Julio Rafael Silva
Fue en los albores de la década del setenta cuando conocimos a Oswaldo González Quiñones. Entonces regentaba la cervecería Grand Prix, en la Avenida Bolívar de Valencia, sitio de recalado necesario para la bohemia de esos días. Allí fungía de maestro de ceremonias, dedicado anfitrión y guía espiritual de nuestra cofradía de trovadores extraviados, siempre en la búsqueda del camino más estrecho.
Nos sorprendía su capacidad para volverse invisible y transitar sin ruido desde la cocina, por entre las mesas, cerca de la barra, detrás del proyector de 16 mm con el cual nos obsequiaba aquellas divinas películas de antaño, que hacían estallar ante nuestros ojos fascinados las más insólitas imágenes (casi siempre en sepia o en blanco y negro, raras veces a color) de competencias deportivas, quintetos de jazz, bailarines de las estepas, poetas malditos, dictadores chaplinescos, acorazados rusos, rumberas cubanas, acróbatas, malabaristas, domadores de fieras... en fin, toda una peculiar filmoteca que sugería el abreboca para lo que vendría después: el plato mayor de aquellos convites era la lectura de textos, actividad en la cual nuestro huésped, impulsado por su proverbial generosidad, sería siempre la voz ulterior.
PALABRA Y CREACIÓN SIMBÓLICA
Y entonces se producía el portento. Bastaba que el poeta tomara la palabra para que la sala enmudeciera y todos disfrutáramos de esas frases cortas, esta culminación breve (¿fatal?), la pausa inesperada que termina o quiebra el verso, el suspenso rítmico, los gestos aparentemente adustos que forman parte de su vínculo expresivo: En crepitar azul / la llama se recrea //Danza ígnea / voluta enloquecida // Tres topias prevenidas languidecen.
En sus textos el poeta redime y amplifica la palabra mediante la creación simbólica. El símbolo es esencia de su lenguaje, se consustancia con su temática, cruzada de la angustia de la paradoja, con la metáfora y con la imagen, especial mixtura que concurre a crear la intuición imaginativa, cuyo símbolo primordial pareciera ser el espejo: La mano al ala / se volvió sombrero / para los buenos días // cuando saludaban / trillando sombra // Serena la palabra / fundida en el espejo / aromada de brandy // hay pausa que arrea // Se vuelve camino / más que temprano / oteando penumbras // que encarga cruz / como encomienda.
El poeta siempre ha pregonado que sólo por la palabra en comunión el hombre alcanza su realización plena: accede al ser, pasa del no ser al existir. De allí la función esencial de su poesía (lo que Octavio Paz denominara "la revelación de nuestra condición original"). Y para lograrla, el poeta proclama la necesidad de la empatia, la alteridad, aprehensión y conciencia del yo en unión con el otro: La fauna / no se extingue // Otro animal / abruptamente me despierta // Horada conmigo / las entrañas del aire // Caigo // vuelvo a ser / otra piedra del camino.
LA MUERTE INSISTE Y SE HACE ESPADA
En estas páginas, muerte y vida emergen entrelazadas, estrujándose en simbiosis de angustia existencial. Así, la vida es un vivir muriendo, un amanecer que comienza con la muerte, una vida que se afirma con la muerte. Es el acceso final a la unidad fundamental del ser, la espera desesperanzada de un vivir con avidez de eternidad en un mundo cruzado por el tiempo: ...Página de antaño / de maleza escasa / porque presentía // ocultar cerrojo / que nadie encontrara // Síncope silencio / vaga en la corriente / muriendo de a poco // lágrimas abajo / entre los despojos.
En sus versos vida, muerte y poesía están penetradas de la experiencia de la soledad, experiencia que surge como imposibilidad de trascendencia, situación de tránsito transmutada en existencia que conlleva el conflicto de la fijación en un paso que no es una meta. La soledad como ausencia de encuentro consigo y con el otro. Soledad que se rebela (y se revela) en rechazo y hastío total y cósmico: Quedo solo / apagando / mi oración de luz / sin que me vean // hasta saciarme / con ropa al revés // De otro martes /para muertos nuevos / que traen sombra / deletreando un vidrio // color del sueño / que lo apacigua // De luna sin prisa / en esta noche torpe / lúcida de insomnio // que arrepentida / por llegar tarde // sin carbón tirita.
LA FULGURACIÓN DEL SER
El poeta ha comprendido desde siempre que "el artista se hace ante el papel", como alguna vez afirmaría Stéphane Mallarmé, es decir, que el poema tiene su propio sentido del espacio para no hundirse en el vacío. Tal vez por eso nos atrapa este límpido ritmo que crea atmósferas emocionales de ocultas resonancias con significaciones complejas y profundas, en donde la infancia ocupa un lugar preponderante: Hoy recobré / la golondrina / de mi infancia // prófuga del nido / oliendo a guayaba // pues nació sonora / su abierta campana / voz de sementera // más allá de donde / pernoctan sus ojos // tras de un aleteo / que empaña la pátina / donde nos miramos // en ropaje oscuro // Su ayer no encontró entibiar el río / su quebranto de alas // vino a despedirse.
El poeta, en una labor siempre en ascenso, sensible a su íntima dimensión, accede a expresiones que revelan ardores de pureza y de absoluto y corporizan sus vivencias:
Volvió la rama / desde hace tiempo / a ser pared // sin descifrarla / trepa hasta mí // siempre de blanco // En su maraña / hay otro nido / que me conmueve // Sin confundirme busca su huella // para ocultarnos.
REFERENCIAS
González Q., O. (2006). Abrevadero. Valencia; Ediciones EL CAYAPO.
(2005). Canto rodado. Valencia; Ediciones EL CAYAPO.
(2005). Solidaria herrumbre. Caracas: El perro y la rana.
(2007). Tierra de difuntos. Valencia: Manuscrito original no editado.
Mallarmé, S. (1965). Divagaciones. Buenos Aires: Lumen.
Paz, O. (1987). El arco y la lira. México: Siglo XXI.
Este texto fue publicado originalmente en el periódico Tiempo Universitario en Muestra sin Retoques, espacio regentado por Rafael Simón Hurtado, el 15 de noviembre de 2010
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Actualizada el 29/10/2023
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