Imagen tomada de Revista Ñ |
Estimados Liponautas
Hoy tenemos el gusto de hacerles llegar un texto de nuestro amigo Alejandro M. Drewes
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I. El marxismo literario, el deconstruccionismo y la devaluación del lugar del autor
"(...) Los que atacan el canon insisten siempre en que en su formación hay una ideología, incluso sobrepasan este límite y sugieren incluso que el canon es un acto ideológico en sí mismo."
Harold Bloom: El canon occidental
…
Esta breve cita hace a nuestro criterio al meollo del tema del canon y el concepto mismo de crítica literaria. La misma ilumina el escenario del pensamiento débil de la segunda mitad del siglo XX, representado en forma estelar por el marxismo literario y por la obra de Barthes, cuya pretensión, en lo que nos atañe, intenta, en el marco del llamado deconstruccionismo, en efecto, reducir el canon literario a una mera ideología.
Por supuesto, a los presuntos negadores del canon se les olvida que son parte del mismo juego teórico que impugnan: ya que parten como premisa de los prejuicios de su propia ideología (anticristiana, anticapitalista y antioccidental).
Los análisis en esta línea van –por citar apenas un par de ejemplos rutilantes – desde lecturas empobrecidas del Paraíso Perdido de Milton que ensayan, previsiblemente, exiliar a Dios de la obra del gran poeta inglés y priorizar en su lugar la consabidas “tensiones económicas” que atravesaban su país en esa época; a todas las corrientes teóricas que Bloom identifica con lo que denomina “La Escuela del Resentimiento” (feminismo radical y otras), en especial las no menos desencaminadas y populares teorizaciones de Barthes, Derrida y Foucault sobre la “muerte del autor”.
A fin de poner en evidencia algunas de las principales deficiencias teóricas en Barthes, retomaremos su concepto del “Autor-Dios”, apoyado en razonamientos como los siguientes:
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“(…) la crítica aún consiste, la mayor parte de las veces, en decir que la obra de Baudelaire es el fracaso de Baudelaire como hombre; la de Van Gogh, su locura; la de Tchaikovsky, su vicio.”
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en donde califica a la crítica en el contexto de una “noción teológica del autor-creador” y como presunto fruto de la ideología capitalista, y de la exaltación del autor como individuo/ persona; y supuesto responsable de asignar un lugar para el lector de segundo orden, de simple decodificador de las claves que el autor habría asignado a priori a la obra.
Usando en favor de esta pobre argumentación un inconsulto apoyo en la idea de Nietzsche sobre la “muerte de Dios” (categoría por otra parte extraliteraria y sacada de contexto), Barthes se propone liquidar lo que identifica como el “Autor-Dios” y despojar así a toda obra literaria –por extensión artística- de toda connotación autoritativa. Esto va en forma clara contra el concepto de canon como parte de la conformación de una tradición literaria; contra la propia idea de autor de una obra, y redunda en nivelar por lo bajo, colocando al lector a la par del creador y en una suerte de ”co-creador” de la misma.
El texto (literario) por su parte, se presenta aquí como un “tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura”: “un espacio de múltiples dimensiones de acuerdos o disensos con otras escrituras contemporáneas o precedentes” -lo cual, Barthes dixit- le quita al autor oda originalidad, tal como antes le quitara la individualidad; y acaba convirtiendo a toda obra de arte, en particular literaria, en una alegre mezcla más o menos indiferenciada.
Luego, pasa a presentar su tesis sobre la escritura, mediante planteos como los siguientes:
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“(…) es el lenguaje, y no el autor, el que habla; escribir consiste en alcanzar, a través de una previa impersonalidad, ese punto en el cual sólo el lenguaje –performa– y no –yo–”.
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llegando a formularse preguntas como:
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¿”Quién es el que escribe realmente? ¿el autor?” (…) ¿El momento histórico en el que se concibe la obra? ¿la ideología de la época?”
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y el lector pasa así a ocupar el lugar central, como supuesta figura capaz de desentrañar conexiones semánticas, de sentido, dejando de ser un elemento secundario dedicado a descifrar el significado único de una obra original. Y concluye con lo que–no muy modestamente -, denomina una “vuelta al mito”: “el nacimiento del lector se paga con la muerte del autor”.
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El lector es entendido por Barthes entonces como un presunto cuerpo colectivo que aglutina las “huellas” que integran el texto –la novela, el poema, el ensayo-
Y asume además que la obra cambia su forma de valoración en cada época. Esto último no parece constituir un aporte muy original, visto por ejemplo y sin abundar en otros ejemplos, el análisis que hace J. M. Coetzee sobre la construcción histórica de un clásico en sus ensayos compilados en “Costas extrañas”.
Debiera quedar claro a partir de este análisis muy breve y un tanto simplificador a expensas de la brevedad, que:
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i) Lo poco positivo que puede reconocerse en el deconstruccionismo de Barthes y col. no tiene absolutamente nada de nuevo ni original, y ya ha sido analizado y con mucha mayor coherencia por los mayores teóricos, filósofos y críticos literarios del siglo XIX y XX: Georg Brandes para las literaturas germánicas y nórdicas; Martin Heidegger, Jean Bollack, Maria Zambrano y George Steiner, para la poesía desde la época arcaica hasta la modernidad; Seamus Heaney para la tradición poética anglosajona; John Maxwell Coetzee, Octavio Paz y René Girard para la novelística; Antonin Artaud para el arte y el teatro.
ii) Las graves deficiencias de todo tipo en el sistema de Barthes tienen un trasfondo no declarado en forma explícita, y es la asunción de un principio de superioridad de la masa sobre el individuo, común a todas las escuelas marxistas, absolutamente incompatibles con la naturaleza del arte como producto de un espíritu y de la obra de un individuo único y singular y de unas circunstancias situadas de tiempo lugar absolutamente únicas. Que resultan de un movimiento de ascesis, nunca jamás de un descenso “a lo colectivo”, “a lo popular” o zarandajas similares, surgidas de ideologemas del todo inconducentes, que pretenden subordinar nada menos que la concepción del arte a una doctrina política (autoritaria); tal como pretendiera Breton en su manifiesto surrealista y con la “excomunión” de Artaud y demás disidentes de sus decretos.
iii) Le habría venido muy bien a Barthes y sus seguidores leer a Heidegger, Szondi, Gadamer y otros en buenas traducciones.
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II. En el camino de Sokal y Bricmont. Otras imposturas intelectuales.
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A partir del conocido libro de los físicos Alain Sokal y Jean Bricmont Imposturas intelectuales (Éditions Odile Jacob, París, octubre de 1997) y del artículo del primero de ellos para la revista norteamericana de estudios culturales Social Text, “Transgressing the boundaries: Toward a transformative hermeneutics of quantum gravity”, 46/47, 1996, pp. 217-252, queda en evidencia que, desde la irrupción de la posmodernidad (Lyotard, 1968) y en nombre del relativismo, con el expediente de invalidar la noción de verdad y sustituyendo la misma desde los años ’90 por categorías menos que frágiles y peregrinas como la de “posverdad”, han tomado entidad –en especial en el campo de la filosofía y los estudios literarios franceses de las últimas décadas, toda clase imposturas intelectuales, avaladas por numerosas publicaciones científicas del campo de las Ciencias Sociales.
Valen en primer lugar, a modo de referencias para aludir a dichas imposturas, las citas del propio Barthes del apartado I acerca de la naturaleza de la crítica literaria y la “muerte del autor”.
Pero es del mayor interés para nosotros aquí analizar las respuestas de los intelectuales más reputados del progresismo a la devastadora crítica de Sokal y Bricmont.
La primera defensa que intentan (Kristeva) es sostener que
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“cualquiera tiene derecho a usar metafóricamente cualquier término o concepto, no importa su origen, y que ni Sokal ni ningún otro científico podrían arrogarse un derecho de censura al respecto.”
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Lo cual significa que, haciendo un uso muy escasamente lícito nada menos que de una categoría fundamental procedente de la poética, se da por hecho que bajo ese manto se validará cualquier propuesta teórica, sin necesidad de otra justificación. Nosotros, en cambio, nos preguntamos: ¿y qué sucede entonces con la ética y con la búsqueda de la verdad inherentes a una práctica científica?
Por su parte, Kristeva le responderá a Sokal además lo siguiente:
"Las ciencias humanas, y muy particularmente la interpretación de textos literarios y la interpretación analítica, no obedecen a la lógica de las ciencias exactas. Ellas no siempre "aplican" esos "modelos", pero los toman prestados, los exportan y los hacen trabajar como trazos [traces], que se modifican en una transferencia entre el sujeto y el objeto, intérprete y datos. En el interior de dicha economía, el elemento importado cesa de ser precisamente un modelo, para transformarse, desplazarse, empobrecerse o enriquecerse. La reflexión que resulte de ello está más cerca de la metáfora poética que de la modelización. Esta modulación del pensamiento da lugar hoy a debates epistemológicos interesantes (ver los trabajos de Carlo Guinzburg, Bernard Ogilve, etc.)" ("Le Nouvel Observateur", 25 de septiembre de 1997)
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Julia Kristeva |
De tanto como podría decirse de tamaña boutade de Kristeva, la primera apreciación pasa por un colosal desprecio e ignorancia de lo que es intrínsecamente poético, que desde Platón y sus modernos (Heidegger, Gadamer, Agamben y otros), hace demasiado tiempo sabemos que conlleva asociada su propia noción de verdad, de naturaleza insobornablemente ética.
Por otra parte, pobre y poco original su aporte acerca de que las ciencias humanas no recurren a modelos; y sobre todo, volver a insistir, a estas alturas, en las diferencias metodológicas entre ciencias humanas y naturales. Pero habría que recordarle en todo caso a Kristeva que una cosa es la diferente naturaleza de los métodos para abordar textos literarios y otra totalmente diferente es la virtual ausencia (implícita) de todo método; o dicho de otro modo, una suerte de valetodo metodológico, amparado por el manto protector de la “metáfora” y de las interacciones “sujeto-objeto”.
Para una interpretación seria y por cierto totalmente ajena al marxismo y al marxismo literario de estas últimas, basta remitirse al largo camino de Kant a Piaget; de un rigor metodológico que los camaradas Kristeva y Barthes no alcanzarían ni en sueños.
Ahora bien, la misma Kristeva redobla su apuesta contra Sokal, aduciendo una supuesta francofobia (¿??) por parte de Sokal y los medios académicos yanquis ("asistimos actualmente a una verdadera francofobia") e inclusive, no conforme con esto, su colega Latour avanza: "asistimos a los últimos sobresaltos de una ciencia de guerra fría, movilizada contra la religión, contra los Rojos, contra el irracionalismo de las masas.".
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III. A modo de conclusiones
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Los estudios literarios, semióticos y relacionados encarados en las últimas décadas por los representantes del marxismo literario, y los apóstoles del relativismo absoluto, particularmente la escuela francesa, exhiben todo tipo de deficiencias, tanto en el plano ontológico como metodológico, exhibiendo en consecuencia una notable falta de rigor, incurrido incluso en la defensa de modos de conocimiento reñidos con la ética y con la tradición rigurosa de los estudios literarios; no obstante seguir siendo dichas propuestas abaladas en forma indiscriminada por editores y arbitrajes de revistas culturales en el campo de las ciencias humanas y sociales, sobre la base real de la defensa de premisas ideológicas (marxistas).
Cabe acotar por otra parte que la crítica de Sokal y Bricmont ha sido defendida por algunos de los mayores científicos y filósofos contemporáneos, como Richard Dawkins y Thomas Nagel. Pero aun sin ese apoyo, la mera lectura de los desaguisados de Barthes, Kristeva y otros ilustres representantes de un progresismo que nunca progresa –incluyendo al marxismo literario y a la Escuela del Resentimiento-, invocando en lugar de argumentos, muestras de delirio persecutorio e imaginando escenarios apocalípticos en el campo intelectual del todo inexistentes, nos llevan a resumir este penoso escenario cultural en aquella famosa sentencia: “A confesión de parte, relevo de pruebas.”
En fin: que aquí hay mucho –demasiado – ruido, y pocas nueces, camaradas
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Tomado de Acta Literaria.
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