabajos por el rigor empleado en su elaboración y la seriedad con que Yance asume su oficio. Le deseamos mucho éxito en esta profesión nada fácil y pocas veces atendida como merece. Sin embargo, como toda manifestación de arte, es solidaria y sin la incorporación v del semejante no tendría sentido. Tambien iniciamos una nueva tarea de esta página, la difusión de la nueva literatura. Esperamos que la disfruten, vale la pena.


Graciela Bonnet


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Un día cualquiera



Eran las tres de la tarde y el sol no se apiadaba de las doradas pieles de los transeúntes. Yo tenía el oficio de visitador médico, debía llevar medicinas «nuevas» a un centro psiquiátrico del norte de la ciudad o perdería la casa.

La carretera era plana, pero en ocasiones se inclinaba hacia arriba, sólo hacia arriba. Salí  a las cuatro de la mañana, el dueño  de la casa me había despertado con un grito atroz; estaba furioso porque hace seis meses que no le pago nada, no pude menos que tomar mis maletas y partir, claro, primero traté de explicarle mi situación, tengo esposa y par de hijos, varones los dos, todo lo que gano se lo doy a ellos y no me queda nada para pagar la renta. El señor optó por echarme con una condición sana, dejaría quedarse a mi mujer y mis dos hijos con todas nuestras cosas, y sólo yo partiría con mis maletas rumbo quién sabe adónde con el único afán de encontrar el dinero que le debía, para poder volver a mi casa.

El sol está pegado al piso y siento que camino sobre él. La tenue luz amarilla circunda las paredes y reblandece el asfalto de la carretera. A las siete de la mañana me detuve a tomar un café y a desayunar en la esquina de la plaza Bolívar, tomé el autobús de la alcaldía, y me bajé en el centro de la ciudad, de allí al norte tardaría lo mismo que había tardado en llegar hasta allí, es decir tres horas; pero estar en el centro amerita caminar, tropezar, pisar y al mismo tiempo aceptar todo esto cuando se viene de vuelta.

Caminé toda la Libertador, crucé a la izquierda en la segunda o tercera calle, y tomé el autobús de San Jacinto.  Cuando esto sucedió ya eran las doce del mediodía, tenía el estómago en la garganta y la lengua en una parrilla de pollo cuyo olor bailaba y salpicaba en mi nariz. Corto ya de dinero, decidí hacerme el loco, y no incurrir en gastos vanos. Por fin arrancó el autobús , la tortura que suponía el sazonado olor del humo que invadía todo, había desaparecido y ojalá se hubiese mantenido así, de no ser por el nuevo tipo de humo que entraba desafiando las leyes de la gravedad por la parte de atrás, la naftalina incinerada tiene el mismo  poder de algunos narcóticos de adormecer el hambre, al hombre y los hombros, así fue jadeante, babeante y pálido, me desmayé en mi propio asiento, y como es costumbre dormir o morir en esos asientos (diferencia que aún no entiendo), nadie se percató de mi falta de ritmo cardiaco y el apresurado descenso de mis palpitaciones.


Vaya usted a saber quién inventó las bocinas de los autobuses, y a quien haya sido le debo la vida y también mi sordera del oído izquierdo. El hecho es que en Delicias, donde siempre hay cola, es decir en toda la carretera, había un autobús de El Moján saludando a un autobús del Panamericano, soltó un alarido tan estrepitoso que me devolvió a la vida en el acto sacudiendo mi pobre y sórdido letargo, esto me hizo recordar el grito del dueño de la casa donde vivo alquilado, y también recordé por qué iba en este autobús,  por qué no había comido nada, el por qué estaba tan enfadado y transpirando como un cerdo.

Eran ya las cuatro de la tarde quien sabe por qué el tiempo pasa tan lento dentro de un autobús y afuera con dos pasos que dé uno sobre la acera ya han pasado dos horas.

Cuando el sol comienza a apaciguarse y el viento del mar llega venturoso sobre nuestros pálidos, sucios, pegajosos y grasosos rostros, provoca sentarse a  fumar un cigarrillo y tomar café, escuchar un chiste de alguna cola o de algún fiasco gubernamental, como es de costumbre hacer a esta hora y con este ambiente. Pero el maligno reloj del celular (cuyos números apenas diviso y creo que mi ceguera se debe también al ruido de la bocina de los autobuses), ya marcaba las cinco. Debía apresurarme o no encontraría a nadie en el psiquiátrico, así que comencé a correr, y cuál no seria mi sorpresa cuando un policía, gordo, sonso y medio medio, se me pega a la carrera también y al verlo venir me detengo presuroso, nervioso y con el corazón que se me sale del pecho. Nos quedamos mirando uno al otro por un breve instante y aunque no lo dijimos ambos pensamos la misma frase – ¿Por qué estás corriendo?- al final ninguno de los dos la dijo,  el decreto fue otro, me asoció por mi figura: estatura media, pelo corto, cinco dedos en cada mano y un par de ojos que distinguen el azul del blanco con las específicas características que había dado de un ladrón cierta señora cuyo auto fue robado. Me llevaron a la estación de policía.

Ya eran las siete de la tarde, lo sé no porque vi mi celular pues ya no lo poseía, sino porque uno de los que me acompañaba en el auto me dio la hora, y yo le creí. A pesar de mi oposición al hecho de ser acusado de un acto que no había perpetrado, sentí a la vez un alivio, un extraño alivio que surgía entre mi estómago y de la espina dorsal, al final me senté en una de las bancas de la estación. Recuerdo que daban los resultados del juego de béisbol, pedí un cigarrillo y me trajeron también un café, el policía de turno y yo nos llevamos bien, me preguntó que por qué corría, le respondí, al tiempo que recordaba por qué corría,  por qué había bajado del autobús, por qué había salido de casa tan temprano.


Luego de largo rato pensando en silencio le dije con cara de niño regañado – por favor no me suelte. Déjeme pasar aquí esta noche ya que no tengo cara ni fuerzas para volver a casa. El policía accedió, y pasé a una de las celdas que por suerte estaba vacía, me tiré rendido sobre el piso frio y húmedo y me quedé dormido. Por fin.

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Graciela Bonnet

Nació en Córdoba, Argentina, en 1958. Es Licenciada en Letras por la Universidad Central de Venezuela (1984). Ha trabajado 25 años como correctora de pruebas y supervisora de ediciones por contrato para todas las editoriales venezolanas, entre ellas Monte Avila, Planeta, Biblioteca Ayacucho, ediciones de la Casa de la Poesía, Pomaire, Eclepsidra, Santillana, Editorial Pequeña Venecia, La Liebre Libre. Experiencia de tres años como redactora free lance para una editorial de libros de autoayuda. Escritora fantasma (sin firma) realizó investigaciones para crear libros, novelas, tesis y monografías.Es dibujante amateur. En 1997 el grupo editorial Eclepsidra publicó su poemario "En Caso de que Todo Falle." En 2013 editorial Lector Cómplice editó "Libretas Doradas, Lápices de Carbón" En el año 2000 participó del encuentro de Mujeres Poetas en Cereté, Colombia.

 Y su blog es: Graciela Bonnet Vertiente Recíproca

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Freddy Yance (Maracaibo, 1996)

Narrador y poeta. Estudia comunicación social mención medios impresos en la Universidad Rafael Belloso Chacín. 


Reconoce la influencia de Jorge Luis Borges y Roberto Bolaño, prefiere expresarse a través del cuento o el relato. Sus temas son variados y el estilo busca acercarse a la forma oral. Escribe impulsado por la necesidad, tanto de saciar la sed intelectual como de  transformar lo subjetivo en universal. 


Pueden visitar su blog abriendo este enlace: https://siete47.wordpress.com/






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