El lenguaje no solo está marcado por el género, sino, en general, por el arquetipo viril. Revisarlo requiere una revolución científica; ampliar el enfoque para percibir lo hasta ahora “anómalo” como normal
Amparo Moreno Sardá
6 ABR 2012
La publicación del informe Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer,
en el que Ignacio Bosque evalúa guías de lenguaje no sexista, ha
abierto un debate que se ha quedado en la punta del iceberg. Propongo
prolongarlo para abordar lo que oculta en aguas más profundas y qué pasa
con unos glaciares que siempre dijimos que acumulan hielos perennes y
hoy se quiebran a un ritmo acelerado. Porque las palabras son
instrumentos para el pensamiento y el conocimiento y el masculino
constituye la pieza clave de las humanidades, las ciencias sociales, la
política, el periodismo...
Bosque y otros proponen continuar utilizando el masculino porque
muchas mujeres no nos sentimos excluidas. Cierto. Desde que en 1910 las
mujeres pudimos acceder a la Universidad hemos asumido las palabras con
las que se elabora el pensamiento y el conocimiento desarrollado en
torno al concepto “hombre”. Sin embargo, tras profesar, muchas y algunos
hemos detectado que el masculino supuestamente genérico no permite
designar a los dos sexos porque está marcado y conduce a considerar a
las mujeres una “anomalía”, de acuerdo con la explicación de Kuhn sobre
las revoluciones científicas. La mayoría propone hacer visibles a las
mujeres mediante un lenguaje no sexista y hacen aportaciones a las
distintas disciplinas “con perspectiva de género”.
Por mi parte, la lectura atenta de numerosos textos me condujo a
constatar que el masculino, tal como lo utilizamos en los debates
públicos académicos, políticos, periodísticos, no abarca a las mujeres y
tampoco a todos los hombres porque sólo considera humano el arquetipo
viril.
Por eso las mujeres nos podemos sentir incluidas en los masculinos,
porque estamos donde queremos estar. Pero algunas los evitamos,
conscientes de que afectan al objetivo de la cámara que utilizamos,
reducen el enfoque sobre los seres humanos, dejan fuera parte de las
relaciones sociales, borran matices, crean la ilusión óptica de que
vemos lo universal y nos llevan a confundir lo particular con lo
general. Y buscamos otras imágenes y palabras adecuadas a unas
sociedades plurales y complejas que queremos cambiar para hacerlas
justas y equitativas.
El primer indicio de que los masculinos restringen y tergiversan
nuestro conocimiento lo encontré cuando regresé a la Universidad como
profesora. Siendo estudiante, el enunciado “el hombre es el protagonista
de la historia” me había permitido pasar de la versión tradicional de
fechas, héroes y batallas, a otra que me ayudó a comprender el
funcionamiento de la sociedad. Quise aplicar esta enseñanza a explicar
la historia de los medios de comunicación y la cultura de masas. Y un
día una alumna me recriminó que mi asignatura era “tan machista como
todas las de esta casa”. Tenía razón. No mencionaba a las mujeres porque
lo ignoraba todo. Para subsanar mi ignorancia leí y releí atentamente y
advertí que la mayoría de textos académicos casi no hablan de las
mujeres, que si lo hacen suelen utilizar expresiones negativas o ironías
para aligerar párrafos densos… Y deduje que el hombre al que
consideraba protagonista de la historia no incluía a las mujeres; los
nombres propios ratificaban que solo abarcaba parte de los hombres; y
las actuaciones que se les atribuían delataban que tampoco incluían a
los seres humanos de sociedades a las que se menosprecia como
primitivas, subdesarrolladas… Así, al preguntarme de quién hablamos
cuando hablamos del hombre tuve que responder que este concepto está
marcado por prejuicios androcéntricos, sexistas, adultos, clasistas y
etnocéntricos, y no solo por el género, término que empezó a utilizarse
para emular la cultura anglosajona.
“Para hacer grandes cosas hay que ser tan superior como lo es el
hombre a la mujer, el padre a los hijos y el amo a los esclavos”.
Aristóteles definió así los rasgos del arquetipo viril, sabiendo que
solo podía afirmar que ese hombre es superior diciendo que otras mujeres
y hombres son inferiores. Y con esta pieza elaboró una explicación para
influir en la organización de la polis y lo consiguió. Hasta nuestros
días. Aunque los estudiosos y estudiosas actuales ofrecen una versión
opaca de sus palabras al utilizar el masculino como si no estuviera
marcado y al generalizar como humano lo que el filósofo solo atribuyó a
algunos hombres. Además, eliminan aspectos de su análisis que son
fundamentales para comprender tanto lo que dijo como el presente.
Proyectan hacia el pasado una visión centrada en lo público que
menosprecia lo privado como si fuera insignificante o anómalo. Por eso
no logramos entender qué hacemos y podemos hacer cada persona con
nuestra economía doméstica en relación con los negocios del consumo
transnacional, con una especulación financiera que se ha alimentado de
hipotecas basura y ante los paraísos que promete la publicidad y los
infiernos de la marginación que dramatizan las televisiones.
No confiesan, como sí hizo Aristóteles, que consideramos “la guerra…
un medio natural de adquirir bienes que comprende la caza de los
animales bravíos y la de aquellos que nacidos para ser mandados se
niegan a someterse”; que la guerra alimenta la apropiación privada y
pública de bienes a expensas de desposeer a la mayoría de los recursos
necesarios para su supervivencia; que dominar a otros pueblos no es algo
espontáneo; que los varones lo han practicado tras ser cruelmente
instruidos; que obliga a distribuir tareas entre mujeres y hombres
adultos (“el hombre conquista y la mujer conserva”); y algunas atribuyen
a los hombres toda la violencia y niegan cualquier complicidad de las
mujeres, imprescindible para que las jóvenes generaciones perpetúen y
amplíen el sistema. Por eso, ante una crisis que ya no permite ensalzar a
los héroes ni proclamarnos superiores, porque África ya no empieza en
los Pirineos, sólo sabemos alimentar el miedo… o entonar lamentos
victimitas en beneficio de redentores profesionales.
Ciertamente, el concepto “hombre” que acuñó Aristóteles fue asumido
en las universidades cristiano-escolásticas por los varones adultos
europeos vinculados a la jerarquía eclesiástica que además debían ser
célibes. A partir del siglo XII expulsaron a las mujeres, los judíos y
los musulmanes de las universidades, como ha explicado Julia Varela. A
medida que la cristiandad europea impuso su dominio sobre otros pueblos,
transformó las relaciones sociales internas. Algunos hombres y mujeres
antes excluidos nos hemos incorporado a los escenarios del poder y hemos
tenido que asumirlos; y aunque la lengua se adapta a los cambios
sociales, hoy sigue “firmemente asentado en el sistema gramatical del
español”, como una “prisión de larga duración”, en palabras de Fernand
Braudel.
Todo esto recomienda no usar el masculino como hasta ahora y tampoco
sustituirlo por femeninos o doblar palabras. Y obliga a ampliar el
enfoque para percibir lo hasta ahora “anómalo” como normal: a promover
una revolución científica que permita hacer diagnósticos rigurosos de
los problemas de nuestras sociedades para encontrar remedios eficaces.
Ardua tarea en unos ambientes académicos que multiplican las
evaluaciones, obligan a hacer y decir dentro de cánones estrictos y
penalizan cualquier aventura.
Afortunadamente, como detectó Fernández Hermana en los noventa, más
allá de estos monasterios hay vida. Otros científicos han generado
instrumentos que facilitan elaborar explicaciones plurales, desde
diferentes posiciones, en red, de forma cooperativa. Pero para no
limitarnos a copiar y pegar hemos de pasar de la punta del iceberg al
glaciar de la cultura occidental y preguntarnos con Donna Haraway: “¿Con
la sangre de quién se crearon mis ojos?”.
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Amparo Moreno Sardá es catedrática
emérita de Historia de la Comunicación de la Universidad Autónoma de
Barcelona. Sobre el tema que plantea en este artículo ha publicado
(1986), El arquetipo viril protagonista de la historia; (1988), La otra ‘Política’ de Aristóteles; (1991), Pensar la historia a ras de piel; (2007), De qué hablamos cuando hablamos del hombre. Treinta años de crítica y alternativas al pensamiento androcéntrico.
El País
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Actualizada el 24/02/2024
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