Otro de los textos que escribí sobre Adriano González León y sus seres queridos. Lo repito para quienes no lo conocían.
PALABRAS QUE BUSCABAN OÍDOS DIVINOS
La luz de la tarde era amarillenta, casi rosada; la atmósfera de la ciudad podría estarse marchitando. El gran ventanal mostraba un árbol joven muy arrimado al edificio. En la mesa había ensalada, cordero y un arroz al curry con un toque de coco.
-Andrés…-llamó Verónica, indicando su asiento al niño.
Andrés jugaba sonriéndole a la soledad en un sofá; Verónica lo observaba con minuciosidad de madre. Ternura absorta. Adriano entrecerraba los ojos como un cazador de imágenes y sin ninguna duda en ese instante bautizaba con palabras especiales los detalles de su entorno. Era como un guerrero que ha guardado sus armas. Con la diferencia de que sus palabras seguían estando ahí, refulgentes espadas de amoroso filo.
Andrés pasó a su lado y se sentó haciendo aterrizar en su plato un avión invisible o una nave espacial. Adriano lo miró con un intenso y rápido orgullo que luego se posó mansamente en el rostro de Verónica. Entonces la mano de blanco y leve revoloteo dejó caer en las copas aquel vino que sonó como un río subterráneo.
-El rio de Heráclito…no se bebe dos veces el mismo vino…-bromeó Adriano.
He podido parecer un buen prospecto intelectual, si le hubiese respondido “Heráclito, el tinto”, pero en aquellos días me concentraba en el realismo sucio y otras lecturas venidas a menos. Sin embargo, tenía plena conciencia de que Adriano acertaba en su pasión por la palabra, que consideraba música y ejecución a la vez. El conocimiento era su mar eterno. Era un navegante que persistía buscando los misterios del sonido humano que lo convirtieron en poeta.
La verdad es que siempre hablábamos de literatura y de poesía. Como amigo suyo nunca desaprovechaba la oportunidad de conocerlo más y de recibir su genialidad y sus conocimientos con toda la cercanía posible. Pero muchas veces nos dejábamos envolver por el ritual de los tragos, por el grial tintineante del whisky. Y las ocasiones en que podía experimentar al Adriano casero, amoroso y recogido en su hogar, constituían momentos de importancia indiscutible. En la intimidad de su casa, Adriano demostraba que podía prescindir de todo menos de sus amores y de la poesía. La poesía había fortalecido su capacidad de recordar todo lo vivido, desde el primer día que supo para qué servían los ojos.
-De Heráclito me interesó siempre su desmedida inteligencia en una época donde había sabios hasta para regalar. Todos esos carajos se la pasaban meditando y revolviendo la ciencia con la filosofía- dijo Adriano.
-A mí se me ha quedado enredada en los breñales de la curiosidad aquella frase que es mitad misteriosa y mitad posmoderna: “El pensamiento es una enfermedad sagrada y la vista un engaño”- respondí y traté de ahondar en Heráclito, pero apenas había leído sus quehaceres de un modo superficial.
-Son metáforas creadas sin la intención de que lo fueran: “La armonía invisible vale más que la visible”, “No es posible bañarse dos veces en el mismo río”. Borges dijo que la del río era una de las dos metáforas esenciales- opinó Adriano.
Comenzamos a reírnos de tanta seriedad porque automáticamente recordamos un chiste que se gestó la última vez que salió a colación el rio de Heráclito. ¿Por qué será que en cada reunión amistosa repetimos anécdotas, temas, ocurrencias?.
Tiempo atrás, habíamos estado hablando de que nadie se baña dos veces en el mismo rio y Andrés tendría cinco años. Él conocía la corriente espesa y maloliente del pobre Guaire que fluye a unas tres cuadras del apartamento. Y en aquel entonces Andrés levantó su cara de niño serio para mirarnos y decir:
-En el Guaire no te puedes bañar ni una sola vez, papá.
Verónica y Petra terminaron de servir los postres.
-A mí me gusta mucho el Cántico de Jajó. Creo que contiene una de las metáforas más bellas que se han soltado en este continente: “…unos páramos cercanos donde crece la hierba de la eternidad”- dije, homenajeando a un ser hecho de idiomas, a un escritor maestro poeta de humilde altivez.
Pero ya estaba en otra onda. Jugaba con Andrés fingiendo que le iba a robar el postre con una cuchara sopera. Un postre de helado y pastel. Adriano hacía de espadachín con Andrés, a sabiendas de que el fresa-mantecado de su postre terminaría pasando íntegro al plato del niño.
El asunto es que disfrutábamos esas comidas que eran la expresión del equilibrio placentero logrado por Verónica con su talento y su cultura, pero también resultaba de mucha hondura observar el ángulo familiar de Adriano, un hombre totalmente civil, tallado en libertades por los libros. Era como tener de padre a todas las fábulas de Esopo y de esposo a la Divina Comedia.
Verónica y Petra eran amigas y hablaban de lo que ellas escribían, de lo que escribíamos nosotros y de otros temas diversos matizados por la experiencia con los hijos y la lidia con las manías de los esposos escritores. Verónica me ayudó en varias ocasiones con la sicología de los personajes que se me volvían locos o tenían reacciones difíciles de justificar.
Nada podía compararse a una conversación, sin mayores apuros, sostenida con Adriano. Era como estar en posesión de una fuente emanando literatura, gracia pagana y secretos poéticos en una sola voz.
Su modo de comportarse ante la vida era una fiesta convocada por el intelecto y el arte. Hablaba o escribía y estallaban los fuegos artificiales de esa festividad, donde entregaba su escritura a manera de tributo para el espíritu que supiera descifrarla.
En 1998, Adriano le dijo en una entrevista a María Luisa Páramo: “La anécdota no cuenta mucho, cuenta fundamentalmente el pálpito del idioma”.
Y luego se explayó al respecto: “El idioma es por sí sólo un contenido, es una anécdota y una verdad. Cada palabra cuenta y puede contar por sí sola una historia, si el lector tiene imaginación. Las palabras están llenas de emociones, de paisajes y de vidas interiores que el lector puede construir”.
Adriano parecía un ser mitológico. Enrojecía al toque de sus pasiones: era un hombre crepúsculo. Reaccionaba sensiblemente, al más leve roce de lo injusto: era un hombre con nervios de caballo. Alcanzaba alturas perfectas con sus palabras: tenía alas enormes y descendía gentilmente cuando se cansaba de volar.
Después de leer sus textos resultaba difícil asombrarse con otras escrituras. Solo era más sorprendente conocerlo en persona. Relacionarse con Adriano constituía una aventura espiritual: él era la representación estética de un lenguaje. Disfrutaba ejerciendo el idioma castellano, dialogando, confrontando la existencia con esas palabras que brotaban desde lo más profundo de su genética. Y ese lenguaje fluía con el permiso de las viejas magias, porque en su ejecución había una improvisación venida de muy lejos. En las verdes tierras campesinas que alimentaban los sentimientos de Adriano, un duende que fingía ser pastor, tocaba el caramillo buscando los oídos divinos.
La flauta de bambú que llora en la orilla del río/
el río que nos acerca la eternidad,/
Adriano González León poseía el refuerzo de conducta de una mirada sincera y burlona que se había formado en la atmósfera cultural de una aldea. Fue un poeta arrastrado por el torrente de la narración. Nunca pudo retornar al punto donde ese río crecido se lo llevó junto con los platanares, los caballos, los habitantes de su mundo infantil, juvenil, ideológico.
Por eso se acercó tanto a Mallarmé, Baudelaire, Rimbaud, Verlaine, Vallejo, Homero, Virgilio y toda la grandeza: ellos tendrían que decirle alguna vez que él era un poeta de pies a cabeza. Han debido respetar el mapa de su ruta poética pero los lectores exigían más historias. Muy pocos lectores se percataron de que el sabor inquietante de la poesía es lo que fascina en sus relatos.
Cuando escribió para los doce grabados del maestro Marco Miliani, amigo suyo de siempre, Adriano puso de manifiesto esa poesía que llenó su ser, su existencia y sus angustias. Todos lo saben: El libro de las escrituras, publicado en el año 1992 por la Galería Durban en una edición limitada, pero de ilimitada intensidad.
Ella tenía un sello sobre su corazón/
tenía ovejas en el cabello/
un bosque de cedros/
andaba, a ciegas por las calles,/
buscando un lecho de amor.
Era un civil de pie a cabeza. Ningún uniforme cubriría jamás su modo de encarar la existencia. Nada podía encasillarlo.
Rodolfo Izaguirre |
Rodolfo Izaguirre, uno de sus mejores amigos desde la época del liceo Fermín Toro, escribió:
“Apenas sí éramos un grupo de jóvenes enfrentado a la dictadura perezjimenista. Durante el día, sin aspavientos ni comentarios, cada uno asumía su responsabilidad cívica, de resistencia clandestina, de dura actividad política; pero en las noches nos esperaban las cervezas en el bar, las inflamadas discusiones sobre literatura, los fragmentos de textos y poemas a leer, los cadáveres exquisitos que eran como relámpagos de viva imaginación. Adriano compartía con Guillermo Sucre el liderazgo del grupo y nos enfrentábamos a la tradición literaria del país. Guillermo elevó el ensayo y la crítica literaria a alturas no conocidas hasta entonces y Adriano renovó la narrativa con Las hogueras más altas y luego con País Portátil, obras emblemáticas dentro de los procesos cumplidos por la cuentística y la novela venezolanas. Sin ninguna heroicidad como no fuese la de abrir todas las ventanas en un período difícil para la vida política del país apareció Sardio y en consecuencia la revista del mismo nombre que conoció ocho números entre los años de 1958 (mayo-junio) y mayo-junio de 1961”.
Cuando apareció Pelo Blanco, mi primera novela, Adriano González León le dedicó un programa de televisión. Ese día grabaríamos a la una de la tarde y comenzamos a beber a las diez de la mañana en su apartamento esperando al equipo con cámara y demás artefactos. Adriano estaba haciéndole honor a la amistad. No creo que en esa temporada mi escritura mereciera un minuto de su atención, pero él me quería y yo lo quería: nos hicimos amigos de poesía oculta, de leernos poemas que nunca sacábamos a la luz y de pasar horas hablando de asuntos de escaso interés municipal, como por ejemplo las diversas y casi antagónicas traducciones de Las flores del mal.
Aunque he señalado que bebíamos desde temprano cuando hizo aquel programa, (que resultó maravilloso como todo lo que Adriano verbalizaba), no significa que su característica determinante fuera la de un empedernido bebedor. Adriano bebía porque su espíritu corría como el agua limpia sobre la dureza oscura de las piedras. La poca comprensión que hubo respecto a su arte como invocador de palabras era un cauce de piedras.
“La vida como venga”, decían los gitanos. Y esa gitanada lo invadía a veces transformado en el virus de la melancolía que mencionaba Aristóteles.
Si alguien sueña y quiere contar el sueño, busca las palabras que le den forma y sentido a lo que ha soñado. Las palabras siempre son muy antiguas y con sólo invocarlas reproducen árboles y flores, mares y montañas, caras y movimientos, casas y calles, sentimientos y belleza, horror y ternura. Porque las palabras son figuras poéticas llegando hasta nosotros en el río del lenguaje que viene creciendo desde la más remota antigüedad.
Y Adriano se bañaba todos los días en ese río.
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José Pulido. Fotografía de Gabriela Pulido Simne |
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Una entrevista de José Pulido.
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