martes, 26 de agosto de 2014

GENERACIÓN VÉRTICE: UNA CRÓNICA SENTIMENTAL

por Armando Boix




Hoy hablaremos de historietas, en este lado del charco se llaman tebeos y cuando algunos  quisieron parecer serios, gente respetable, les empezaron a llamar cómics… y así poner distancias con aquellos mocosos que se volvían locos con las aventuras de unos tipos vestidos con pijama  y capa. Precisamente de estas historietas, de los tebeos de superhéroes, viene a hablar Armando Boix. La entrada que sigue a estas pobres líneas introductorias es un poco menos que un ensayo sobre las historietas, es casi un repaso a la situación de la industria de entretenimiento, un poco más que una descripción de la infancia en el tardío franquismo, es un acercamiento  emotivo a los recuerdos y vivencias personales de un chaval de Sabadell, ciudad incrustada en el cinturón industrial de Barcelona, y con qué mimbres se forjó su amor por las historietas.  

ArmandoBoix


En la magnífica página web personal de Armando  se puede comprobar cómo siguió creciendo y en que se concretó ese amor por los tebeos, la ilustración, lo fantástico, el cine…. Armando es dibujante, diseñador gráfico, escritor, fue director de la revista de cine fantástico Stalker. De forma amateur fue el maquetador y uno de los impulsores del fanzine electrónico Ad Astra, pero cuando no existía internet ni se la esperaba y la distribución de la revista se hacía enviando por correo postal un disquete de 5 y un cuarto. El perfil de Armando en el repositorio fantástico: Tercera Fundación impresiona: varios premios, media docena de libros, decenas de cuentos, centenas de artículos y ensayos… repartidos por decenas de revistas y libros. Armando es un pozo sin fondo de conocimiento sobre todas las vertientes de la cultura Pulp (Literatura Popular) pero también del universo creativo que se le viene llamando fantástico: cine, literatura y como no: historietas.


El texto que sigue se publicó por primera vez en una web dedicada al cine, que por desgracia ya no existe.



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Recupero un texto que escribí para la web de un amigo, en el que me ponía en plan abuelo cebolleta y narraba mis vivencias infantiles respecto a los cómics de superhéroes.


GENERACIÓN VÉRTICE
UNA CRÓNICA SENTIMENTAL




Debía correr el año 72 o 73. Eran tiempos grises, y no sólo por el color del uniforme de la policía nacional. La dictadura franquista estaba en descomposición, como un pesado dinosaurio atrapado en el pantano de un mundo que cambiaba, se modernizaba y se teñía de color, pero que aún había de dar sus últimas y dolorosas dentelladas. Para mí, sin embargo, la política nada significaba. Yo era un niño de seis años que no prestaba ninguna atención a los telediarios ni a las portadas de los periódicos. No sabía quién era ese señor, Carrero Blanco, que accedía a la presidencia del gobierno; ni Tarancón, a quien la ultraderecha querría llevar al paredón; ni Picasso, que se nos moría en Francia. De los pintores contemporáneos sólo conocía a Dalí, porque concedía extravagantes entrevistas a la televisión e incluso llegó a aparecer en uno de mis programas favoritos, el Un, dos, tres, por aquel entonces estrella de nuestras pantallas en blanco y negro. Ni siquiera la llegada de Cruyff a la plantilla del F.C. Barcelona atrajo mi interés, pues yo pertenecía a esa especie de niños «raritos» a los que el fútbol no les gustaba demasiado; incluso le dedicaba un cierto odio, quizá porque mi padre me obligaba los domingos a acompañarle al estadio cuando yo habría preferido quedarme en casa viendo la tele o jugando con mis madelman. Para mí resultaba mucho más fascinante que cualquier estrella del esférico Uri Geller, quien doblaba cucharillas y ponía en marcha relojes parados en directo y en prime time.

El capitán Trueno

Fuera de las horas lectivas –donde aún procedía rezar al empezar la jornada y recibir reglazos y capones cuando no respondías correctamente a la pregunta del profesor–, mi mundo se centraba en mis juguetes, en la fascinante pantalla de una televisión con sólo dos canales y, sobre todo, en los tebeos. Aquel universo de papel y colorines ejercía una especial fascinación sobre mí y ya recorría con la mirada sus viñetas, intentando descifrar la historia, cuando todavía no sabía ni leer. Yo había crecido con las publicaciones de la Editorial Valenciana, con su Roberto Alcázar y Pedrín; su Purk, el hombre de piedra; su El Guerrero del Antifaz, rebosante de acción sin pausa, en perpetuo combate contra las hordas infieles. Hasta Pumby había pasado por mis manos, aunque ya entonces me parecía blandengue y demasiado infantil. Pero mis tebeos favoritos se publicaban en Barcelona: El Jabato y El Capitán Trueno. Del mismo modo que en mis sesiones dominicales de cine de barrio prefería Tarzán, Godzilla o Santo, el enmascarado de plata, a cualquier comedia, en los tebeos siempre me gustaron más las historietas de aventuras que las de humor, aunque no despreciara nada en mi dieta de tinta y papel.


Una portada de una historieta de Dan Defensor (Daredevil)conocido el América Latina como Diabólico

Pero, como decía, llegó el año 72 o 73, no recuerdo la fecha con certeza. Unas anginas me habían dejado en la cama, sin ir a clase, y mi padre regresó a mediodía para comer, en una pausa de su larga jornada llena de horas extras. Me traía un tebeo para amenizar mi convalecencia, lo que no tenía nada de raro; lo extraño es que aquello que me regalaba no era una de las publicaciones de Bruguera, con su formato de revista, sino un extraño librito de la Editorial Vértice, con lomo y un sello en su portada que ponía «publicación para adultos»... ¡Y ni siquiera tenía colores!

Que mi padre no le hubiera concedido ningún valor a la advertencia de la portada entraba en lo comprensible. Aún hoy, sigue creyendo que todo aquello realizado con dibujitos es Beavis y Butt-Head sólo para niños, y no pondría ningún reparo a que sus nietos vieran o South Park, pues jamás se detendrá ni un segundo a escuchar lo que se está diciendo en sus diálogos. Lo que me regalaba, para él, sólo era un tebeo más. Para mí fue una revelación.


En España a Wolfverine le llaman Lobato (aquí es Lobezno) a Hulk lo conocen como La Masa

El tebeo en cuestión se titulaba Spiderman. En su primera página pude ver a su protagonista enmascarado, enfundado en un misterioso traje estampado con telas de araña, de pie sobre el puente de Brooklyn y llevando en brazos a una preciosa muchacha rubia. Sobre la pareja revoloteaba un villano de expresión sardónica, que gritaba: «¡La mujer que amas ha muerto! ¡Y ni tú ni ningún entrometido disfrazado puede hacer nada para revivirla!». Aquello me impactó. El villano había matado a la novia del héroe. Sí, estaba muerta. El cadáver lo teníamos allí, a la vista; no había añagaza posible. No cabía vuelta atrás. Muerta. ¿Cómo era posible algo así!

Mi cultura lectora me decía que, por más acechanzas que prepararan los malvados, por más ineludibles que parecieran los peligros, el protagonista siempre escapaba a tiempo e imponía justicia. El héroe y sus amigos se demostraban invulnerables. Y la novia del héroe, figura sacrosanta e inmaculada, era la primera en disfrutar de una patente de protección. La condesita jamás había sucumbido a los lúbricos deseos de Alí Khan, pues el Guerrero del Antifaz siempre llegaba a tiempo para interrumpir la boda –en los tiempos del franquismo todo villano requería una unión sagrada que legalizara la violación–. Ni siquiera Sigrid, la novia del Capitán Trueno, mucho más emancipada como buena nórdica, se permitía correr un peligro que escapara a la actuación rescatadora de su ibérico enamorado.



Aquellos tebeos americanos, con toda su esplendorosa fantasía, en cambio escogían un enfoque mucho más real, retratándonos un mundo donde los inocentes también sufren daño, donde todos los esfuerzos a veces resultan inútiles, donde los malvados pueden llegar a salirse con la suya. Y, además –como pude comprobar al ir leyendo otras colecciones publicadas por la editorial Vértice–, construían un universo complejo lleno de citas e interrelaciones, con personajes recurrentes saltando de un título a otro, con diferentes protagonistas aliándose para combatir una amenaza común. Aquel era un escenario épico y mundano a la vez, donde igual emoción nos aportaba la llegada del semidiós Galactus, con la intención de devorar la Tierra, que los problemas de Peter Parker para aprobar el curso o comprarse una moto. A medida que los lectores nos familiarizábamos con el amplio reparto, comprendíamos mejor la arquitectura de su historia, su profundidad, remontándonos a los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, con héroes pioneros como el Capitán América, Namor y la Antorcha Humana original combatiendo a los nazis, y llegando hasta nuestros días, donde en algunas viñetas podíamos reconocer a Nixon y Kissinger y volvíamos a visitar escenarios neoyorkinos reales, que las series de televisión nos hacían casi tan cotidianos como el patio de nuestro colegio o la plaza donde jugábamos con nuestros amigos. No importaba demasiado que, en aquellas primeras ediciones, las viñetas estuvieran remontadas, ni que dibujantes chapuceros rellenaran los espacios vacíos con absoluta impericia. Me convertí en un adicto, lo reconozco. Llegaron otras pasiones, como los dibujos animados de Mazinger Z y la proyección en España de La guerra de las galaxias, pero todas encontraron su hueco, sin eclipsar mi entusiasmo original por los cómics Marvel.

En 1977 mi madre me daba veinte duros cada sábado para mis caprichos, lo que me permitía comprar un par de tebeos a la semana y seguir las colecciones más importantes: Spiderman –mi favorita–, Los Vengadores, Los Cuatro Fantásticos –eje vertebral de aquel universo de ficción–, El Capitán América –en el 78 se publicó aquí la impagable saga del Imperio Secreto–, Patrulla X –ya nueva, con Byrne a los lápices–, además de antologías como Selecciones Vértice, Insuperables o Super Héroes, donde se publicaban series de menor éxito pero que a mí me gustaban mucho, como El Hombre de Hierro, Dan Defensor, Los Invasores, Nova, Puño de Hierro... Además, en aquellos días de bolsillos poco sobrados, los chavales contábamos con el auxilio de las tiendas de cambio. Allí, por unas pocas monedas, podíamos canjear un ejemplar ya conocido por otro antiguo que hubiera escapado a nuestra rapacidad lectora.



Mi fascinación, dirigida en un principio a los argumentos, fue convirtiéndose en una educación estética. Ya no me fijaba sólo en las peripecias de mis héroes favoritos; mi atención se entregaba por igual a la apreciación artística de las gentes que creaban aquellas historias. Me enamoré de la perfección anatómica de los dibujos de John Buscema, de la eficacia narrativa de su hermano Sal, del bello pincel de Joe Sinnott, de la maestría de John Romita para la figura femenina, del manejo de la mancha de Gene Colan, de la épica homérica de Jack Kirby... Mientras otros críos de mi edad tenían como ídolos a estrellas del balón, yo adoraba a aquellos trabajadores del lápiz, de los que nada sabía en aquellos tiempos, cuando internet era pura ciencia ficción, los tebeos se publicaban sin artículos ni secciones de correo y la escasa crítica del arte secuencial se ocupaba únicamente del cómic de autor europeo o de los clásicos de las tiras de prensa norteamericana. Los tebeos de superhéroes se consideraban un género menor, basura escapista puesta en sospecha como producto del imperialismo cultural.

Por supuesto, sabía que había otros mundos superheroicos; pero nunca consiguieron captar demasiado mi entusiasmo, en gran parte porque los cómics de DC sólo nos llegaban en ediciones mexicanas de Novaro, muy mal publicadas y casi peor distribuidas, por lo que resultaba imposible seguirlos con una cierta continuidad. Muy pocas ofertas de esta editorial consiguieron mi atención: el postapocalíptico Kamandi –¡Herejía, Jack Kirby trabajando para la competencia!–, el extraordinario Batman dibujado por Terry Austin y, ya en una edición de Bruguera, el Warlord de Mike Grell, en la mejor tradición aventurera de Edgar Rice Burroughs. Si he de ser sincero, los personajes de la Distinguida Competencia siempre me parecieron algo ridículos. Que nadie se diera cuenta de que Clark Kent era también Superman, sólo porque se pusiera unas gafas, lo encontraba inadmisible. Y un protagonista con habilidades tan superiores reducía la emoción considerablemente: había que ser muy pardillo para osar enfrentarse al Hombre de Acero, abrigando la más mínima esperanza de triunfo. Marvel, en cambio, ofrecía personajes extraordinarios, sí, pero con debilidades que los humanizaban.



Spiderman podía subirse por las paredes y balancearse en una tela de araña; pero debía permanecer siempre pendiente de la frágil tía May y de sus problemas amorosos y económicos. Tony Stark, el Hombre de Hierro, tenía dinero, pero también un corazón enfermo que podía fallarle en cualquier momento de esfuerzo. Dan Defensor (Daredevil) era invidente y sus poderes no iban mucho más allá de sus sentidos agudizados y la pericia de un extraordinario atleta, por lo que la bala de cualquier raterillo era capaz de traspasarle de parte a parte, o un salto mal dado podía acabar con sus sesos esparcidos sobre la acera. El Capitán América se había convertido en un hombre desplazado de su época, en cierto modo un inadaptado, que veía desmoronarse todos sus ideales patrióticos ante la corrupción política. Incluso La Masa, el más poderoso de los héroes Marvel, una fuerza bruta sin parangón, nos contaba el drama de un hombre que veía su inteligencia desintegrarse, para convertirse en un salvaje de furia desatada.

Grandes héroes con grandes problemas, decía Stan Lee. Y era cierto.

Por desgracia, muchos de aquellos niños hechizados por su épica nos vimos descabalgados de nuestros sueños sin ninguna delicadeza. Una semana acudimos al quiosco y no encontramos ninguna novedad aguardándonos. Nos armamos de paciencia y esperamos a la siguiente. Tampoco apareció nada nuevo. Empezamos a ponernos nerviosos. Algo estaba pasando, pero no teníamos entonces foros donde expresar nuestra inquietud e interrogar sobre lo sucedido. A medida que el tiempo fue pasando, sólo nos quedó ir haciéndonos a la idea de lo ocurrido, discretamente, sin anuncios previos: Vértice había cerrado sus puertas. Un tiempo después descubrimos que la Editorial Bruguera se había hecho con los derechos de algunas series de Marvel, como Spiderman, Los Cuatro Fantásticos y La Masa, aunque aquello sólo calmó en parte nuestra ansiedad, como yonquis derivados a la metadona. Nos habíamos acostumbrado a un universo superpoblado por una legión de personajes y aquel racionamiento apenas satisfacía nuestro apetito. Y cuando Bruguera, acosada por malas inversiones transatlánticas, también fue a la quiebra, ni ese pobre consuelo nos quedó.


Una pòrtasa de una historieta de Supermán publicada por Editorial Novaro

En aquella orfandad nos fuimos haciendo mayores. Los tebeos seguían gustándonos, pero ya no resultaba de buen tono llamarlos así: el barbarismo «cómic» se fue imponiendo y algunos intelectuales hasta lo defendían, calificándolo como noveno arte. Los periódicos le dedicaban espacios, proliferaron los fanzines especializados, nacieron los salones, Por supuesto, lo respetable no era los héroes con pijamas ceñidos, sino otras viñetas que nos llegaban de Francia, Italia y el underground norteamericano, con drogas, mala leche y mucha teta. Totem, Heavy Metal, Cimoc, El Víbora y, sobre todo, las revistas de Toutain tomaron el relevo en nuestras lecturas.

Sé que las revistas editadas por Toutain son juzgadas, hoy en día, con bastante dureza por críticos cuya opinión aprecio, como Rafael Marín. Es cierto que su política de cómic de autor fue bienintencionada pero errónea, al priorizar la excelencia gráfica sobre el contenido narrativo. Puesto que todo dibujante debía ser un artista completo, él mismo, preferentemente, debía concebir sus propias historias. Sin embargo, un buen dibujante no es, por fuerza, un buen guionista, y así nos encontramos, con demasiada frecuencia, con relatos insustanciales o chistes alargados, que hicieron más mal que bien al medio. Con todos sus defectos, al menos Toutain consiguió que muchos lectores conocieran a creadores extraordinarios ajenos, en todo o en lo más importante de su obra, a la órbita superheroica, como Richard Corben, Berni Wrighston, Alberto Breccia, Will Eisner, Carlos Giménez, Milton Caniff... Y, si esto no bastara, el enorme esfuerzo editorial que supuso la publicación de su Historia de los cómics, en cuatro volúmenes, ya merecería nuestro reconocimiento.


Portada de un tebeo de Los Nuevos Vengadores de Comics Forum, filial de Planeta

Cuando Forum, filial de Planeta, obtuvo años después los derechos para España de los títulos de Marvel, retornando sus adorable protagonistas a nuestros quioscos, muchos lectores de mi edad ya se habían desentendido de los cómics de superhéroes o incluso de los cómics en general, librados a otras batallas. Yo mismo, que tan entusiasta fui, apenas me enganché a unas pocas colecciones, como el Conan, de John Buscema, o el Daredevil, de Frank Miller. Además, la competencia pisaba fuerte, ofreciéndonos joyas como Wachmen. Ya no estábamos dispuestos a firmar contratos de exclusividad. Habría que esperar a 1999 para que, a través de las colecciones de la Biblioteca Marvel, volviéramos a aficionarnos a nuestros héroes de papel predilectos, impulsados por un punto de nostalgia que nos llevó a completar aquellas series que leímos fragmentariamente o que los avatares de la vida habían hecho desaparecer de nuestros estantes.


Portada del libro El jardín de los autómatas de Armando Boix

Pero nadie puede bañarse dos veces en el mismo río, porque el río ya no es el mismo y nosotros tampoco.

Somos más sensibles a la monotonía de algunos recursos demasiado repetidos, a la endeblez de ciertas propuestas, a la misma inverosimilitud de que alguien se vista un uniforme de colores chillones para salvar al mundo. Ahora sabemos que bañarnos en radiación sólo nos produciría un cáncer, en modo alguno nos concederá superpoderes. La maravilla ha desaparecido. En ese sentido, aunque la añoranza pretenda engañarnos, debemos reconocer que muchos tebeos actuales son más maduros al justificar las motivaciones de los personajes, al construir su estructura narrativa, al enfrentar tabús presentes en las historietas de los años sesenta y setenta. Yo he disfrutado ahora más con Fuerza-X, de Milligan y Allred, o con los Thunderbolds, en la etapa escrita por Kurt Busiek, que con algunos pretendidos clásicos que fascinaron mi niñez y han resistido bastante mal mi relectura adulta. Echo de menos aquella inocencia perdida, es cierto; pero soy consciente de que es irrecuperable, del mismo modo que no puedo volver a mi desgarbada silueta de adolescente, cuando pinto canas y luzco barriga cervecera. No obstante, alguien dijo que nuestra única patria es la infancia. Tengo deudas con mi pasado y lo que soy, para lo bueno y para lo malo, es fruto en gran medida de mis lecturas y aficiones de niño.

Pertenezco a la generación Vértice y eso imprime carácter, créanme.







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